Pero Dalmau parecía completamente inmune a sus desplantes, y volvía a la carga en pocos días con energías renovadas (y un ramo de rosas, una planta carnívora o un dildo de cristal que tenía pinta de costar una fortuna como ofrenda de paz).
En su día de fiesta, antes de comer, Nora se regaló una sesión de
beauty treatment
en su peluquería favorita.
No había pedido hora, pero últimamente se dejaba caer por allí un par de veces al mes y la trataban como a la cliente VIP en la que se había convertido. De esa peluquería le gustaba todo: era un espacio blanco, diáfano, con una decoración chulísima entre
vintage
y bohemia.
David, el dueño y maestro de ceremonias del salón, le recomendó cortar las puntas, y Nora, como siempre, pasó por todas y cada una de las fases en las que se planteaba diferentes peinados: corto, largo, rizado, alisado. Su peluquero le dio los pros y los contras de todos y cada uno de ellos sin perder la sonrisa. Por eso le gustaba tanto a Nora.
Para variar, después de soltarle todo el rollo y perder unos veinte minutos, le pidió el mismo corte de siempre pero «medio dedito más corto, y por favor no te pases que me daré cuenta».
Se acomodó en el sillón lavacabezas, y mientras notaba cómo su cuero cabelludo se relajaba gracias a las manos mágicas de David, se puso a practicar mentalmente el discurso que pronunciaría cuando le dieran un premio por su peli, algo que hacía de vez en cuando para desconectar la cabeza de cualquier otro pensamiento y con lo que entraba en un estado casi zen.
«Tú te ríes, pero si algún día me dan de verdad un premio, cuando salga a dar el discurso me van a dar otro premio también por él», le dijo a Henrik cuando una noche, en la que ambos estaban en avanzado estado etílico, le confesó su curiosa afición.
Nora se relajó tanto mientras agradecía a su madre y a su abuela que la hubieran ayudado a crecer como persona y como cineasta que se durmió durante unos minutos.
La despertó el sonido del teléfono móvil, dándole un susto mayúsculo. Últimamente se sorprendía a menudo a sí misma pensando en Matías cada vez que sonaba el móvil. Por supuesto no estaba entre sus planes concederle una tercera oportunidad a ese pedazo de cretino, pero eso no implicaba que no le deseara, a veces hasta con un sentimiento casi de violencia.
Cada vez que sonaba su teléfono, algo dentro de ella esperaba que fuera él. Cada sms recibido hacía que el corazón se le saliera un poco del sitio. Aunque fuera para responderle que no quería verle, ni muerta, bajo ninguna circunstancia. Solo para sentir que de alguna manera seguía siendo importante para él, que todo lo que había entre ellos no había sido solo fruto de la imaginación enamoradiza de Nora.
Pero, claro, nunca era él.
Y cada vez cogía el teléfono de más mala gana, y hasta le estaba cogiendo manía al aparato en cuestión.
No había día en el que no pensara cómo sería su vida en ese momento si su relación con Matías hubiera ido bien en lugar de ser un auténtico desastre. Le imaginaba sentado a su lado en el sofá, comiendo palomitas y analizando una película de Bergman o de Ang Lee, en calzoncillos en la cocina preparando un plato de pasta, en la ducha pidiéndole que le pasara el champú mientras ella se secaba el pelo o follando apasionadamente un domingo por la mañana, antes de salir a comprar los periódicos y a tomar el aperitivo.
Y además, por supuesto, no podía contarle esto a nadie, porque la habrían tomado por idiota profunda, lo que lo hacía todo todavía más triste y frustrante. Era la primera vez que se sentía así, más triste que enfadada, nada dispuesta a perdonar, pero sin tener la opción de quitárselo de la cabeza. Como un antojo que le atacaba desde dentro de su estómago de un plato que sabía que no podía ni debía comer.
Pero no era Matías, sino una llamada mucho más previsible, Xavier Dalmau.
—¡Hola, Xavi! Perdona, es que antes me has pillado en la peluquería…
—Buenos días,
sweetie
. ¿Qué tal? Hoy es nuestro día, ¿no? Mejor dicho, nuestra noche. Espero que este «finde» no me pongas excusas, como que tienes que trabajar en ese guion que nunca me dejas leer, porque tengo un sitio al que llevarte.
Esta vez fue Nora la que interrumpió la conversación. Le agobiaba que le intentara sonsacar todo lo que tenía que ver con la película, de que se ofreciera continuamente —sin hacer ni caso de sus reiteradas negativas— a ayudarla, a presentarle a este o a aquel o a producirle él mismo una película que apenas sabía de qué iba, asegurándole siempre que no lo hacía porque se acostaran, sino porque creía ciegamente en su talento. Así que cada vez que él sacaba lo de su película, ella cambiaba de tema ipso facto y sin molestarse ni siquiera en disimular.
—Sí, claro, veámonos esta noche. ¿Vamos al cine? Yo había pensado en ir a la filmoteca y después a cenar.
