La canción de Troya (44 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La canción de Troya
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—¿Por qué has venido a verme? —le pregunté.

—Para informarte de un acontecimiento singular antes que nadie —respondió.

—¿Un acontecimiento singular?

—Esta madrugada unos soldados han ido a pescar a orillas del Simois y, al despuntar los rayos del sol, han distinguido algo que flotaba en las aguas. Se trataba del cadáver de un hombre. Corrieron en busca del oficial de guardia, que recogió el cuerpo, y resulta que era Calcante. Calculan que falleció poco después del anochecer.

Me estremecí.

—¿Y cómo murió?

—Presentaba una herida espantosa en la cabeza. Un oficial de Áyax recordó haberlo visto pasear por lo alto del acantilado en la orilla opuesta del Simois cuando el sol se ponía. El oficial jura que se trataba de Calcante, ya que era el único que llevaba vestiduras largas y holgadas en nuestro campamento. Debió de tropezar y caer de cabeza.

Contemplé su aspecto pesaroso mientras en sus hermosos ojos grises brillaba una luz piadosa. ¿Sería posible? ¿Era así? Con un estremecimiento de profundo terror me pregunté si se habría abrumado con un nuevo pecado en la larga lista de los que ya se decía que pesaban sobre él. Añadir el crimen de un alto sacerdote al sacrilegio, profanación, blasfemia, ateísmo y crimen ritual constituía una lista que superaba a Sísifo y Dédalo juntos. El descreído Ulises, sin embargo, era amado por los dioses. Una paradoja mortal: rey y bribón, todo en una pieza.

Leyó mis pensamientos y sonrió débilmente.

—¡Aquiles, Aquiles! ¿Cómo puedes pensar semejante cosa ni siquiera de mí? —Prorrumpió en una risita—. Si deseas saber mi opinión, creo que ha sido obra de Agamenón.

Capítulo Veintitrés
(Narrado por Héctor)

N
o llegaban noticias de Pentesilea, la reina de las amazonas se demoraba en su lejano páramo mientras Troya aguardaba angustiada; el destino de la ciudad dependía del capricho de una mujer. La maldije y maldije a los dioses por permitir que una mujer siguiera ocupando algún trono tras el fin de la Antigua Religión. Aunque había desaparecido el dominio absoluto de madre Kubaba, la soberana Pentesilea reinaba inalterable. Demetrio, mi valioso esclavo fugado del campamento griego, me informó de que ni siquiera había comenzado a convocar a las mujeres de sus innumerables tribus. No vendría antes de que el invierno cerrara los desfiladeros.

Todos los presagios auguraban que la guerra finalizaba en aquel décimo año. Sin embargo, mi padre aún vacilaba humillándose a sí mismo y a Troya en la espera de aquella mujer. Yo rechinaba los dientes ante tamaña injusticia y hacía campaña en las asambleas, pero él estaba muy resuelto y se negaba a ceder. Una y otra vez le aseguraba que yo no correría personalmente ningún peligro por causa de Aquiles, que nuestras excelentes tropas podían mantener a raya a los mirmidones y que podíamos vencer al enemigo sin la ayuda de Memnón ni Pentesilea. Incluso cuando le informé a mi padre del retraso de las amazonas según noticias recibidas de Demetrio, él se mantuvo inflexible diciendo que si Pentesilea no llegaba antes de que comenzara el invierno, se conformaría con aguardar hasta el undécimo año.

Puesto que todo el ejército griego se hallaba en la playa, nos habíamos aficionado a recorrer de nuevo las almenas y a contemplar los diversos estandartes que ondeaban sobre las edificaciones griegas. En la orilla del Escamandro, en un lugar donde un muro interno dividía algunos barracones, aparecía un pendón, que yo no había visto anteriormente, en el que figuraba una hormiga blanca sobre fondo negro que sostenía un relámpago rojo en sus mandíbulas. Era el dominio de Aquiles, el eácida, y su estandarte mirmidón. El rostro de la Medusa no infundiría más pavor en los corazones troyanos.

