—¿Qué sucede? —inquirí. Ella se sonrojó.
—Te preguntaba si ibas a besarme. Hice una mueca de contrariedad.
—No. Fíjate en mi boca, Ifigenia, no está hecha para besos. La sensación de besar radica en los labios.
—Entonces deja que te bese yo por todas partes. Aquella declaración debía haberme impulsado a rechazarla, pero no lo hice. En lugar de ello dejé que paseara por mi rostro sus labios, tan suaves como plumas de cisne, que besara con fuerza mis párpados cerrados y que recorriera el contorno de mi cuello donde los nervios desencadenan los latidos del corazón masculino. Ansiaba estrecharla contra mí con fuerza hasta hacerla perder el aliento, pero tuve que esforzarme por liberarme de ella y fijar en sus ojos una severa mirada.
—¡Basta ya, Ifigenia! ¡Siéntate! —le dije.
Y la mantuve sujeta hasta que por fin volvió Patroclo.
Mi compañero me observó burlón desde la puerta. Aparté los brazos de ella y los alcé en el aire, mientras me debatía entre la risa y el malestar. No era insólito que Patroclo se burlara de mí. Entonces acaricié la mejilla de la muchacha y, tras apartarla de mis rodillas, la instalé en la silla. Del rostro de Patroclo había desaparecido la expresión de burla y su aire era severo y muy enojado. Hasta que se aseguró de que ella no podía oírnos no pronunció palabra.
—Han urdido una auténtica conjura, Aquiles.
—Lo imaginaba. ¿De qué se trata?
—Por fortuna, Agamenón y Calcante estaban solos en la tienda charlando. Conseguí ocultarme entre las sombras y oír casi todo cuanto dijeron. —Aspiró profundamente y prosiguió tembloroso—. ¡Han utilizado tu nombre para arrebatarle esta niña a su madre! Le dijeron a Clitemnestra que querías casarte con Ifigenia antes de zarpar con el fin de que la joven viniese a Áulide. Mañana debe ser sacrificada a Artemisa para expiar un antiguo agravio que Agamenón infligió a la diosa.
La ira es una pasión que suelen experimentar los hombres aunque en algunos brota con mayor intensidad. Jamás había imaginado que fuera propenso a ella, pero en aquellos momentos me estremecí a impulsos de una irritación tan enorme que aniquiló cualquier otro sentimiento, ética, principios y decencia. Los dioses del Olimpo debieron de amedrentarse. Apreté los dientes enojado, me agité como si fuese víctima del hechizo y hubiera salido en aquel preciso instante bajo la lluvia para despedazar a Agamenón y al sacerdote con mi hacha si Patroclo no me hubiera asido por los puños con una fuerza que ignoraba que poseía.
—¡Piensa, Aquiles! —susurró—. ¡Piensa! ¿Qué bien conseguirás matándolos? ¡La sangre de la muchacha es necesaria para que la flota pueda zarpar! Por lo que decían Agamenón y Calcante era evidente que nuestro gran soberano se ha visto obligado a tomar esta decisión.
Apreté los puños con tanta fuerza que me liberé de su presión.
—¿Qué esperas entonces? ¿Que me mantenga al margen y aplauda? ¡Han utilizado mi nombre para perpetrar un crimen prohibido por la Nueva Religión! ¡Es algo tan bárbaro que enrarece el mismo aire que respiramos! ¡Y han utilizado mi nombre!
Lo sacudí hasta que le castañetearon los dientes.
—¡Fíjate en ella, Patroclo! ¿Puedes permanecer impasible mientras la conducen al sacrificio como si fuera un cordero?
—¡No te equivoques conmigo! —repuso en tono apremiante—. ¡Intentaba decirte que abordases este asunto con serenidad, no a impulsos de una ira ciega! ¡Piensa, Aquiles, piensa!
Lo intenté, me esforcé por ello. El demonio de la locura bullía en mí con tal violencia que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para dominarlo. Aún ofuscado tras superarlo, me pareció lógico devolver el golpe. ¡Engañarlos! ¡Tenía que haber un modo de engañarlos! Cogí las manos de Patroclo entre las mías.
