Pero ¿cómo era posible? Los hombres me aclamaban de manera ensordecedora, me contemplaban con el mismo afecto que siempre me habían mostrado. ¿Cómo era posible cuando incluso Patroclo se había vuelto contra mí? Me protegí los ojos con la mano, alcé la mirada al sol y descubrí que estaba próximo al horizonte. Bien. El engaño no tendría que durar demasiado. Patroclo estaría a salvo.
Automedonte ya estaba dispuesto. Patroclo montó en el carro.
—Queridísimo primo —le dije poniéndole la mano en el brazo—, confórmate con expulsar a Héctor del campamento. Hagas lo que hagas, no lo persigas hasta la llanura. ¿Está claro?
—Perfectamente —dijo liberándose de mi contacto.
Automedonte chasqueó la lengua y los caballos se dirigieron hacia la puerta que comunicaba nuestra empalizada con el terreno principal del campamento mientras yo subía hasta el techo de los barracones para observar lo que sucedía.
La lucha proseguía con violencia frente a la primera hilera de naves y Héctor parecía invencible. Situación que cambió al instante cuando se unieron a los troyanos los quince mil nuevos efectivos por la parte del Escamandro, dirigidos por un personaje que lucía una armadura dorada y marchaba en carro también áureo tirado por tres caballos blancos.
—¡Aquiles! ¡Aquiles!
Oí gritar mi nombre a ambos lados, una sensación tan extraña como incómoda. Pero aquello bastó. En el instante en que los soldados troyanos distinguieron al personaje que viajaba en el carro y oyeron pronunciar aquel nombre, se transformaron de victoriosos en derrotados y echaron a correr. Mis mirmidones habían salido sedientos de sangre y cayeron sobre los rezagados con uñas y dientes para reducirlos sin misericordia mientras «yo» lanzaba mi grito de guerra y los apremiaba.
El ejército de Héctor se precipitó por el paso elevado del Simois. Me prometí que nunca más un troyano volvería a poner los pies en nuestro campamento. No me convencería de ello ni la más astuta treta que Ulises pudiera imaginar. Descubrí que estaba llorando sin saber por quién… por mí, por Patroclo, por todos los soldados griegos que habían encontrado la muerte. Ulises había logrado hacer salir a Héctor de la ciudad, pero a un precio increíble. Sólo podía rogar que por lo menos él hubiera perdido tantos hombres como nosotros.
¡Oh dioses! Patroclo persiguió a los troyanos hasta la llanura. Cuando comprendí lo que se proponía me dio un vuelco el corazón. Dentro del campamento la aglomeración había impedido que cualquiera se aproximase lo suficiente para comprobar el engaño, pero en la llanura todo era posible. Héctor se recuperaría y Eneas seguía en la brecha. Eneas me conocía. Me conocía a mí, no a mi armadura.
De pronto me pareció mejor ignorar lo que sucedía. Abandoné mi puesto de observación y me senté en el banco ante la puerta de mi casa en espera de que alguien acudiera. El sol llegaba a su ocaso y las hostilidades cesarían. Sí, no le sucedería nada. Sobreviviría, tenía que sobrevivir.
Sonaron unas pisadas y vi aproximarse a Antíloco, el hijo menor de Néstor. Lloraba y se retorcía las manos. ¡Muy revelador, muy revelador! Intenté decirle algo pero descubrí que se me pegaba la lengua al paladar, tuve que esforzarme por formular la pregunta.
—¿Ha muerto Patroclo?
Antíloco sollozó ruidosamente.
—Aquiles, su pobre y desnudo cadáver yace entre una hueste de troyanos. ¡Héctor viste tu armadura y se jacta de ello ante nosotros! Los mirmidones están desolados, pero no permitirán que Héctor se aproxime al cadáver, aunque ha jurado a voz en grito que Patroclo alimentará a los perros de Troya.
