Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—¿Es buena? —le preguntó Christmas, sintiéndose atónito.
—Es excepcional.
—¿En serio?
—Agárrate fuerte a la silla, Christmas Luminita. Esto va a ser como un huracán —le dijo el empresario—. Dame tiempo para montarla. Luego América solo hablará de nosotros.
Y ahora faltaban dos semanas para el estreno. Y no había periódico que no escribiese acerca de él. Le pedían entrevistas sin parar.
Vanity Fair
estaba a punto de sacarlo en su portada. Mayer le envío un telegrama desde Los Ángeles que decía: «Tendrías que darme un porcentaje. Stop. Yo te hice empezar a escribir. Stop. Mucha mierda. Stop. Si notas que el teatro apesta mucho a moho y quieres respirar el aire de California te espero con los brazos abiertos. Stop. L. B.». La expectación era palpable. Eléctrica. La obra aún no se había presentado y ya estaba en boca de todo el mundo.
Christmas se levantó y se asomó a la ventana. Miró el banco vacío, oscuro en medio del blanco de la nieve que recubría Central Park. También las calles estaban blancas. La gente caminaba rápido, cuidándose de no resbalar. Hombres y mujeres llevaban paquetes envueltos en papel de regalo en la mano.
Sintió que se sumía en una suave melancolía. Se estremeció. Cerró la ventana. Dio media vuelta. Su casa seguía desnuda. Ni un solo mueble, ni un sofá ni una alfombra. Sonrió. «Este apartamento es una auténtica mierda», había dicho Sal, mirando alrededor, cuando apareció para invitarlo a cenar en Nochevieja.
Christmas fue al dormitorio y miró el traje marrón que le había comprado su madre dos años antes. Un traje de pobres. De pobres dignos. El traje que lo había sacado de la calle. El protagonista de su comedia también tenía un traje marrón, pobre y digno. Christmas nunca se había desprendido de él. De vez en cuando lo sacaba, lo miraba, acariciaba el cuello y las mangas raídas y daba gracias a su madre. Lo apartó y cogió el traje azul, de lana, que le había regalado Santo. Para que fuera al teatro con María. Su primera vez. Su protagonista también tenía un traje azul, cálido, de lana, de Macy’s. Y, como él, tenía un auténtico amigo. Christmas puso el traje azul al lado del marrón. Descolgó de una percha un traje negro, elegante, hecho a medida, y se lo puso sobre la camisa blanca y la corbata fina que llevaba. Luego abrió la puerta del trastero y sacó dos paquetes envueltos en papel de regalo. Uno grande para su madre, otro minúsculo para Sal. Telefoneó a la portería y le pidió a Neil que llamara a un taxi. Se puso el abrigo de cachemira negro y salió a la calle.
Neil lo esperaba con la puerta del taxi abierta.
—Feliz año, Neil —dijo mientras entraba en el vehículo.
—Feliz año, míster Luminita —contestó Neil y cerró la puerta.
—A Monroe Street.
El taxista se volvió, con un codo apoyado en el asiento y lo miró, examinando la indumentaria elegante.
—¿Monroe Street? —preguntó perplejo—. ¿Sabe dónde está, señor?
—Perfectamente.
—Está en el Lower East Side.
—Hay sitios peores.
El taxista hizo una mueca, metió la marcha y partió.
Christmas lo miraba por el retrovisor y sonreía. Luego, cuando doblaron en Monroe Street, dijo:
—Pare al lado de aquel Cadillac.—Se bajó del taxi y pagó.
Un grupo de cuatro chiquillos daba vueltas alrededor del lujoso coche. Eran flacos y tenían la tez demacrada. Llevaban sombreros calados hasta las orejas y temblaban en sus ropas ligeras pero no se decidían a regresar a casa, fascinados por aquel coche que nadie en el barrio podía costearse.
—Por esta noche, dejadlo entero —dijo a los chiquillos, sonriendo.
Los chiquillos lo miraron con recelo. Aquel tipo tampoco vestía como nadie del barrio. No sabían quién era. Pero no tenía la pinta de un gángster. Era un memo de Upper Manhattan, sin duda. Un primo.
