Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Al Polyclinic Hospital —dijo al taxista al subir al coche.
Cuando el taxi llegó a su destino, Christmas bajó y fue como una exhalación al vestíbulo del hospital, pero allí mismo las piernas se le paralizaron. Había estado una sola vez en un hospital. Por Ruth. El olor a desinfectante se le metió enseguida en la nariz. Se sintió mareado. Después vio a dos policías que iban a coger el ascensor. Les dio alcance y subió con ellos.
El pasillo estaba vigilado.
—Debo ver a Rothstein —dijo Christmas a un policía.
—¿Eres familiar? —preguntó el policía.
—Se lo ruego, debo verlo.
—¿Eres periodista?
—Soy... amigo suyo.
—Rothstein no tiene amigos —bromeó un capitán que pasaba por ahí. Luego se dio la vuelta, regresó y se quedó mirando a Christmas—. Yo a ti te conozco... —dijo apuntándolo con un dedo. Le dio un empujón y lo puso de cara contra la pared—. Registradlo —ordenó el policía—. Yo conozco a este mal nacido. Apuesto a que estás fichado, capullo.
—Está limpio, capitán —repuso el agente. Luego le introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, le cogió la cartera y revisó su interior—. Christmas Luminita —continuó.
—¿Christmas Luminita? —preguntó el capitán—. Déjalo —ordenó al policía—. ¡Que lo dejes, me cago en la leche! —insistió. Abrió los brazos y meneó la cabeza—. Lo lamento, míster Luminita... pero debe entender que... vaya... coño... —se dirigió al policía—. Es Christmas Luminita.
Diamond Dogs
.
—¿El de la radio?
—Sí, el mismo, gilipollas.
—Quiero ver a Rothstein, ¿es posible? —preguntó Christmas.
El capitán miró alrededor, pensativo.
—Solo porque se trata de usted —dijo—. Venga... —Comenzó a andar por el pasillo, seguido por Christmas. Hasta que se detuvo delante de una puerta—. Si acepta un consejo, mejor no vaya contando que es amigo de Rothstein.
—Gracias, capitán —dijo Christmas mientras entraba en la habitación.
Rothstein estaba echado en la cama, con los ojos cerrados. Pálido y sudado. El rostro tenso por el sufrimiento.
—¿Eres tú, Carolyn? —preguntó cuando oyó que la puerta se cerraba, sin volverse.
—No, señor. Soy Christmas.
Rothstein abrió los ojos y volvió ligeramente la cabeza. Sonrió.
—Mi caballo ganador... —dijo con voz cansada.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Christmas acercándose.
—Vaya pregunta mema, chico —bromeó Rothstein—. Siéntate... —dijo y dio unos golpecitos en la cama—. Te has convertido en un auténtico pez gordo. No dejan entrar a nadie.
Christmas se sentó en una silla, al lado de la cama. Se quedó mirando unos segundos al hombre que gobernaba Nueva York. Aun herido, aun postrado, conservaba su aspecto de rey.
—¿Se acuerda de los quinientos dólares que le debo por la radio, míster Rothstein? Se han convertido en cinco mil.
—No me debes nada, chico. Quédatelos. —Rothstein sonrió con esfuerzo—. Eres un gángster de mierda. A un muerto no se le pagan las deudas, es una vieja regla.
—Pero usted apostó y ha ganado...
—Ese dinero no te lo di para apostarlo —dijo Rothstein, respirando con dificultad—. ¿Quieres saber por qué te lo di? Porque eres una persona decente. Y ninguna persona decente me ha pedido jamás dinero. A las personas decentes les da asco mi dinero. Ni siquiera mi padre ha querido mi dinero. Se lo he tenido que regalar de tapadillo.—Rothstein cerró los ojos y apretó sus labios finos, aguantando una punzada. Luego volvió a mirar a Christmas y respiró con la boca abierta durante unos segundos—. Tú eres la primera persona decente que ha querido mi dinero. Por eso te lo di. Y me agrada que te lo quedes. —A continuación le hizo una seña para que se acercara—. Jura que nunca revelarás lo que te voy a contar.
