La calle de los sueños (77 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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El tercer día decidió zambullirse en el teclado. Inventar escenas y transcribirlas. Después las enlazaría, encontraría la salida del embrollo, se dijo. Y entonces cerró los ojos y dejó volar su imaginación. Vio unos billares llenos de humo. Y poco a poco vio aparecer unos tipos, en mangas de camisa, con un taco en la mano y una pistola en la funda. Vio botellas de whisky de contrabando en un rincón. Después vio que un hombre entraba dando un empujón a la puerta y abría fuego contra los gángsteres. Y los mataba a todos, uno tras otro. Y luego oyó el silencio que seguía a aquella repentina ráfaga de disparos. Y la carcajada del asesino, que cogía una botella, bebía un generoso trago de whisky y a continuación, con una fría mueca pintada en el rostro, empezaba a derramar el alcohol sobre los cadáveres ensangrentados. El hombre iba entonces hacia la puerta, que seguía abierta, y encendía una cerilla. La mantenía durante un instante en el aire, sonreía con cinismo y después la lanzaba hacia el charco de alcohol, prendiendo fuego a los billares. Oscuridad. Siguiente escena.

Christmas abrió los ojos y se arrojó sobre el teclado, excitado. La escena era digna de aplauso, se decía. Oscuridad, aplausos. Escribió con frenesí, con la cabeza inclinada sobre la Underwood. Una vez que terminó la escena, arrancó la hoja del rodillo y la puso a su derecha. Del montón que tenía a su izquierda cogió una hoja en blanco, la introdujo en el rodillo, la miró intensamente durante un instante y luego cerró los ojos.

Se imaginó una casa del Lower East Side y una mujer que lloraba desesperada en el suelo, con la espalda apoyada contra un sofá raído. Tenía una foto en la mano. Una foto que sus lágrimas empapaban. Y entonces la mujer se pasaba la foto por el traje, procurando secarla, a la altura del corazón. A la altura del pecho. Era una mujer guapa, joven. Luego llamaban a la puerta y entraba un hombre. No se le veía. Estaba en penumbra. Se quedaba allí, inmóvil, mirando a la mujer que lloraba desesperada. Y la mujer alzaba los ojos y lo miraba. «Me lo han matado —sollozaba—. Han matado a mi Sonny en los billares.»

Entonces el hombre salía de la sombra, se le acercaba, la levantaba y la abrazaba. Y todos los espectadores lo reconocían. Era el asesino. «Encontraré al cabrón que lo ha matado», decía a la mujer. Y después le acariciaba el pelo. Oscuridad. Aplausos.

Christmas se puso a teclear de nuevo, describiendo pormenorizadamente el piso y el rostro de la mujer. Y solo cuando llegó a las frases finales levantó los ojos de la hoja y se dio cuenta de que desde que había decidido escribir no había mirado el banco del parque, enfrente de su ventana. El banco por cuya causa había comprado aquel apartamento. Y se sintió contrariado. Como si hubiese traicionado a Ruth.

Redactó rápidamente el final de la escena, sacó la hoja del rodillo y la juntó con la otra. Después salió y se dirigió hacia la Ciento veinticinco. Tenía que ir a hacer la emisión. Pero evitó pasar por el parque. Seguía contrariado. Se encogió de hombros. Estaba escribiendo, se dijo. Ahora tenía una tarea, escribir teatro. No podía seguir pensando en lo que ya no existía. No lo había querido él. La había buscado, la había deseado con una constancia que ningún otro habría tenido. Ella lo había expulsado. Ella lo había traicionado. Ahora él era Christmas Luminita, un hombre rico, famoso, importante, que recibía docenas y docenas de cartas de admiradores. Tenía que pensar en sí mismo, en su carrera. En su vida. Tenía que seguir recto por su camino.

—¿Qué tal ha salido? —preguntó cuando hubo finalizado la emisión, con una sonrisa triunfal.

—Estás un poco torpón —respondió Karl.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Christmas poniéndose tenso.