Asistía a todas las asambleas y me veía obligado a escuchar cuestiones mezquinas mientras mis lomos ardían por el ansia de entrar en combate. Alguien debía hallarse presente para protestar de que el ejército se mantuviera agotado y en exceso adiestrado, alguien tenía que vigilar que el rey le dirigiera su evidente atención dormida y para ver sonreír a Antenor, enemigo de cualquier acción positiva.

En el día que cambió nuestras vidas no advertí ninguna diferencia cuando acudí malhumorado a la asamblea. Los cortesanos parloteaban despreocupados, haciendo caso omiso del estrado donde se hallaba el trono, al pie del cual exponía su caso un demandante. En realidad se trataba de un litigio extraordinario relacionado con el alcantarillado que desaguaba los excrementos y las aguas de las tormentas de la ciudad de Troya en la sucia corriente del Escamandro. Al hombre se le había denegado el acceso a tales servicios para su nuevo edificio de pisos y estaba muy irritado.

—¡Tengo cosas mejores que hacer que discutir el derecho de un grupo de aburridos burócratas a frustrar a honrados contribuyentes! — le gritaba a Antenor que, en su calidad de canciller, defendía a las autoridades sanitarias municipales.

—¡No has recurrido a la persona adecuada! —replicó Antenor.

—¿Acaso somos egipcios? — exclamó el terrateniente, que agitaba los brazos airado—. Hablé con la persona habitual y me autorizó. Luego, antes de poder establecer la conexión, se presentó un pelotón de efectivos para prohibirlo. ¡Es preferible vivir en Nínive o en Karkemish! En cualquier otro lugar… donde los burócratas no consigan paralizar las empresas con sus absurdas normas. Te aseguro que Troya está tan paralizada como Egipto. ¡Voy a emigrar!

Antenor ya se disponía a responder para salir a la palestra en defensa de sus queridos burócratas cuando un hombre irrumpió en la sala.

Yo no lo reconocí, pero Polidamante sí.

—¿Qué sucede? —le preguntó Polidamante.

El hombre gruñó, pues se había quedado sin aliento, se humedeció los labios, intentó hablar y concluyó señalando frenéticamente a mi padre que se inclinaba hacia él olvidando la cuestión de las alcantarillas. Polidamante acompañó al individuo hasta el estrado y lo ayudó a sentarse en el último peldaño al tiempo que hacía señales para que le sirvieran agua. Incluso el airado terrateniente percibió que se avecinaba algo más importante que las aguas residuales y se apartó discretamente, aunque no demasiado, para poder captar lo que se diría.

El agua y unos momentos de descanso permitieron que el hombre recuperase el uso del habla.

—¡Grandes noticias, mi señor!

Mi padre se mostró escéptico.

—¿De qué se trata? —inquirió.

—Señor, al amanecer me encontraba en el campamento griego asistiendo a un augurio convocado por Agamenón para predecir la causa de una epidemia que ha acabado con diez mil de sus hombres.

¡Diez mil griegos fallecidos por causa de una enfermedad! Llegué casi corriendo junto al trono. ¡Diez mil hombres! Si mi padre no podía comprender lo que aquello significaba, estaba cegado a toda razón y Troya debía sucumbir. ¡Diez mil griegos menos, diez mil troyanos más! ¡Oh, que mi padre me dejara salir al frente de nuestro ejército! Me disponía a rogárselo cuando comprendí que el hombre aún no había acabado, que no nos había comunicado todas sus noticias. Guardé silencio.

—Se ha producido un terrible altercado entre Agamenón y Aquiles que ha dividido al ejército, señor. Aquiles se ha retirado de las filas con sus mirmidones y el resto de tesalios. ¡Aquiles no combatirá a favor de Agamenón, señor! ¡Ha llegado nuestra hora!

