El proyectil llegó desde lejos y ya caía en el suelo cuando halló su objetivo en el pie del argivo. Diomedes se quedó ensartado en tierra, maldiciendo y agitando el puño en el aire mientras Paris se escabullía. Troya también tenía su Teucro.
—¡Agáchate y arráncala! —le grité a Diomedes mientras me acercaba a él con buen número de mis hombres.
Así lo hizo y yo le arrebaté una hacha a un cadáver que ya no la necesitaba. No era el arma que hubiera escogido normalmente porque me resultaba de manejo torpe y pesado, pero para defenderse de un círculo de enemigos no tenía igual. Decidido a poner a salvo a Diomedes manejé el espantoso objeto ferozmente hasta que él se alejó cojeando penosamente, por completo inútil para el combate.
En ese momento también yo caí. Alguien logró alcanzarme con su lanza en la pantorrilla, algo más abajo de los tendones de la corva. Mis hombres me rodearon hasta que logré arrancarmela, pero su punta también tenía púas y se llevó consigo un gran fragmento de carne. Puesto que perdía sangre en abundancia tuve que taponar la herida con un jirón de tela arrancado a las ropas de otro cadáver.
Conseguí llegar junto a Menelao y sus espartanos, que acudían en nuestra ayuda. En aquel momento apareció Áyax y ellos dos se apartaron para que pudiera introducirme en la parte posterior del carro de Menelao. ¡Qué magnífico guerrero era Áyax! Le hervía la sangre, difundía alrededor de sí una fortaleza que yo nunca había poseído y obligaba a retroceder a los troyanos. Sus soldados, como de costumbre, se sentían tan orgullosos de él que lo seguían a donde fuera. Algún jefe troyano respondió enviando más hombres hasta que se quedaron atestados contra el hacha de Áyax por el propio peso que los empujaba. Con mayor rapidez que nuestros valerosos soldados y el poderoso Áyax lograban derribarlos, surgían de nuevo otros como los dientes del dragón.
Aliviado al ver desaparecer a Héctor, yo había vuelto a hacerme útil convocando a una concentración de fuerzas en la zona. Eurípilo, que era el más próximo, llegó por un lado muy oportunamente para recibir en su hombro una flecha de Paris. Macaón, que también se aproximaba entonces, corrió la misma suerte. ¡Paris! ¡Qué gusano! No malgastaba sus flechas en los hombres corrientes, sino que simplemente acechaba en algún lugar cómodo y seguro y aguardaba a que apareciera por lo menos un príncipe. En lo que se diferenciaba de Teucro, que disparaba siempre a cualquier objetivo que se le presentase.
Fuera como fuese, por fin conseguí internarme tras las líneas y me encontré a Podaliero, que asistía a Agamenón y a Diomedes, quienes aguardaban desconsolados lo más próximos del lugar. Al vernos llegar a Macaón, a Eurípilo y a mí, se horrorizaron.
—¿Por qué tienes que luchar, hermano? —se quejó Podaliero mientras ayudaba a Macaón a apearse.
—Cuida primero de Ulises —masculló su hermano, que manaba sangre lentamente a causa de una flecha clavada en su brazo.
De modo que en primer lugar revisó y vendó mi herida; a continuación atendió a Eurípilo, en cuyo caso decidió sacar la flecha por el lado opuesto al que había entrado por temor a que causara más daño en el interior del hombro que si era extraída normalmente.
—¿Dónde está Teucro? —pregunté mientras me dejaba caer junto a Diomedes.
—Hace rato que lo he hecho salir del campo —dijo Macaón, que aún aguardaba a que llegara su turno—. La herida que Héctor le infligió ayer se hinchó tanto como la piedra que él le arrojó. Tuve que abrir el bulto y drenar parte del fluido. Le quedó el brazo totalmente paralizado, pero ahora ya puede moverlo.
—Nuestras filas están menguando —dije.
—Demasiado —observó Agamenón con aire sombrío—. Y los soldados también se dan cuenta de ello. ¿No adviertes el cambio?
—Sí —respondí al tiempo que me ponía en pie y me tanteaba la pierna—. Sugiero que regresemos al campamento antes de que nos sorprenda una oleada de pánico. Creo que el ejército no tardará en regresar a la playa.
Aunque yo había sido el responsable, la retirada fue un golpe para mí. Quedaban pocos soberanos que mantuvieran unidos a los hombres; de los jefes más importantes sólo Áyax, Menelao e Idomeneo no habían sido heridos. Un sector de nuestras líneas se había disuelto y el olor a putrefacción se difundía con sorprendente velocidad. De pronto el ejército en pleno dio media vuelta y huyó para ponerse a salvo en nuestro campamento. Héctor gritó con tal fuerza que lo oí desde donde me encontraba en lo alto de nuestro muro, luego los troyanos persiguieron a nuestros hombres, aullando como perros hambrientos. Aún se precipitaban nuestros soldados por el camino superior que cruzaba el Simois con los troyanos pisándoles los talones cuando Agamenón, palidísimo, dictó órdenes. La puerta fue cerrada antes de que el último, y el más valiente, pudiera entrar. Cerré mis ojos y mis oídos. ¡La culpa es tuya, Ulises! ¡Totalmente tuya!