—Se lo juro —dijo Christmas. Se levantó de la silla y se aproximó a los labios de Rothstein.
Y entonces Mr. Big le susurró al oído el nombre de su asesino.
Christmas permaneció inmóvil, con la oreja pegada a los labios de Rothstein. Luego se apartó despacio, pero siguió inclinado sobre el gángster.
—¿Por qué me lo cuenta precisamente a mí? —preguntó, emocionado. Turbado.
—Porque si me lo guardo me escuece el culo... pero solo puedo contárselo a una persona decente.—Después Rothstein le dio un suave cachete, sin fuerza, casi una caricia.
Christmas se sentó.
—Eres el único del que me puedo fiar —continuó con esfuerzo Mr. Big—. Has jurado que no lo revelarás y sé que nunca lo harás. —La voz era cada vez más débil—. Si se lo contara a Lepke... mi asesino estaría muerto dentro de una hora. Y lo mismo pasaría... si se lo contara a cualquiera de los otros.—Respiró con esfuerzo, con la boca siempre abierta, e hizo una mueca de dolor—. Y no quiero que ese capullo muera...
—¿Por qué?
Rothstein rió quedamente.
—Es mi última tirada de dados. —Soltó una carcajada que más parecía un estertor—. ¿Te apuestas algo... a que cuando seas viejo... seguirá circulando la historia de que no revelé el nombre de mi asesino y que dije... que solo dije... «Ya me encargaré yo»? —Le guiñó un ojo a Christmas y trató de sonreír—. Así me marco un buen farol. Si lo revelase... se descubriría que me mató un gilipollas cualquiera... él se convertiría en un cadáver famoso por haber disparado a Mr. Big... y mi final sería... patético... como la vida de todos los gángsteres. En cambio, de esta manera... también mi muerte entrará en la leyenda. —Rothstein suspiró, cerró los ojos, las fosas de la nariz dilatadas. Esperó unos instantes y luego se volvió a mirar a Christmas—. Lo he aprendido de ti.—Tosió—. Decir chorradas es productivo.
Christmas estiró tímidamente una mano y tocó la de Rothstein. Se la estrechó.
—Vete —dijo Rothstein, con un hilo de voz, afónica, cansada, transida de dolor—. Piérdete de vista, Christmas.
Christmas vio en la puerta a la esposa de Rothstein, Carolyn, que estaba esperando para entrar. Se miraron durante un instante y luego la mujer pasó a la habitación del Polyclinic Hospital.
Al día siguiente Rothstein entró en coma y murió.
—Había mucha gente en el cementerio de Union Field —dijo Christmas por la radio, unos días más tarde, al concluir la emisión—. Muchos individuos poco recomendables y algunas personas decentes. Arnold habría lamentado que no hubiera personas decentes. El camino que había elegido no le permitía ser una persona decente pero le importaban las personas decentes. Sabía apreciarlas. Mr. Big también ha sido Nueva York, no lo olvidéis. Porque eres esto, Nueva York, oscuridad y luz.
Luego bajó la cabeza, esperando que Cyril cerrase la conexión. Cuando la levantó se encontró con la mirada de Karl. Asentía despacio, conmovido. Christmas se volvió hacia Cyril. Y Cyril le sonrió, como no sonreía desde que reanudaron
Diamond Dogs
.
Aquella noche Christmas se presentó en la casa de Santo, en Brooklyn. Comió macarrones al horno y codillo con patatas.
Cuando regresó a su apartamento de Central Park Oeste recogió su Underwood, que se había quedado en el suelo desde que la arrojara contra la pared. Enderezó las varillas como mejor pudo. Una se había roto: la erre. Se sentó al escritorio e introdujo una hoja en blanco en el rodillo. Cogió una estilográfica y escribió una erre mayúscula. Y luego tecleó tres letras. U-T-H. RUTH. Y se quedó ahí, inmóvil, con las manos en los bolsillos, mirando aquel nombre que era toda su vida.
Alzó los ojos y miró por la ventana. No podía ver el banco. Pero sabía que estaba allí.