—¿Se ha perdido, señor? —preguntó uno de los chiquillos, más bajo que los otros pero con una mirada inteligente y avispada, metiéndose una mano en el bolsillo.
—No —respondió Christmas.
—¿Es suyo? —le preguntó el chiquillo señalando el Cadillac.
—No —contestó Christmas.
El chiquillo sacó la mano del bolsillo. Sujetaba una navaja automática oxidada e inofensiva, con la punta mellada.
—Pues métete en tus asuntos —soltó con un tono arrogante.
Christmas levantó las manos, en señal de rendición.
—Esta zona es nuestra —prosiguió el chiquillo.
—¿Y cómo os llamáis? —inquirió Christmas, sin bajar las manos.
El chiquillo se volvió hacia los otros tres con expresión turbada. Pero sus amigos no lo socorrieron. El chiquillo miró de nuevo a Christmas.
—Nosotros somos... —empezó a decir, y luego miró a derecha e izquierda, como buscando algo. Hasta que por fin su rostro resplandeció—. Nosotros somos los Diamond Dogs —dijo, hinchando el magro tórax.
Christmas sonrió.
—Hace años había por aquí una banda que se llamaba así.
El chiquillo se encogió de hombros.
—Se ve que han oído hablar de nosotros y se han pirado —dijo—. Ahora ese nombre es nuestro.
Christmas asintió.
—¿Puedo bajar las manos? —preguntó.
—Está bien, pero no hagas ninguna gilipollez —dijo el chiquillo, agitando la navaja en el aire.
—Descuida, no quiero que me rajes —repuso Christmas—. Eso sí, tengo que entrar ahí —añadió y señaló el portal de su vieja casa—. ¿Puedo?
El chiquillo se volvió hacia sus amigos.
—¿Lo dejamos ir?
A uno de los tres le entró la risa y se tapó la boca con la mano.
—Has tenido suerte, primo —dijo el chiquillo de la navaja—. Hoy estamos de buenas. Puedes irte. Por esta noche los Diamond Dogs te indultan.
—Nos vemos —se despidió Christmas y entró en el portal. Luego empezó a subir las escaleras, alegre.
—Oye —dijo detrás de él el chiquillo, dándole alcance en el rellano del entresuelo—.¿Qué hacían esos Diamond Dogs que tú conocías? —le preguntó—. ¿Eran famosos?
—Bastante. Pero usaban la cabeza, no pistolas ni navajas.
El chiquillo lo miró intrigado.
—¿Y quién era su jefe?
—Un tipo que tenía nombre de negro.
—Ah... —murmuró el chiquillo—. Yo me llamo Albert. Pero mis amigos me llaman Zip.
—Encantado, Zip —le saludó Christmas y le tendió la mano.
El chiquillo se quedó quieto.
—¿Para ti... Zip es un buen nombre para el jefe de los Diamond Dogs?
Christmas reflexionó durante un instante.
—Zip es un gran nombre.
Zip sonrió y le estrechó la mano.
—¿Y tú cómo te llamas?
—¿Yo? —Christmas se encogió de hombros—. Tengo un nombre tonto. Olvídalo.—Luego miró al chiquillo—. ¿Dónde vives? —le preguntó.
—Enfrente —dijo Zip.
—¿Y desde la ventana de tu casa ves la calle?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque podrías hacerme un gran favor, Zip —dijo Christmas con expresión seria—. Si te vas a tu casa en lugar de congelarte en la calle, a lo mejor podrías echarle un vistazo a ese Cadillac que está allí fuera. Si sé que el jefe de los Diamond Dogs lo vigila, me sentiré más seguro. —Se metió una mano en el bolsillo y extrajo un fajo de billetes enrollado, una manía que le recordaba a Rothstein. Cogió un billete de diez y se lo alargó al chiquillo—. ¿Qué me dices? ¿Se puede hacer?
Zip abrió los ojos como platos. Agarró el billete y lo giró por ambos lados delante de su nariz.