Me levanté con rodillas temblorosas y me desplomé entre el polvo donde Patroclo se había arrodillado para rogarme. ¡Era algo absolutamente irreal! Sin embargo, tenía que ser real; yo sabía que sucedería. Por un momento me sentí imbuido del poder de mi madre y oí el vaivén de las olas. La llamé por su nombre, aunque la odiaba.
Antíloco apoyó mi cabeza en su regazo y sus cálidas lágrimas cayeron en mi brazo mientras me acariciaba la nuca.
—Él no lo comprendía —murmuré—. Se negaba a comprender. Nunca se me hubiera ocurrido. Entre todos, ¿cómo podía él imaginar que yo desertaría de mi puesto? Me lo hicieron jurar. Murió considerándome más orgulloso que Zeus. Murió despreciándome. Y ahora nunca podré explicárselo. ¡Ah, Ulises, Ulises!
Antíloco interrumpió su llanto.
—¿Qué tiene que ver Ulises con todo esto, Aquiles? —se asombró.
De pronto recordé, agité la cabeza para despejar mis pensamientos y me puse en pie. Juntos caminamos hasta la entrada practicada en el muro de la empalizada.
—¿Creíste que podría suicidarme? —le pregunté.
—No por mucho tiempo.
—¿Quién lo hizo? ¿Fue Héctor?
—Héctor viste su armadura, pero existen ciertas dudas acerca de quién lo mató. Cuando los troyanos se volvieron para enfrentarse a nosotros en la llanura, Patroclo se apeó de su carro y entonces tropezó.
—La armadura lo mató, era demasiado grande para él.
—Nunca lo sabremos. Fue atacado por tres hombres. Héctor lo remató, pero quizá ya estuviera muerto, aunque no desangrado. Patroclo acabó con Sarpedón y cuando Eneas acudió en ayuda de los troyanos reconocieron que era un impostor, se enfurecieron ante el engaño sufrido y se recuperaron extraordinariamente tras divulgarse la noticia. Entonces Patroclo mató a Quebriones, el auriga de Héctor. Poco después se apeó y tropezó. Arremetieron contra él como chacales sin darle tiempo a levantarse… no tuvo la oportunidad de defenderse. Héctor le despojó de su armadura, pero antes de que pudiera hacerse con el cadáver se presentaron los mirmidones. Áyax y Menelao aún luchan para mantenerlo a salvo.
—¡Debo acudir en su ayuda!
—¡No puedes hacerlo, Aquiles! El sol se está poniendo. Cuando llegues allí todo habrá acabado.
—¡Tengo que ayudarlos!
—Confía en Áyax y en Menelao. —Me puso la mano en el brazo—. Debo rogarte que me perdones.
—¿Por qué?
—Por haber dudado de ti. Debía haber imaginado que era obra de Ulises.
Maldije la ligereza de mi lengua. Incluso en medio del hechizo estaba obligado por mi juramento.
—No debes decírselo a nadie, Antíloco, ¿has comprendido?
—Sí —respondió.
Subimos al tejado y centramos nuestra atención en aquel punto de la llanura donde se amontonaba la gente. Distinguí fácilmente a Áyax y vi que mantenía en su puesto a las tropas tesalias mientras Menelao y otro individuo que imaginé sería Meriones transportaban un cuerpo desnudo en lo alto sobre un escudo y lo retiraban del campo de batalla. Traían a Patroclo, los perros de Troya no se cebarían con él.
—¡Patroclo! —grité—. ¡Patroclo!
Algunos me oyeron, miraron hacia mí y me señalaron. Grité su nombre una y otra vez. La multitud guardó silencio. Luego por todo el campo resonó el largo y bronco cuerno de la oscuridad. Héctor, con mi armadura de oro que despedía reflejos rojizos en la puesta de sol, se volvió para dirigir su ejército de regreso a Troya.
Tendieron a Patroclo en unas andas improvisadas en medio del gran espacio reservado para las asambleas, frente a la casa de Agamenón. Menelao y Meriones, cubiertos de polvo y suciedad, estaban tan agotados que apenas se tenían en pie. Entonces Áyax tropezó. Se le cayó el casco de los dedos inertes y no tuvo fuerzas para inclinarse a recogerlo. De modo que lo hice yo, se lo entregué a Antíloco y llevé a mi primo en brazos, un modo de sostenerlo con honor, porque estaba acabado.