Me aferré al respaldo del trono en busca de apoyo, el terrateniente chilló alborozado, mi padre permanecía inmóvil, palidísimo. Polidamante miraba incrédulo a aquel hombre mientras Antenor se apoyaba lánguido en una columna y el resto de los presentes parecían haberse convertido en piedra.

De pronto sonó una risa sonora y entrecortada.

—¡Cómo caen los poderosos! —gritó mi hermano Deífobo con voz estentórea—. ¡Cómo caen los poderosos!

—¡Silencio! —exclamó mi padre. Y a continuación se dirigió al hombre: —¿Por qué? ¿Qué ha causado tal disensión?

—Se trataba de una mujer, señor —repuso el hombre ya más sosegado—. Calcante había exigido que Criseida, que había sido entregada al gran soberano como parte del botín de Lirneso, fuese enviada a Troya. Dijo que el dios Apolo se sentía tan ultrajado por su captura que había desencadenado la plaga y que no la retiraría hasta que Agamenón renunciara a su presa. Agamenón se vio obligado a obedecer. Aquiles se burló, se mofó de él, y entonces el gran soberano le ordenó que le entregase a Briseida, su propia cautiva de Lirneso, en compensación. Así lo hizo Aquiles, pero en aquel momento se retiró de la lucha con todos los hombres a su mando.

A Deífobo esto aún le pareció más divertido.

—¡Por una mujer! ¡Un ejército partido en dos por causa de una mujer!

—¡No es exactamente la mitad! —intervino Antenor secamente—. Los que se han retirado no pueden representar más de quince mil efectivos. Y si una mujer puede dividir a un ejército, no olvidéis que precisamente fue otra mujer quien trajo aquí a ese mismo ejército.

Mi padre golpeó en el suelo con su cetro.

—¡Contén tu lengua, Antenor! ¡En cuanto a ti, Deífobo, estás borracho!

Centró de nuevo su atención en el mensajero y le preguntó:

—¿Estás seguro de esas noticias?

—¡Oh, sí, yo estaba allí presente, señor! ¡Lo vi y lo oí todo! Un gran suspiro se difundió por la sala y el ambiente se aligeró en un instante. Donde antes reinaban el pesimismo y la apatía ahora brillaban las sonrisas. Los hombres se estrechaban las manos y se extendió un murmullo de satisfacción. Sólo yo me afligía. Me parecía que Aquiles y yo estábamos destinados a no enfrentarnos jamás en el campo de batalla. Paris avanzó pavoneándose hacia el trono.

—Querido padre, cuando estuve en Grecia me enteré de que la madre de Aquiles, que es una diosa, bañó a todos sus hijos en las aguas del río Éstige para hacerlos inmortales. Pero cuando sostenía a Aquiles por el talón derecho algo la sobresaltó y se olvidó de sumergirlo cogiéndolo por el otro pie, por esa razón Aquiles es mortal. ¿Pero quién iba a imaginar que su talón derecho sería una mujer, la tal Briseida? La recuerdo, era sorprendente.

El rey le lanzó una mirada fulminante.

—¡He dicho que ya basta! ¡Cuando reprendo a un hijo, mi censura se extiende a todos vosotros, Paris! No es asunto para bromear, sino de suma importancia.

Paris pareció alicaído. Lo observé y me inspiró compasión. Durante los dos últimos años había envejecido. La dureza de la cuarentena se infiltraba de modo inexorable en su pellejo y malograba su esplendor juvenil. Aunque en otros tiempos había fascinado a Helena, ahora la aburría. Toda la corte estaba al corriente de ello. Como también de que ella mantenía una relación amorosa con Eneas. Aunque, a decir verdad, poca satisfacción obtendría de ello, pues Eneas se amaba a sí mismo más que a nadie.