—Mecánico —añadió Karl—. Como si hablases de memoria... o sea, como...

—¿Qué chorradas son esas, Karl? A mí me ha parecido fantástica —dijo Christmas, agresivo.

—Quiero decir que es como...

—¿Como qué?

—Como si te imitaras a ti mismo.

Christmas se levantó de la silla.

—Que te den por culo, Karl. Solo faltaba que ahora quisieras ser mi director artístico.—Soltó una risita nerviosa. Sacudió la cabeza—. ¿Qué coño significa imitarme a mí mismo? —De nuevo rió y miró a Cyril—. ¿Lo oyes? Imitarme a mí mismo. Yo soy mí mismo, coño. Ha sido una emisión fantástica, los tenía en el bolsillo, los podía sentir. ¿Es verdad o no, Cyril? —y de nuevo rió, buscando su complicidad—. ¿Qué coño significa imitarme a mí mismo?

—¿De verdad lo quieres saber? —dijo Cyril.

Christmas frunció el ceño. Luego abrió los brazos, con una sonrisa arrogante.

—Venga —repuso en tono desafiante.

—Significa que parecías un globo inflado —dijo Cyril.

Christmas se quedó inmóvil, como petrificado. Durante un instante. Luego sintió que las palabras de Cyril le rebotaban. Como si llevara puesta una coraza. Rió. Una carcajada que rebosaba soberbia. Y de repente se puso serio. Con una expresión fría que le endurecía las facciones, apuntó con un dedo, que agitaba en el aire, primero a Karl y luego a Cyril.

—Ninguno de vosotros ha de olvidar jamás una cosa —empezó en voz baja—. Sin mí...

—No lo digas, muchacho —lo interrumpió Cyril.

Christmas calló, con el índice aún moviéndose amenazador en el aire.

Christmas retrocedió un paso. Bajó la mano. Sonrió sarcástico. Abrió la boca para hablar. Luego, de pronto, se dio la vuelta y salió del estudio.

En la calle reconoció un destartalado Ford Model T.

—¡Santo! —exclamó con una alegría forzada en la voz, abriendo la puerta del conductor—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a saludarte, jefe —dijo el amigo de siempre. Luego dio un manotazo en el volante—. Caray, no sabes cuánto echo de menos nuestros raptos.

Christmas rió, con los codos apoyados en el techo del coche.

—Ya, ahora se ponen directamente aquí abajo en fila para ser recibidos por mí —dijo.

—Eres un auténtico jefe. —Santo rió orgulloso.

—¿Has oído la emisión de hoy? —le preguntó Christmas.

—Qué va, todavía estaba en el trabajo, lo siento. Pero Carmelina seguramente...

—Ha sido una emisión fantástica —lo interrumpió Christmas—. Los tenía en el bolsillo.

Santo lo miró con veneración.

—¿Sabes que me he comprado una casa?

—Ah... —dijo distraídamente Christmas.

—En Brooklyn —añadió Santo—. Terminaré de pagarla dentro de un montón de tiempo, pero es una casa bonita. De dos plantas.

—Estupendo...

—¿Te apetece verla? —dijo emocionado Santo—. ¿Quieres venir a cenar con nosotros? A Carmelina le encantaría.

—No, yo...

—Anda, jefe. Cocina italiana.

—No, Santo.—Christmas se apartó del techo del coche y se metió las manos en los bolsillos—. Lamentablemente, tengo que ir a ver a unas personas —mintió—. Ya sabes, gente del espectáculo.

El rostro de Santo no pudo ocultar su decepción. Pero enseguida sonrió.

—Ya eres un pez gordo. Hay que pedirte cita previa.

Christmas sonrió apurado.

—Una de estas noches iré a visitaros.

—¿En serio? —dijo Santo alborozado.

—Te lo prometo —contestó Christmas, balanceando los pies—. En cuanto tenga un rato libre daré un salto a Brooklyn.