Era demasiado temprano para que cesara la lucha, por lo que Héctor trataría de escalar nuestro muro. Nuestras tropas, que deambulaban por el campamento, dedicaron algún tiempo a reagruparse y comprender que en ese momento su función consistía en defender las fortificaciones. Los esclavos corrían de un lado a otro transportando grandes calderos y cubas de agua hirviendo para arrojarlas en las cabezas de aquellos que intentaran escalar el muro; no nos atrevíamos a utilizar aceite por temor a incendiarlo. Ya había piedras amontonadas a lo largo del camino superior, acumuladas allí para tal emergencia desde hacía años.
Los frustrados troyanos se agruparon a lo largo de la zanja y sus jefes pasearon arriba y abajo en sus carros apremiando a sus hombres para que de nuevo formasen filas. Héctor conducía su carro áureo, confiado al cuidado de su antiguo auriga Quebriones. Pese a los días de amargo conflicto transcurridos, se veía erguido y seguro de sí mismo. Mejor que así fuera. Apoyé la barbilla en las manos mientras nuestros hombres comenzaban a llenar los espacios que me rodeaban en lo alto del muro y a instalarse para ver cómo se proponía asaltarnos Héctor: si estaba dispuesto a sacrificar a muchos hombres o si había ideado algún proyecto mejor que la simple fuerza bruta.
L
os encerré en sus propias defensas como corderos; tenía la victoria en la palma de la mano. Yo, que había vivido entre murallas desde el día en que nací, sabía mejor que ningún ser vivo cómo atacarlas. Ninguna muralla, salvo las de la propia Troya, era invulnerable. Había llegado el momento que esperaba. Me regocijé con la derrota de Agamenón prometiéndome que le haría sentir a aquel ser orgulloso la desesperación que nosotros habíamos soportado desde que sus mil naves asomaron detrás de Ténedos. Las cabezas se alineaban tras su patético muro mientras yo pasaba en mi carro acompañado de Polidamante. El bueno de Quebriones había ido a buscar agua para los caballos.
—¿Qué piensas? —le pregunté a Polidamante.
—Bien, no nos enfrentamos a ninguna Troya, Héctor, pero son unas murallas difíciles. Los dos pasos elevados están separados de un modo muy inteligente. Y lo mismo sucede con la zanja y la empalizada. ¿No adviertes el error que han cometido?
—¡Naturalmente! La abertura entre la muralla y la zanja es demasiado amplia —le respondí—. Utilizaremos sus caminos superiores, pero no atacaremos sus puertas. Las usaremos para cruzar la empalizada y la zanja y luego introduciremos a nuestros hombres tras la zanja para atacar el propio muro. No es fácil extraer piedra en esta zona, por lo que habrán tenido que construirla de madera, salvo las torres de vigilancia y los contrafuertes.
Polidamante asintió.
—Sí, yo haría lo mismo, Héctor. ¿Ordeno que vayan a buscar combustible a Troya?
—Inmediatamente… todo cuanto pueda arder, incluso la grasa corriente de cocina. Mientras te encargas de ello, yo convocaré una asamblea con los jefes —dije.
Cuando Paris apareció —el último como siempre— informé al grupo de mis propósitos.
—Dos tercios del ejército cruzarán el camino superior del Simois, un tercio por el Escamandro. Dividiré las tropas en cinco segmentos. Yo dirigiré el primero con Polidamante; tú, Paris, te encargarás del segundo; Heleno asumirá el mando del tercero, con Deífobo. Los tres entraremos por el Simois. Eneas, tú conducirás la cuarta sección por el Escamandro, por donde entrarán asimismo Sarpedón y Glauco.
Heleno estaba radiante porque yo había decidido confiarle a él el mando en lugar de a Deífobo, y éste no acababa de decidir si le enojaba más este menosprecio o el hecho de que le hubieran confiado a Paris su propia división. Tampoco Eneas estaba muy satisfecho de verse agrupado con Sarpedón y Glauco como un forastero.
—Cuando los hombres lleguen a los extremos interiores de los caminos girarán para encontrarse mutuamente, ya vengan de un río como del otro, hasta que rellenen todo el espacio que discurre a lo largo del muro, entre él y la zanja. Entretanto los no combatientes podrán desmantelar la empalizada y convertirla en escaleras y leña. El fuego será nuestro mejor instrumento, pues con él derribaremos su muralla. De modo que nuestra primera tarea consistirá en provocar fuegos e impedir que sus defensores los apaguen.
Entre los jefes se hallaba mi primo Asios, siempre reticente a cumplir órdenes.
—¿Te propones abandonar la caballería, Héctor? —preguntó con voz estentórea.
—Sí —respondí sin vacilar—. ¿Qué utilidad tiene? Lo último que necesitamos son caballos y carros en un espacio cerrado.
—¿Y si atacáramos las entradas?
—Están demasiado defendidas, Asios.
—¡Tonterías! —resopló—. ¡Verás, voy a demostrártelo!