—¿Harías cualquier cosa que te pidiera, Patroclo?
—Lo que sea, Aquiles.
—Entonces ve en busca de Automedonte y Alcimo. Son mirmidones y podemos confiarles cualquier empresa. Dile a Alcimo que tiene que conseguir un ciervo joven y pintar de oro su cornamenta. ¡Debe tener preparado al animal por la mañana! Confíaselo todo a Automedonte. Mañana, antes del momento previsto para efectuar el sacrificio, debéis ocultaros los dos tras el altar. Tú llevarás el ciervo contigo sujeto de una cadena dorada. Calcante se rodea de gran cantidad de humo en sus rituales. Cuando Ifigenia yazga sobre el altar y el humo todo lo inunde, pues el sacerdote no se atrevería a degollarla a plena vista de su padre, arrebátale a la muchacha y deja al ciervo en su lugar. Calcante advertirá el cambio, desde luego, pero preferirá conservar la vida y se limitará a decir que ha sido un milagro.
—Sí, puede funcionar… ¿Pero cómo conseguiremos Automedonte y yo llevárnosla de allí?
—Detrás del altar hay un pequeño refugio donde están las víctimas. Ocúltala allí hasta que todos se hayan marchado. Entonces condúcela a mi tienda y yo se la devolveré a Clitemnestra con un mensaje donde se explique el complot. ¿Lo has comprendido todo?
—Sí, Aquiles. ¿Y tú qué harás?
—Hace muchos días que no asisto a los augurios de Calcante, pero mañana estaré en el cuartel general a tiempo para no perderme la ceremonia. Por el momento la devolveré a su tienda. No imagino cómo ha podido llegar aquí sin ser vista por nadie, pero es muy importante que regrese de igual modo. La llevaré yo mismo.
—Quizá la hayan visto venir —dijo Patroclo.
—No. No le permitirían pasar tanto tiempo conmigo por temor a que la desflorara. A Artemisa le gustan las vírgenes.
—¿No sería mejor devolvérsela ahora mismo a su madre? —objetó mi compañero con el entrecejo fruncido.
—No me es posible, Patroclo. Ello significaría una franca ruptura con Agamenón. Si mañana, durante el sacrificio, todo se desarrolla como esperamos, habremos zarpado antes de que Clitemnestra se entere.
—Entonces ¿crees que es necesario el sacrificio de Ifigenia para que mude el tiempo? —preguntó con su expresión habitual.
—No, creo que el tiempo cambiará de modo natural dentro de un par de días. No me atrevo a arriesgarme a un enfrentamiento abierto con Agamenón, Patroclo. Supongo que lo comprendes. ¡Deseo ir a Troya!
—Comprendo. —Volvió a encogerse de hombros—. Bien, tengo que irme. El pobre Alcimo se morirá de espanto cuando se entere de que debe encontrar un cervatillo. Me quedaré con Autodemonte el resto de la noche. A menos que te envíe noticias de que nuestro plan ha fracasado, debes contar con que nos encontraremos tras el altar a mediodía.
—De acuerdo.
El hombre se perdió entre la lluvia.
Ingenia nos había observado sorprendida.
—¿Quién era? —se interesó muerta de curiosidad.
—Mi primo Patroclo. Han surgido problemas con los hombres.
—¡Oh! —Permaneció pensativa un momento y añadió—: Se parece mucho a ti, salvo que tiene los ojos azules y es más pequeño.
—Y tiene labios.
Ella profirió una risita.
—Eso lo convierte en un hombre vulgar. Me gusta tu boca tal como es, Aquiles.
La ayudé a levantarse.
—Ahora debes regresar a tu tienda antes de que alguien descubra que no te encuentras allí.
—¡Aún no! —ronroneó acariciándome el brazo.
—Sí, Ifigenia.
—Mañana nos casaremos. ¿Por qué no me dejas pasar aquí la noche?
—Porque eres la hija del gran rey de Micenas y como tal debes acudir virgen al matrimonio. La sacerdotisa lo confirmará previamente y después yo deberé exhibir la sábana nupcial para demostrar que soy tu esposo en todos los sentidos —repuse con firmeza.