Los reyes se reunieron en círculo y contemplaron el cadáver de Patroclo. Sus heridas eran estocadas canallescas, tenía una bajo el brazo, donde la coraza se había abierto, otra en la espalda y otra en el vientre, donde la lanza se había hundido tan profundamente que le asomaban los intestinos. Comprendí que aquél había sido el golpe inferido por Héctor, pero pensé que el impacto mortal se lo había producido quien le hubiera atacado por la espalda.
Una de sus manos pendía por el borde de las andas. La cogí en la mía y me arrodillé junto a él en el suelo.
—¡Márchate, Aquiles! —dijo Automedonte.
—¡No, éste es el lugar que me corresponde! Cuida de Áyax por mí y ordena que vengan las mujeres para bañar a Patroclo y amortajarlo. Permanecerá aquí hasta que yo mate a Héctor. Y prometo que a sus pies, en su tumba, arrojaré los cadáveres de Héctor y de doce jóvenes nobles troyanos. Su sangre pagará al guardián del río cuando Patroclo quiera cruzarlo.
Poco después llegaron las mujeres para limpiar a Patroclo. Lavaron sus enmarañados cabellos, cerraron las heridas con bálsamos y ungüentos de tenue perfume y eliminaron suavemente las enrojecidas marcas de lágrimas que rodeaban sus ojos de mirada fija. Por todo ello me sentí muy agradecido; cuando nos lo devolvieron tenía los párpados cerrados.
Durante el transcurso de la noche permanecí sosteniendo su mano, con la única sensación consciente de la desesperación de un hombre cuyo último recuerdo del amado estaba repleto de odio. Dos sombras estaban ahora sedientas de mi sangre: Ifigenia y Patroclo.
Ulises se presentó cuando despuntaba el sol, con dos copas de vino aguado y una bandeja de pan de cebada.
—Come y bebe, Aquiles.
—No lo haré hasta que cumpla la promesa que le hice a Patroclo.
—Él la ignora y no le importa lo que hagas. Si has prometido matar a Héctor precisarás de todas tus fuerzas.
—Me mantendré.
Miré alrededor parpadeante y entonces advertí que no habían indicios de actividad en ningún lugar.
—¿Qué sucede? ¿Por qué duermen todos?
—Héctor también tuvo ayer un mal día. Al amanecer se presentó un heraldo de Troya y pidió una jornada de tregua para enterrar y llorar a los muertos. La batalla no se reanudará hasta mañana.
—¡Será tarde! —repliqué—. ¡Héctor ha regresado a la ciudad… y nunca volverá a salir!
—Te equivocas —repuso Ulises con mirada relampagueante—. Yo estoy en lo cierto. Ahora Héctor cree dominar la situación y Príamo no imagina que tú te propones acudir al campo de batalla. El truco utilizado con Patroclo ha funcionado. De modo que Héctor y su ejército seguirán en la llanura y no se recluirán en Troya.
—Entonces mañana lo mataré.
—Mañana —repitió, y me miró con curiosidad—. Agamenón ha convocado un consejo a mediodía. Las tropas están demasiado cansadas para que les importen las relaciones que mantenéis Agamenón y tú. ¿Vendrás, pues?
Apreté los dedos sobre la fría mano.
—Sí.
Automedonte me sustituyó junto a Patroclo mientras yo asistía al consejo aún vestido con mi viejo faldellín de cuero y sin haberme lavado. Ocupé el puesto contiguo a Néstor y lo acribillé con mudas preguntas. Se hallaban presentes Antíloco y Meriones.
—Antíloco abriga sospechas por algo que le dijiste ayer —me susurró el anciano—. Y Meriones por haber oído a Idomeneo maldecir durante la batalla. Decidimos que lo mejor era compartir con ellos nuestro secreto y comprometerlos con el juramento.