—Te echo de menos, jefe.—Santo se quedó mirando a su ídolo en silencio, sin obtener respuesta—. Oye, ¿te acuerdas de la vez que nos metieron en la cárcel? —Santo rió—. Y de la vez que...

—Tengo que irme, Santo —lo interrumpió bruscamente Christmas—. Cuando vaya a Brooklyn recordaremos los viejos tiempos, ¿vale?

—Lo has prometido, ¿eh?

—Lo he prometido.

—¿Quiénes somos? —dijo Santo, alegre.

—Los Diamond Dogs —dijo Christmas, sin entusiasmo.

—¡Los Diamond Dogs, me cago en la puta! —gritó Santo.

Christmas sonrió.

—Anda, vete. Carmelina te estará esperando.

Santo arrancó el motor y metió la marcha.

—Los Diamond Dogs —repitió quedamente, casi incrédulo. Miró a Christmas—. Mi vida sería una mierda si no te hubiera conocido, jefe. ¿Lo sabías?

—Lárgate, coñazo.—Christmas cerró la puerta y dio un manotazo al techo del coche. Y se quedó quieto en medio de la Ciento veinticinco viendo desaparecer a Santo—. Ha sido una emisión fantástica —dijo en voz baja—. Los tenía en el bolsillo...

Oyó unas voces detrás de él. Se dio la vuelta. Cyril y Karl estaban saliendo de la CKC, riendo y bromeando. Christmas se escondió en una esquina oscura. Esperó a que se hubieran marchado y después, a pasos lentos, cansinos, emprendió el camino hacia su casa. Solo. Con su coraza a cuestas.

Y se sentó solo delante de su escritorio. Introdujo una hoja en blanco en la Underwood y empezó a teclear. El asesino intentaba llevarse a la cama a la mujer a cuyo marido aquel había matado. Y mientras ese gusano trataba de seducirla salía a relucir que el hombre asesinado era su mejor amigo. «La vida da asco —decía el asesino—. La vida da asco. Después mueres.» Oscuridad. Aplausos. Siguiente escena.

Christmas sacó la hoja del rodillo y la puso con las otras. Se frotó los ojos. Estaba cansado y de mal humor. Sentía un peso en el estómago. Rumiaba las palabras de Cyril. Lo había tachado de globo inflado. Sin embargo, esas palabras no le habían hecho nada. Llevaba puesta una coraza. Y tenía cosas más importantes que hacer que oír las chorradas de un almacenista negro. Tenía cosas mejores que hacer que ir a cenar a una miserable casita de dos plantas en Brooklyn con Santo y Carmelina. Ahora estaba escribiendo. Teatro. Miró por la ventana. La noche era oscura. No veía el banco del parque. Y le daba igual. Se levantó de golpe, tirando el sillón giratorio. Con rabia. «¡Me importa una mierda!», profirió por la ventana abierta. La cerró, levantó el sillón, cogió una nueva hoja en blanco y la introdujo en la Underwood.

Oscuridad. Luz. Comisaría de policía. La mujer está sentada frente a un escritorio. Un detective joven la está interrogando. La mujer responde con monosílabos. Después el detective le pregunta si conoce al hombre que los espectadores saben que es el asesino. La mujer mira al detective. «Sí —responde—, era el mejor amigo de mi Sonny.» Entonces el detective arruga una ceja...

«¡Qué chorrada! —exclamó Christmas, arrancando la hoja del rodillo—. Qué chorrada tan patética...» Hizo una bola con la hoja y la tiró al suelo. Cogió otra y la introdujo en la Underwood.

Oscuridad. Luz. Amanece. En una parcela en construcción en Red Hook, dos coches estacionados. De uno sale el asesino. Del otro, un jefe mafioso rechoncho, con una cicatriz que le atraviesa la mejilla derecha. Se estrechan la mano. «Buen trabajo», dice el jefe mafioso. El asesino se da una palmada en la funda de la pistola y no dice nada. El jefe mafioso hace una seña a uno de sus hombres. Este abre el maletero del coche, saca un envoltorio de papel y lo pone encima del trozo de una columna de cemento. El asesino se acerca y abre el envoltorio. Dentro hay dinero. Mientras lo cuenta, el jefe mafioso saca su pistola, la apunta a la nuca del asesino y le dispara a quemarropa. El asesino cae de bruces sobre la columna. El hombre del jefe mafioso recoge el dinero, luego entran en el coche. Oscuridad. Luz. Aplausos. Siguiente escena.