Y de repente se acordó de un objeto que los obreros habían dejado olvidado en la casa. Lo había guardado en el trastero. Se metió una caja de cerillas en el bolsillo, fue al trastero y sacó la lámpara de aceite que habían olvidado los obreros.
Salió a la calle y se detuvo al borde del parque. No podía ver el banco pero sabía que estaba allí, a pocos pasos. Solo tenía que pisar la hierba. Sonrió. Puso un pie en la hierba. Y enseguida el otro. Y luego empezó a correr hacia el banco.
Más tarde, sentado otra vez a su escritorio, más allá de la página en la que había escrito «Ruth», al otro lado de la ventana, veía resplandecer una luz pequeña y débil. La luz de la lámpara de aceite. Y a aquella débil luz podía ver también el banco.
«Diamond Dogs —tecleó debajo de Ruth—. Una historia de amor y de gángsteres.» Y añadió a mano todas las erres que faltaban. Luego extrajo la hoja, la puso a su derecha y cogió otra del montón que tenía a su izquierda. La hizo correr por el rodillo y escribió: «Escena I». Respiró hondo y hundió la cabeza en su Underwood, pulsando con entusiasmo las teclas, agregando a mano una erre ahí donde se la encontraba.
Y sabía que ahora, en aquellas hojas que se multiplicaban raudas, corría la vida.
San Diego, Newhall, Los Ángeles, 1928
Fue Clarence quien la ayudó. No le preguntó nada. Escuchó en silencio e hizo únicamente dos comentarios: «Lo lamento por aquel jovenzuelo» y «La señora Bailey sentirá tu ausencia». Después se encerró en su despacho y se puso a llamar por teléfono. Antes de que pasara una hora, volvió al lado de Ruth y le preguntó: «¿Conoces San Diego?».
Dos días después Ruth se instalaba en un minúsculo apartamento ubicado en la zona de Logan Heights que le había encontrado Barry Méndez, su nuevo empleador. Barry se mantenía a mitad de camino entre los treinta y los cuarenta años. De los treinta conservaba la dentadura blanquísima y una carcajada alegre; de los cuarenta tenía una calvicie incipiente y una barriga redonda que bamboleaba sobre el cinturón de los pantalones. Años atrás había sido uno de los fotógrafos de la agencia de Clarence. Había hecho una buena carrera en Los Ángeles, pero luego había regresado a San Diego.«Aunque haya nacido en América, su alma sigue siendo mexicana —le había dicho Clarence a Ruth—. Vago y genial.» Barry Méndez tenía un estudio fotográfico y hacía reportajes de bodas. Realizaba la mayor parte de su trabajo en la comunidad mexicana. «Pagan menos, chica —dijo Barry a Ruth, enseñándole unas fotos—, pero ya verás qué colores. Y mira estas caras. Para ellos, casarse es un asunto serio y a la vez un juego. Son orgullosos.»
Ruth revelaba las fotos de Barry. Y se quedaba en la tienda cuando Barry se iba por trabajo a una boda. Si la ceremonia era un domingo, lo acompañaba y ejercía de ayudante. En cambio, si salía un trabajo para los «gringos», Barry la mandaba sola.
Al principio Ruth no sabía qué hacer durante su tiempo libre. Se sentaba en su claustrofóbico apartamento y pensaba. En sí misma. En Christmas. Y de noche, con mucha frecuencia, soñaba con las manos de Christmas sobre su piel. Había huido porque no estaba preparada, se decía. Para imponerse silencio. Sin embargo, en el silencio de su soledad había un bullicio de recuerdos y sensaciones, viejas y nuevas. En poco tiempo ya no pudo aguantar más quedarse enclaustrada en casa. Empezó a deambular por San Diego con su Leica en bandolera, disparando fotos. Hasta que un día llegó a la orilla del mar y comenzó a fotografiar la naturaleza. Pero las voces, los pensamientos, los recuerdos y las emociones no se aplacaban. Por momentos le parecía que conseguía mantenerlos a raya, que le llegaban menos, como una leve banda sonora, como la resaca del mar. Pero eso duraba poco. Enseguida las preguntas resurgían. Los recuerdos la arrastraban, lejos de donde estaba. A veces pensaba en Daniel. Solamente para alejar a Christmas. Trataba de oler en el aire el reconfortante aroma a lavanda de los Slater. Pero era poca cosa.