—Vale —respondió procurando dominar el tono de voz—. Veré lo que se puede hacer.
—Gracias, amigo —dijo Christmas sonriendo.
Pero Zip ya no lo escuchaba. Se había dado la vuelta y corría escaleras abajo. Christmas se quedó mirándolo sonriente, con una pequeña nostalgia en el corazón, luego fue a la puerta de su vieja casa y llamó.
—Has conseguido llegar, meoncete —dijo Sal al abrirle—. Pasa, que voy a enseñarte una casa de auténticos señores, no como la mierda de tu apartamento.
Christmas entró y abrazó a su madre.
Cetta estrechó su cara entre sus manos, lo besó y lo acarició.
—Estás flaco, niño mío —le dijo.
—No entiendo cómo no te has vuelto marica con una madre así —dijo Sal—. Déjalo en paz, Cetta.
Cetta rió, le quitó el abrigo a su hijo y contempló admirada su traje.
—Estás guapísimo. Sentaos a la mesa, ya está todo listo.
—No, tengo que enseñarle la casa —interrumpió Sal—. ¿Es que no puedo ni hacer eso con todo el dinero que me he gastado? —Cogió a Christmas por un brazo y, tirando de él, lo llevó por todo el piso, mientras le explicaba con pelos y señales los gastos de albañilería, fontanería, electricidad y mobiliario. Cuando llegaron al dormitorio no abrió la puerta—. Aquí dormimos tu madre y yo —se limitó a refunfuñar, en voz baja, empachado.
Christmas se volvió hacia Cetta y le sonrió.
—Y bien, ¿qué te parece la casa? —preguntó Sal cuando terminó el recorrido.
—Preciosa —dijo Christmas.
—¡¿Preciosa?! —tronó Sal—. No entiendes nada de casas, meoncete. Es un palacio. Un palacio de la leche.
—Tienes razón, Sal.—Christmas rió y luego fue al salón.
La mesa estaba puesta para tres. Cenaron pasta con albóndigas y pimientos, salchichas en su jugo, berenjenas rellenas de carne de cerdo y aceitunas negras. Y, para terminar, salami picante y queso de cabra, todo ello regado con un vino italiano denso y rojo rubí. Luego Sal fue a la nevera y sacó una caja de cartón y una botella.
—
Cassata
siciliana, una tarta de requesón exquisita —dijo—. Y vino espumoso dulce, no champán, esa mierda amarga.
Cuando todos tuvieron los vasos levantados para brindar, Sal dijo, con la cara abochornada:
—Le he pedido a tu madre que se case conmigo.
—¿Y tú qué le has respondido, mamá? —Christmas sonrió.
—¿Y qué coño debía responderme? —dijo Sal, agitándose en la silla y derramando un poco de espumoso sobre el mantel.
Cetta mojó el dedo en el vino espumoso derramado y lo pasó por detrás de la oreja de Christmas y después por la de Sal.
—Trae suerte —dijo.
—Me alegro por vosotros —indicó Christmas—. ¿Y cuándo?
—Ya veremos —farfulló Sal—. Una boda cuesta un montón de dinero y acabo de gastar mucho en la casa.
—Por vosotros dos —dijo Christmas.
—Y por tu comedia —añadió Cetta—. Falta poco...
Christmas sonrió.
—Dos semanas —murmuró en voz baja.
—Por tu comedia —dijo Sal.
—Y por el abuelo Vito y la abuela Tonia —continuó Cetta. Luego acarició la mano de Sal—. Estarían muy orgullosos de ti.
—Y por Mikey —dijo Sal apresuradamente.
—Y por Mikey —terminó Cetta, seria.
Bebieron el vino espumoso y comieron la
cassata
siciliana. Después Christmas cogió el paquete para su madre. Cetta lo desenvolvió excitada.
—Es para vuestra cama —dijo Christmas mientras su madre desplegaba una colcha grande bordada a mano, con una C y una S en el embozo.
Cetta lo abrazó y lo besó.
Sal le dio una palmada en el hombro.