Christmas estiró la espalda. Se pasó una mano por el cuello dolorido. Suspiró. Se quedó inmóvil. Como si ya no hubiera un solo ruido, una sola razón para moverse, un solo pensamiento. No existían Cyril ni Karl. No existían Santo ni su Carmelina. No existía nada ni nadie. No existía
Diamond Dogs
. No existía la radio. No existía Hollywood. No existían las cartas de los admiradores, ni los artículos de la prensa, ni aquel apartamento, ni dinero en el banco. Quizá ni él mismo existía. El globo inflado. La caricatura de sí mismo.

Miró por la ventana, hacia la oscuridad. Ya no existía el banco de Central Park. No existía Nueva York. Solo existía una dura coraza que le ocultaba el mundo entero. Y que lo ocultaba del mundo.

Existía solamente un dolor sordo, que se extendía como una infección, como un cáncer. Un dolor que gritaba en su interior. Dentro de la coraza no había nada más.

Solo existía Ruth.

Y Ruth ya no estaba.

Christmas se levantó, despacio, y sin fuerzas salió. Cruzó la calle sin oponer resistencia. Se detuvo en el borde del parque. Aunque no podía ver el banco, sabía que estaba allí, a pocos pasos. Solo tenía que pisar la hierba. Pero no se movió. Permaneció inmóvil, con las mejillas regadas de lágrimas, que le derretían la coraza.

Entonces dio media vuelta, regresó a su apartamento vacío, cogió las hojas que había escrito y las rompió. Luego lanzó su Underwood contra la pared, con violencia. Gritando. Por último, se echó vestido en la cama y se quedó profundamente dormido, pero no soñó.

Al despertarse a la mañana siguiente, no se aseó ni se cambió la ropa arrugada. Atravesó el apartamento sin mirar la máquina de escribir que yacía en el suelo, con un lado abollado y las varillas torcidas, pisoteó los trozos de las hojas que había roto y bajó a la calle. Bebió un café fuerte y decidió ir a ver a su madre. Cogió la Broadway y comenzó a andar.

—¡Le han disparado a Rothstein! —voceó un vendedor callejero de periódicos en la acera de enfrente, a la altura de Bryan Park, agitando en el aire un diario—. ¡Mr. Big, herido mortalmente!

Christmas se volvió de golpe, como si le hubieran dado una bofetada. Cruzó la calle sin fijarse en el tráfico, se acercó al vendedor y le arrancó de la mano el periódico.

—¡Oiga! —protestó el chiquillo.

«Esta noche, a las 10.47 p.m., Vince Kelly...», empezó a leer rápidamente Christmas.

—¡Oiga! —repitió el chiquillo, tirándole de un borde de la chaqueta.

Christmas se introdujo una mano en el bolsillo, extrajo una moneda y se la alargó al chiquillo. Acto seguido se alejó leyendo.

—¿Un dólar? —exclamó el chiquillo—. ¡Gracias, señor!

«... Vince Kelly, ascensorista del Park Central Hotel, en la esquina de la calle Ciento cincuenta Oeste con la Séptima, encontró a Arnold Rothstein mortalmente herido en un pasillo de servicio de la primera planta. El disparo alcanzó al gángster en el abdomen.» Christmas bajó el periódico, con la mirada clavada en el vacío. Pero enseguida siguió leyendo. Mr. Big fue llevado inmediatamente al Polyclinic Hospital. A los policías que le preguntaron quién le había disparado, por toda respuesta Rothstein les dijo: «Ya me encargaré yo».

Christmas dobló el diario y silbó a un taxi.

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