Un día Barry le dijo que tenían que cruzar la frontera e ir a fotografiar una boda en Tijuana. Ruth subió al coche, con su equipo, feliz de distraerse de sus pensamientos. Cuando se acercaban a la frontera vio una camioneta que iba en la dirección contraria a la de ellos. Y un coche patrulla que la perseguía, con la sirena a todo trapo. Se volvió a mirar y vio que un policía se asomaba por la ventanilla y abría fuego. La camioneta derrapó, se fue a la cuneta y volcó. Barry paró el coche. Ruth se apeó y empezó a tomar fotos. A una mujer con una herida en la frente saliendo con las manos en alto. Y, detrás de ella, a dos niños asustados. Y después a dos hombres, con pantalones claros y sucios, cortos, que dejaban al aire los tobillos. Y seguidamente fotografió a los policías empujando a la mujer y tumbándola en el polvo. Y a uno de los niños abalanzándose sobre un policía y emprendiéndola con este a puñetazos, por defender a su madre. Y al policía propinándole una patada al niño. Y a uno de los dos hombres avanzando hasta que tuvo que arrodillarse porque el otro policía le puso una pistola en la cabeza. Y luego a otro coche patrulla, en el que nada más llegar fueron introducidos todos los detenidos, y que enseguida dio media vuelta y regresó por donde había venido, hacia la frontera. Y fotografió los rostros de los cinco mexicanos, en el coche de la policía, cuando pasaron a su lado. Y los ojos negros, desorbitados, tan horrorizados como intrigados, de uno de los dos niños, que se volvía y la miraba por la luna trasera del automóvil.
—Se acabó el sueño —dijo Barry. Escupió al polvo que cubría el asfalto de la carretera y subió al coche.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Ruth sentándose a su lado, mientras Barry reemprendía la marcha.
—Fin del sueño.
Ruth miró hacia delante, en silencio. Ahora la frontera estaba cerca. Los policías norteamericanos los miraron pasar sin detenerlos. Lo mismo hicieron los mexicanos. Ruth se volvió y vio que bajaban del coche patrulla a los cinco fugitivos y los entregaban a los policías mexicanos. La mujer con la herida en la frente se volvió a mirar Estados Unidos en cuanto pisó tierra mexicana.
Cuando regresaron a San Diego, de noche, Ruth reveló las fotos que había tomado Barry en la boda de Tijuana y las que ella había tomado en la frontera.
—Al menos lo han intentado —dijo Barry detrás de ella, mirando las fotos.
Ruth, desde aquel día, sin saber muy bien el motivo, cuando tenía un día libre cogía el autobús que iba a Tijuana, bajaba en la frontera y se quedaba horas mirando a la gente que entraba y salía, tomando fotos. Y después recorría la zona vallada. Y tomaba fotos de aquella jaula. Pasado un tiempo, los policías ya la conocían y posaban, empuñando la pistola. Y Ruth los fotografiaba. Y detrás de ellos siempre procuraba encuadrar los rostros oscuros, orgullosos, con los ojos profundos y soñolientos de los mexicanos. Llenos de pasión.
De noche revelaba las fotos y las miraba durante horas, una y otra vez. Y, cuanto más las miraba, algo se movía con más fuerza en su interior. Como nudos que se desataban. Las emociones de las que estaba huyendo no dejaron de hacerse notar. Sin embargo, algo estaba cambiando dentro de ella. Como si estuviese rumiando un pensamiento sobre el que aún no podía detenerse. Y como si aquel pensamiento le estuviese dando algo que, en un primer momento, tomó por la paz que buscaba. Una especie de atormentada serenidad. Algo que veía en sus fotografías, en los ojos de los mexicanos que no conseguían pasar la frontera. Algo que al mismo tiempo la entristecía y la reconfortaba.