Pero nunca era posible descifrar sus pensamientos. Tras las duras palabras que nuestro padre le había dirigido a Paris, ella se limitó a apartarse de la mano de su esposo y a desplazarse a cierta distancia. Ni en su rostro ni en sus ojos apareció el menor destello de emoción. Entonces advertí que no era totalmente enigmática: fruncía los labios en una mueca de presunción. ¿Por qué? Ella conocía a aquellos reyes griegos. ¿Por qué entonces?

Me arrodillé ante el trono.

—Padre —dije con firmeza—, si estamos predestinados a expulsar a los griegos de nuestras playas, ha llegado el momento. Si realmente te contenía la presencia de Aquiles y los mirmidones cuando yo te lo pedía, la razón de tu rechazo ha desaparecido. Además la epidemia ha reducido en más de diez mil efectivos al enemigo. Ni siquiera con Pentesilea y Memnón tendríamos mejor oportunidad que ésta. ¡Autorízame a entrar en combate, señor!

Antenor se adelantó hacia nosotros. ¡Ah, siempre Antenor!

—Te ruego que, antes de comprometernos, me concedas un favor. Permíteme enviar a uno de mis hombres al campamento griego para comprobar lo que dice este hombre de Polidamante.

Polidamente asintió con energía.

—Excelente idea, señor —dijo—. Debemos confirmarlo.

—Entonces tendrás que aguardar algo más mi respuesta, Héctor —me dijo el rey Príamo—. Antenor, designa a una persona de tu confianza y envíala en seguida allí. Esta noche convocaré otra asamblea.

Mientras aguardábamos fui con Andrómaca a las murallas, en lo alto de la gran torre del noroeste que daba directamente a la playa ocupada por los griegos. El diminuto punto del estandarte aún se agitaba sobre el recinto de los mirmidones, pero el escaso movimiento de los hombres por su interior delataba que no existía relación entre el campamento mirmidón y sus vecinos. Nos pasamos la tarde observando, sin pensar siquiera en comer; aquella prueba evidente de desunión en el campamento griego fue todo el sustento que precisamos.

Al anochecer regresamos a la Ciudadela, más confiado ya en que el enviado de Antenor confirmara la historia. El hombre llegó antes de que pudiéramos impacientarnos y con breves frases repitió rápidamente lo que nos había dicho el enviado de Polidamante. Se había producido un terrible enfrentamiento y Agamenón y Aquiles no podían reconciliarse.

Helena estaba junto al muro opuesto, muy alejada de Paris, tratando abiertamente de atraer la atención de Eneas. Su sonrisa enmascaraba la certeza de que, por el momento, los rumores que circulaban sobre el dárdano y ella se habían eclipsado ante las noticias de la pelea. Cuando Eneas se le acercó, ella le puso la mano en el brazo y lo miró insinuante en descarada invitación. Pero a mí él no me engañaba. No le hacía caso. ¡Pobre Helena! Si Eneas se viera obligado a escoger entre sus encantos y los de Troya, me constaba por cuáles se inclinaría. Era un hombre admirable, sí, pero que se consideraba demasiado importante.

Sin embargo, ella no pareció desconcertada por su brusca marcha. Volví a preguntarme qué pensaría de sus compatriotas. Conocía perfectamente a Agamenón. Por unos momentos pensé en la posibilidad de interrogarla, pero me acompañaba Andrómaca, que la aborrecía. Decidí que lo poco que podría sonsacarle no valdría la pena ante el varapalo verbal que recibiría de Andrómaca si se enteraba de ello.

—¡Héctor! —me llamó mi padre.

Acudí junto al trono y me arrodillé ante Príamo.

—¡Te entrego el mando de mi ejército, hijo mío! Envía heraldos que ordenen la movilización para el combate dentro de dos días, al amanecer. Di al vigilante de la puerta Escea que engrase la piedra y sus guías y que unza los bueyes. Durante diez años hemos estado encarcelados, pero ahora saldremos para expulsar a los griegos de Troya.

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