—Pues yo llevo tres días pensando en sentarte encima de mí, desnudarte y lamerte los pezones, y también morderlos un poco mientras te cojo fuerte el culo, hasta que te queden mis dedos marcados. Después te toco donde tú ya sabes, despacio, y te miro a los ojos mientras tú te vas poniendo cachonda, cada vez más, y al final me pides que te folle… ¿Es esa la película que querías ver? —preguntó su amigo, arrancándole una carcajada.
—Lo mío era más bien una cosa de cine
indie
que de porno, pero tu plan tampoco es que me parezca mal —respondió Nora mientras notaba un ligero cosquilleo en la boca del estómago y, por un instinto casi animal, se humedecía los labios.
—Escucha,
rouge
, que esto va en serio —le dijo Xavier—. Ven hoy conmigo, no te arrepentirás. Es una oportunidad única en la vida, Nora. Esta noche verás cosas que nunca olvidarás… —contestó en un tono tan serio que hizo que a Nora se le escapara ya del todo la risa—. Quizás hasta te inspiras para el guion de tu peli.
—Vale, vale, te creo. Y supongo que no puedes contarme más porque si no tendrías que matarme, y esas cosas. ¿Cómo quedamos?
—Te recojo a las ocho debajo de tu casa. Tengo tantas ganas de verte, de tocarte… Te prometo que hoy te voy a sorprender. Ponte guapa por dentro y por fuera, ¡hasta luego,
pretty
!
Nora salió de la peluquería y se dirigió al restaurante Grande Italia, donde el sincero abrazo de Joanna acabó de templarle el ánimo. Dos copas de
prosecco
, unas muestras del ácido humor de su amiga y la tapa de parmesano con reducción de vinagre de Módena que le puso en la mesa el camarero la pusieron casi, casi, en paz con el universo. Su amiga, en cambio, parecía de muy mal humor, se tomaba las copas de vino de un solo trago y hablaba en voz muy alta, como esforzándose para que la oyera todo el mundo. Cuando la conversación cambió de derroteros, Nora se dio cuenta rápidamente de por dónde iba la cosa, y pidió a Joanna que saliera fuera con ella a tomar el aire.
Se sentaron en un banco del paseo del Born, donde daba el sol de lleno.
Joanna, guapísima como siempre, con esos vaqueros ajustadísimos que solo ella podía llevar con dignidad, sus tacones vertiginosos, el moño de institutriz y los labios rojos entre los que colgaba un cigarrillo recién encendido. Llevaba una copa de vino en la mano, que vació de golpe y tiró contra el empedrado, asustando a una bandada de palomas que picoteaban restos de comida.
—¿Qué te pasa? —preguntó Nora—. Y por favor, no me digas que nada, porque es muy evidente que te pasa algo…
—Pues claro que me pasa algo. El capullo de Diego me tiene hasta el mismísimo coño, así te lo digo. Lleva dos años diciéndome que va a dejar a su mujer, y al final nunca lo hace. Al principio fue porque ella estaba embarazada, el año pasado porque tenían un niño pequeño, y no podía dejarla sola. Ahora que el bebé ya no es tan bebé y estábamos buscando un piso para mudarnos juntos, resulta que el muy cabrón ha vuelto a dejarla embarazada. —Joanna fumaba con rabia, consumiendo visiblemente el cigarrillo con cada calada—. Pues ya me dirás. Si él (que dice que ya no la quiere y que apenas follan, ¡ja!) la sigue dejando embarazada cada año y medio, ya me contarás en qué lugar me deja eso a mí. Le voy a dar una patada en el culo que lo voy a mandar a la estratosfera, y te juro que será el satélite más feo del puto sistema solar.
Nora rompió a reír a carcajadas. Joanna era divertida incluso sin pretenderlo, y ella misma empezó a reírse mientras dos lagrimones corrían por sus mejillas.
—No te rías, Nora, que lo digo en serio. Estoy harta: harta de él y harta de mi trabajo, que consiste básicamente en estafar a niños pijos alquilándoles pisos a precios obscenos. Lo dejo. Yo paso: en serio, lo dejo todo… todo… A lo lejos vieron acercarse a Henrik, que fumaba un cigarrillo. Sonreía como para sí mismo, ya que todavía no las había visto. Cuando pasó por su lado, aún sin verlas, Joanna, le dio una sonora palmada en el culo, y él gritó, asustado.
—¿Qué hacéis aquí fuera, tías buenas? Venid dentro y pidamos una… —Su mirada se dirigió hacia los restos de la copa que su amiga había destrozado poco antes—. ¿O tal vez debo decir «otra» botella?
Entraron, los tres cogidos del brazo, felices de verse y de tenerse los unos a los otros. Una vez dentro y con sendas copas, mientras Joanna lanzaba furiosas miradas a Diego —visiblemente preocupado ante la posibilidad de que su futura examante le montara una escena de las que no se olvidan—, Henrik les contó a ambas la noticia que le había avanzado a Nora esa misma mañana.