—¡No quiero irme! —exclamó con un mohín de impaciencia.
—Te guste o no, lo harás, Ifigenia. —Le cogí la cara con las manos—. Antes de acompañarte a casa, te exijo que me prometas algo.
—Lo que quieras —repuso ella llena de vivacidad.
—No menciones esta visita a tu padre ni a nadie. Si lo haces, quedará en entredicho tu virginidad.
—¡Entonces dormiré otra noche sola! —repuso sonriente—. ¡Podré resistirlo! Acompáñame, Aquiles.
No recibí noticias de Patroclo en el sentido de que nuestros planes se hubieran estropeado. Mucho antes de mediodía me puse mi armadura de gala, la que mi padre me había entregado del tesoro de Minos, y me dirigí al altar situado bajo el plátano. Todo parecía muy normal, lo que me hizo respirar aliviado. Patroclo y Automedonte se hallaban en su lugar.
¡Oh, cómo me miraron los reyes al verme aparecer! Ulises asió a Agamenón con fuerza del brazo y Néstor se encogió entre Diomedes y Menelao, mientras que Idomeneo, el último de los presentes, pareció sorprendido e incómodo. Por consiguiente, se hallaban todos en el secreto. Los saludé despreocupadamente con una inclinación de cabeza y me situé a un lado, como si mi impulso de asistir aquel día obedeciese a pura casualidad. A nuestras espaldas resonó un rumor de pisadas sobre la hierba empapada. Ulises se encogió de hombros al comprender que no había tiempo para convencerme de que me retirara. No veía funcionar su mente pero, tratándose de Ulises, su propia franqueza y normalidad eran prueba de tal sutileza. Era el hombre más peligroso del mundo. Pelirrojo y zurdo: presagios del diablo.
Como a impulsos de la curiosidad, me volví y vi que Ifigenia avanzaba hacia el altar lenta y orgullosamente, con la barbilla erguida, aunque algun leve estremecimiento de sus labios denunciaba el terror que sentía en su fuero interno. Al verme se detuvo como si la hubiera golpeado; yo traté de penetrar en las ventanas de sus ojos y comprendí que se había destruido su última esperanza. Su impresión se convirtió en furia, un agrio y corrosivo sentimiento muy diferente a la ira que yo había sentido cuando Patroclo me puso al corriente de la maquinación. Me odiaba, me despreciaba; me miraba como lo había hecho mi propia madre. Entretanto yo permanecía impasible frente al altar, ansiando que llegara el momento en que podría explicarme.
Diomedes se había reunido con Ulises y ambos, junto a Agamenón, lo mantenían erguido con las manos bajo sus axilas. El hombre contraía el rostro y estaba palidísimo. Calcante empujó a Ifigenia hacia adelante con un dedo que apoyó en su cintura. La joven no llevaba cadenas. Podía imaginar cómo les habría manifestado su desprecio; era la hija de Agamenón y Clitemnestra y se enorgullecía de ello.
Al pie del altar se volvió a mirarnos con ojos brillantes de odio y luego ascendió aquellos peldaños y se tendió sobre la mesa, con las manos cruzadas bajo los senos, mientras su perfil se recortaba contra el mar ominoso y gris. Aquella mañana aún no había llovido y su lecho de mármol estaba seco.
Calcante echó varios puñados de unos polvos en las llamas de tres trípodes que se alineaban sobre el altar y surgieron nubes de humo verde y de un amarillo bilioso que proferían hedor a azufre y a descomposición. Blandió un gran puñal enjoyado y se agitó de aquí para allá como un inmenso e indecente murciélago. Cuando levantó el brazo, el resplandor de la hoja me dejó petrificado, y me sentí presa del horror y la fascinación. La hoja relampagueó en su descenso y el humo envolvió al sacerdote hasta hacerlo desaparecer de nuestra visión. Sonó un grito agudo y gorgoteante de desesperación que se extinguió en un estertor. Nosotros permanecíamos inmóviles como estatuas. A continuación una ráfaga de viento despejó el humo. Ifigenia yacía sobre el altar y su sangre corría por un canal de la piedra hasta verterse en una gran copa de oro que sostenía Calcante.