Y antes de que pudiera prohibírselo, echó a correr ordenando a su escuadrón que montara en sus carros. Se puso al frente de sus hombres y fustigó a sus caballos dirigiéndolos hacia el paso elevado del Simois. Aunque el camino era amplio, también lo era un tronco de tres caballos en línea. A los animales de los extremos se les desorbitaron los ojos de pánico ante los pinchos que surgían a ambos lados de la zanja y transmitieron su terror al del centro. Al cabo de un momento retrocedían los tres y corcoveaban tras sembrar también la confusión entre los carros que marchaban tras Asios. Mientras el auriga de mi primo se esforzaba por controlar a sus corceles, las puertas de un extremo del camino se abrieron ligeramente y por la rendija aparecieron dos hombres al frente de una gran compañía cuyo estandarte demostraba que eran lapitas. Me estremecí: mi primo era hombre muerto. Uno de los dos cabecillas arrojó su lanza y ensartó con ella a mi fanfarrón primo en el pecho. Asios cayó al suelo dando un salto hacia el frente y quedó tendido sobre los postes de la zanja. Su auriga no tardó en seguirlo; los lapitas rodearon el carro y arremetieron contra quienes lo habían seguido sin que pudiéramos hacer nada por socorrerlos. Una vez consumada la carnicería, los hombres se retiraron en perfecto orden y las puertas del Simois quedaron cerradas.
Me encontré con que debía aclarar la confusión creada en el camino para poder ponerme en marcha con mis hombres, pero entretanto Eneas, Sarpedón y Glauco deberían realizar una larga marcha hasta el camino del Escamandro que, según pensé con satisfacción, no estaría bloqueado por defensor alguno. Aquiles se hallaba al otro lado de las puertas de aquel río y no había cumplido con sus deberes para con Agamenón. Una simple muchacha era más importante para él que la salvación de sus compatriotas. ¡Qué vergüenza!
Los hombres se precipitaron en masa y corrieron hacia el interior a lo largo de la base del muro; una lluvia de lanzas, flechas y piedras fue arrojada por parte de los defensores. Al protegerse los hombres las cabezas con los escudos el alcance de los proyectiles fue escaso mientras corrían regularmente hacia el camino del Escamandro, donde tropas extranjeras comenzaban a correr también hacia ellos. Los no combatientes ya desmontaban la empalizada de madera y convertían los fragmentos mayores en escaleras y desmenuzaban todo cuanto no era aprovechable como leña menuda. Ordené a mis hombres que construyesen estructuras donde poder colocar sus escudos como los guijarros de un techado para resguardarse al tiempo que trabajaban mientras ya llegaba aceite, brea y grasa de cocinar desde Troya.
Se encendieron las hogueras y vi remontarse el humo en penachos hacia los rostros repentinamente asustados que coronaban lo alto del muro. El agua cayó en cascada pero algunos de mis refugios habían sido adaptados para proteger los fuegos hasta que hubieran prendido lo suficiente para no extinguirse. La negrura del aceitoso humo aguado también resultó una gran ventaja.
Tratamos de subir con nuestras escaleras improvisadas pero los griegos eran demasiado astutos para permitirlo. Áyax arremetió arriba y abajo del sector medio, donde yo me encontraba, vociferando y derribando las escaleras con el pie. Comprendí que era inútil y ordené que cesaran en los intentos.
—Tiene que ser el fuego —le dije a Sarpedón, cuyas tropas se habían unido a las mías.
Las hogueras de nuestro sector, las primeras que se habían encendido, ardían ya fieramente. Los arqueros licios inclinaban las cabezas sobre el parapeto bajo los resguardos inferiores, mientras otros licios y mis troyanos alimentaban los fuegos con aceite.
—Déjame intentar subir los muros —dijo Sarpedón.
Protegidas por el humo, levantamos las escaleras entre las llamas y allí permanecieron mientras los arqueros de Sarpedón lanzaban descarga tras descarga. Luego, al parecer de modo mágico, los penachos de los cascos licios ondearon en lo alto del muro y comenzó la lucha. Distinguí vagamente que algún capitán griego pedía refuerzos, pero yo no esperaba a Áyax y a sus hombres. Al cabo de unos momentos la breve victoria se convirtió en aplastante derrota; los cadáveres se desplomaban a nuestros pies, los gritos de guerra de los licios se habían convertido en lamentos de dolor. Y Teucro se protegía con el escudo de su hermano y lanzaba sus flechas, no hacia la confusión creada en lo alto del muro sino contra nosotros.
Percibí en la proximidad un gemido sofocado seguido del peso de alguien que se cayó sobre mí; se trataba de Glauco, al que tendí en el suelo con el hombro atravesado por una flecha que había penetrado a través de la armadura. La herida me pareció demasiado profunda. Crucé una mirada con Sarpedón y moví pesaroso la cabeza; de la boca de Glauco surgía una espuma rosada, señal de muerte inminente.
Estaban tan unidos como si fuesen gemelos, habían gobernado juntos y se amaban desde hacía muchos años. La muerte de uno seguramente significaría la de su compañero.