—Una agencia de viajes alemana, pero con sedes en todo el mundo, me ha pedido que me ocupe de una nueva facción del negocio. Han visto que en Estados Unidos está empezando a funcionar muy bien el turismo gay, unas agencias de viaje especializadas que organizan viajes para gays solteros o en pareja a diferentes ciudades, con rutas de interés para el colectivo, etc. Quieren que imitemos el modelo de negocio, y que yo sea el máximo responsable.
Las dos amigas le aplaudieron, le abrazaron y pidieron otra botella en su honor, felicitándole calurosamente por la gran noticia.
—Pero ¡eso es genial, Henrik! Cuando me lo has contado parecías preocupado o triste, ¡y por eso creía que había pasado algo malo!
—Bueno, es que hay una parte un poco más triste. La sede central de la agencia está en Berlín, así que tendré que mudarme allí por lo menos durante cuatro o cinco años…
A Nora casi se le cayó la copa de las manos de la impresión, pero su talante nórdico le impidió comunicarle a Henrik lo que sentía para no estropearle el día. Aunque, como él era igual de nórdico que ella, era muy difícil engañarle, y con solo mirarla a los ojos se dio cuenta de que algo dentro de ella se acababa de romper en mil pedazos.
—Nora, ¡ven conmigo! ¡Empecemos de nuevo en otra ciudad! Será genial, seguro que encuentras trabajo en seguida, ¡a lo mejor tu misma empresa también produce programas allí! Es una multinacional, ¿verdad?
Nora sonrió, y le prometió que lo pensaría, pero estaba claro que aquellos planes acababan allí y en ese mismo instante.
Aunque tal vez el futuro volviera a unirlos en algún momento —y estaba claro que serían amigos para toda la vida—, no sería en Berlín y en esa ocasión.
El resto de la comida tuvo el sabor agridulce de las despedidas. Aunque todavía le quedaban un par de semanas para marcharse, y Henrik les repitió como una docena de veces que «tampoco me voy a Australia, chicas, que Berlín está a poco más de una hora de avión», no acabaron de levantar cabeza. El vino, en lugar de animarlos como de costumbre, les dio sueño, y cuando Henrik y Joanna renunciaron al café porque querían dormir un rato, Nora recordó que esa noche tenía planes y decidió subir a casa a hacer lo mismo.
Se tumbó en el sofá y cogió uno de esos cómics que nunca tenía tiempo de leer, y lo ojeó durante un rato.
Cuando estaba a punto de dormirse se iluminó y pensó que descansaría mucho mejor después de un orgasmo, y usó su vibrador favorito, uno en forma de conejito, para conseguir uno rápidamente y sin demasiados preliminares.
«A veces el sexo debería ser así», pensó Nora después de humedecerse los dedos con saliva para lubricar el conejito. «Práctico, sin tonterías. Hay que tomárselo como si fuera una medicina, una clase de yoga o una de gimnasia. Casi como tocar un interruptor y correrte como si te atravesara una bala…».
No pudo pensar mucho más, porque empezó a notar las primeras contracciones. Mientras jadeaba, se acordó de los vecinos y sus ruidosos despertares, y por un momento casi se desconcentra.
Pero no fue así, y un minuto después dormía como un bebé.
Tuvo sueños rarísimos en los que aparecían conejos gigantes que la perseguían con la intención clara de violarla. Matías estaba allí, mirando cómo iban detrás de ella, cada vez más cerca, pero no hacía nada para ayudarla. Nora le llamaba, y él se giraba y se iba, abandonándola a su suerte. Al final, después de lo que le parecieron horas de angustiosa huida, cuando un conejo estaba a punto de atraparla y desgarrarla con una gran polla rosa, Nora se despertó de golpe dando un grito.
Miró el reloj, y faltaban justo cinco minutos para que sonara la alarma que había programado antes de dormirse. Prometiéndose a sí misma no volver a masturbarse usando juguetitos con forma de animal, se preparó para la noche prometedora.
En un claro homenaje a su amiga Joanna —que posiblemente a estas alturas estaba quemando su restaurante italiano favorito con el propietario dentro—, se puso una falda de tubo negra, una blusa clara de blonda y se hizo un moño alto. Pensó en no ponerse medias, como cada primavera le apetecía que le diera el aire en las piernas, pero estaba tan pálida que al final optó por unas de redecilla.
Un poco de máscara y pintalabios rojo (que tuvo que buscar en el fondo de su estuche de maquillaje, porque hacía años que no usaba), un lunar pintado en el pómulo derecho para darle un punto teatral al
look
y un toque de perfume y dio el estilismo por terminado.
Cuando se miró al espejo de cuerpo entero que presidía su vestidor, se quedó alucinada con lo que vio.
¿Esa mujer era ella? Parecía cinco años más mayor, más sofisticada, más segura de sí misma. Nunca se había visto como una mujer-mujer, pero así vestida (un poco disfrazada, en realidad) no había duda de que lo era.
Se puso unas gafas de sol y practicó todo tipo de miraditas y morritos para quitarle importancia al asunto hasta que una llamada perdida la avisó de que era el momento de bajar. Cogió un bolso pequeño, las llaves, algo de dinero y las tarjetas (aunque sabía que Xavi no le iba a dejar pagar nada) y llamó al ascensor.