Agamenón devolvió. Incluso Ulises sufrió arcadas. Pero yo, boquiabierto como si profiriese un aullido de terror, no podía apartar los ojos de Ifigenia, que se extinguía. La sangre corría frenetica por mis venas. Salté y desenvainé la espada; si no hubiera sido por Ulises y por Diomedes, que sostenían a Agamenón, lo hubiera decapitado mientras pendía entre ellos goteando vómitos de su cuidada barba. Lo dejaron caer como una piedra para sujetarme, luchando desesperadamente para arrancarme la espada de las manos mientras yo los zarandeaba como a muñecos de trapo. Idomeneo y Menelao corrieron en su ayuda al igual que el viejo Néstor.
Los cinco lograron derribarme en el suelo, donde yací con el rostro a menos de un palmo de distancia de Agamenón, maldiciéndolo hasta concluir en un grito. De pronto se agotaron mis fuerzas y me eché a llorar. Entonces separaron mis dedos de la espada y nos levantaron a ambos del suelo.
—Has utilizado mi nombre para ejecutar tan infame acción, Agamenón —le dije entre lágrimas, ya agotada mi furia pero subsistiendo el odio—. Permitiste que tu último retoño fuese sacrificado para alimentar tu orgullo. A partir de esta fecha significas menos para mí que el esclavo más insignificante. No eres mejor que yo. Y sin embargo yo soy peor. Si no hubiera claudicado a mi ambición, hubiera podido evitar esto. ¡Pero te lo advierto, rey de reyes, enviaré un mensaje a Clitemnestra para informarle de lo que aquí ha sucedido! No perdonaré a nadie, ni a ti ni a los demás aquí presentes, ni mucho menos a mí mismo. Nuestro honor ha quedado ultrajado sin remedio. Estamos malditos.
—Traté de impedirlo —protestó con apatía—. Envié un mensaje a Clitemnestra para advertirle, pero el hombre fue asesinado. Lo intenté, lo intenté… Durante dieciséis años he tratado de evitar que llegara este día. ¡Los dioses son los culpables! ¡Ellos nos han engañado! Escupí a sus pies.
—¡No culpes a los dioses de tus propios fracasos, gran rey! ¡Nosotros somos los débiles; nosotros, los mortales!
Ignoro cómo llegué a mi tienda. Lo primero que vi fue la silla en la que la había abrazado. Patroclo, sentado en otra silla, lloraba. Al oírme cogió una espada que estaba sobre la alfombra, a sus pies, y se arrodilló ante mí tendiéndomela.
—¿Qué haces? —le pregunté sin saber si podría asimilar más angustia.
Apoyó la punta del arma en su garganta y me ofreció la empuñadura.
—¡Mátame! ¡Te he fallado, Aquiles! ¡Te he deshonrado!
—He sido yo quien ha fallado, Patroclo. Yo quien me he deshonrado.
—¡Mátame! —imploró.
Cogí la espada y la tiré a un rincón.
—¡No!
—¡Merezco la muerte!
—Todos la merecemos, pero no es ése nuestro destino —repuse ocupado con las hebillas de mi coraza.
Comenzó a ayudarme; pese a su dolor, sus hábitos estaban demasiado arraigados en él.
—¡Es mía la culpa, Patroclo! ¡Soy culpable por orgullo y ambición! ¿Cómo pude permitir que su destino pendiera de un hilo tan frágil y tan tenue? Comenzaba a amarla, me hubiera casado con ella gustosamente. No hubiese sido vergonzoso divorciarse de Deidamía, pues nuestra unión fue un complot urdido por nuestros respectivos padres para evitarme problemas. Me aconsejaste que devolviera inmediatamente a Ifigenia a su madre y era una buena idea. Me negué a ello porque no podía soportar que peligrase mi puesto en el ejército, por prestar oídos al orgullo y la ambición y dejarme convencer por ellos.