—¿Y Áyax? ¿También ha sospechado algo?
—No.
Agamenón se mostraba preocupado.
—Nuestras pérdidas han sido abrumadoras —anunció con pesimismo—. Según he podido determinar, desde que emprendimos la batalla con Héctor ante nuestras murallas, contamos con quince mil bajas entre heridos y muertos.
Néstor movió compungido la cabeza, mesándose la lustrosa barba.
—¡Abrumadora es una expresión muy suave! ¡Ah, si contáramos con Heracles, Teseo, Peleo, Telamón, Tideo, Atreo y Cadmos! Os aseguro que los hombres no son como entonces. Aunque no fuesen mirmidones, Heracles y Teseo se los hubieran llevado a todos por delante.
Se enjugó los ojos con sus enjoyados dedos. ¡El pobre viejo había perdido dos hijos en la batalla!
Por primera vez vi a Ulises enojado. Se levantó bruscamente y exclamó furioso:
—¡Os lo dije! ¡Os expliqué concretamente lo que tendríamos que soportar hasta que vislumbrásemos un destello de éxito! ¿Por qué os quejáis, Néstor y Agamenón? ¡Contra nuestras quince mil víctimas Héctor ha sufrido veintiuna mil! ¡Bajad de una vez de las nubes! Ninguno de esos héroes legendarios hubiera hecho la mitad de lo que Áyax… o cualquiera de los presentes hemos hecho. Sí, los troyanos han luchado bien, ¿esperabais otra cosa? Pero fue Héctor quien los mantuvo unidos. Si Héctor muere, el valor de todos morirá con él. ¿Y dónde se hallan sus refuerzos? ¿Dónde están Pentesilea o Memnón? Héctor no tiene tropas de refuerzo para sacar mañana al campo, mientras que nosotros contamos con casi quince mil tesalios, entre los que hay siete mil mirmidones. Mañana venceremos a los troyanos. Quizá no entraremos en la ciudad, pero reduciremos a su pueblo a los últimos estadios de la más profunda desesperación. Héctor estará mañana en el campo y Aquiles tendrá su oportunidad. Me miró, satisfecho de sí mismo. — Puedes contar conmigo, Aquiles.
—¡Apuesto a que sí! —intervino Antíloco, contrariado—. Tal vez he comprendido tu proyecto sin haberte oído cuando lo proponías. Me he enterado de segunda mano, por mi padre.
De pronto Ulises entornó los párpados y se mostró muy atento.
—Tu proyecto se basaba en que Patroclo debía morir. ¿Por qué insististe tan rotundamente en que Aquiles debía mantenerse al margen de los acontecimientos aunque permitiste que los mirmidones se incorporaran al combate? ¿Fue verdaderamente acertado hacerle creer a Príamo que Aquiles nunca se doblegaría? ¿O te proponías insultar a Héctor enviándole a un contrincante inferior como Patroclo? En el instante en que Patroclo asumió el mando fue hombre muerto. Era absolutamente seguro que Héctor acabaría con él, como así fue. Patroclo murió, como en todo momento habías supuesto, Ulises. Me levanté bruscamente. Mi torpe cerebro de pronto se había abierto ante las palabras de Antíloco. Me precipité hacia Ulises ansioso de quebrarle el pescuezo, pero al momento dejé caer las manos inertes y me desplomé en mi asiento. No se le había ocurrido a Ulises sino a mí que Patroclo vistiera mi armadura. ¿Y quién podía imaginar lo que hubiera sucedido si Patroclo se hubiera presentado en el campo abiertamente? ¿Cómo podía censurar a Ulises? La culpa era mía.
—Ambos acertáis y os equivocáis, Antíloco —respondió Ulises simulando no haber advertido mi avance—. ¿Cómo podía imaginar que Patroclo moriría? El destino de un hombre que combate no se halla en nuestras manos sino en las de los dioses. ¿Por qué tropezó? ¿No es posible que algún dios partidario de los troyanos le hiciera la zancadilla? Sólo soy un mortal, Antíloco. No puedo predecir el futuro.