—Gracias —le dijo.
—Es para mamá, tú no tienes que darme las gracias —le respondió Christmas al tiempo que palpaba el minúsculo paquete que tenía en el bolsillo de los pantalones. Luego fue a la ventana, la abrió y se asomó.
—Cierra, que entra frío y se me corta la digestión —dijo Sal.
—Solo estaba mirando una cosa —respondió Christmas.
—¿Qué? —preguntó Sal acercándosele y dándole un empujón para cerrar la ventana.
—¿Has visto ese coche?
Sal se asomó. Hizo una mueca de admiración
—Cadillac Serie 314 —dijo—. Ocho cilindros en V.
—Bonito —dijo Christmas.
—Mira que eres lerdo, meoncete. Ese coche es una joya.
—Me estaba preguntando de quién podría ser —dijo Christmas, introduciendo despacio el paquetito en el bolsillo de los pantalones de Sal—. Supongo que será de quien tenga la llave que lo abre. —Se hurgó los bolsillos, teatralmente—. Mío no es —dijo—. Y tú, mamá, ¿tienes la llave de ese Cadillac?
—No aguantas el alcohol, meoncete —bromeó Sal—. Cómo puedes imaginarte que tu madre... —Se interrumpió. Se puso serio. Miró a Christmas, que sonreía. Y también Cetta sonreía. Y entonces miró a la calle, con una expresión indescifrable. Acto seguido se introdujo una mano en el bolsillo, encontró el paquetito, lo desenvolvió en silencio y dio vueltas a la llave delante de los ojos. Empezó a menear la cabeza, apretando los labios y resollando, con los ojos rojos y el ceño fruncido, agitando en el aire un dedo, negro y grande, sin decir una sola palabra. Miró de nuevo el Cadillac que había en la calle. Luego se volvió hacia Cetta y Christmas, que lo contemplaban abrazados. Bufó como un toro. Uno, dos resoplidos, hinchando el tórax y apretando las manos.
Y de repente dio un violento puñetazo a una mesilla liviana en la que había un florero. Una pata de la mesilla se venció y esta se partió. El florero cayó al suelo y se hizo trizas.
—¿A ti qué coño te ha dado? ¡Tienes serrín en esa mierda de cerebro! —chilló, pisoteando con furia la mesilla y los trozos del florero—. ¡Un Cadillac Serie 314! ¡Tendré que alquilar un garaje para que no me lo destrocen! —y luego salió de la casa, dando un portazo tan fuerte que tiró un cuadro hecho a punto de cruz.
—Feliz año, míster Tropea —dijo una voz en el rellano.
—¡Que te den por culo! —se oyó gritar por las escaleras.
—¿Qué le pasa, mamá? —preguntó Christmas.
Cetta le sonrió.
—Se ha conmovido —dijo—. Luego se asomó a la calle.
Desde la ventana de su casa Zip vio que un hombre alto y robusto se acercaba al Cadillac. Fue hasta el capó, lo miró durante un instante, retrocedió y se puso a mirar el maletero. El hombre dio un puntapié a la llanta de una rueda pero enseguida se agachó, sacó un pañuelo y limpió bien la mancha que acababa de dejar.
El padre de Zip se colocó detrás de su hijo y le puso una mano en el cuello. A Zip le gustaba notar la mano grande y cálida de su padre en el cuello. Le hacía sentirse seguro.
—Bonito coche, ¿eh, Albert? —dijo el padre.
El hombre que estaba en la calle introdujo la llave en la puerta del Cadillac y la abrió. Se quedó mirando el interior sin entrar.
El padre de Zip abrió la ventana y se inclinó hacia el hombre que estaba en la calle.
—¡Bonito coche, míster Tropea! —gritó.
El hombre que estaba en la calle miró hacia arriba. Pero no dijo nada. Tenía una expresión embobada en la cara, pensó Zip. Luego el hombre, con cautela, entró en el coche. Lo arrancó y empezó a acelerar, haciendo que el motor alcanzara muchas revoluciones. Hasta un extremo exagerado.