La canción de Troya (28 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La canción de Troya
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Convertimos en polvo la tierra de Sigeo bajo nuestras botas, un polvo que se levantaba sobre nuestras cabezas y se remontaba hasta la bóveda celeste. Aunque en mis últimas batallas me había comportado con más lógica y había pensado en mis hombres, en aquélla ni por un instante había pasado por mi mente velar por su seguridad. No me importaba quién ganara o perdiese mientras yo resultara vencedor. Si el mismo Agamenón hubiera luchado junto a mí, no me hubiera enterado. Ni siquiera la presencia de Patroclo influía en mi entusiasmo, aunque tan sólo gracias a él sobreviví a aquella primera batalla, porque mantuvo mi espalda libre de troyanos.

De pronto alguien interpuso su escudo en mi camino. Lo golpeé con todas mis fuerzas para encontrarme con el rostro que ocultaba, pero, como la flecha disparada por un arco, se hizo a un lado y su espada pasó rozándome el brazo derecho. Resoplé como si me hubieran arrojado a un charco de agua helada y, cuando él bajó el escudo para verme mejor, temblé de emoción. ¡Por fin tenía ante mí a un príncipe totalmente cubierto de oro! El hacha que él había utilizado para acabar con Yolao había desaparecido, sustituida por una larga espada.

Me enfrenté a él ansioso, con un gruñido de placer. Era muy corpulento, tenía el aspecto de quien suele sobresalir en los combates y era el primero que se atrevía a desafiarme. Giramos cautelosamente en círculo mientras arrastraba el mango del hacha por el suelo hasta que él me dio una oportunidad.

Cuando me abalanzaba sobre mi enemigo, éste giró y se ladeó, pero también yo fui rápido y esquivé el amplio abanico de su espada tan fácilmente como él había eludido mi hacha. Al comprender los dos que habíamos encontrado en el otro un adversario importante, nos concentramos en un duelo formal y paciente. El bronce chocaba contra el bronce laminado en oro, siempre esquivado, incapaces ambos de herir al otro, muy conscientes de que los soldados de los dos bandos se habían retirado para facilitarnos espacio.

Él se reía de mí siempre que fallaba en mis golpes aunque su escudo de oro mostraba huellas en cuatro lugares que descubrían el bronce y capas más profundas de estaño. Tuve que esforzarme por sofocar mi creciente ira tanto como mis ataques. ¿Cómo osaba reírse? Los duelos eran sagrados, no podían ser profanados por el ridículo y me exasperaba que él no pareciera comprender tal condición. Intenté dos potentes acometidas, una tras otra, y también las esquivó. A continuación me habló:

—¿Cuál es tu nombre, torpón? —inquirió entre risas.

—Aquiles —respondí entre dientes. Aquello intensificó su risa.

—¡Nunca había oído hablar de ti, torpón! Yo soy Cienos, hijo de Poseidón, dios de las profundidades.

—Todos los cadáveres apestan por igual, hijo de Poseidón, estén engendrados por dioses u hombres —exclamé. Lo que provocó de nuevo sus risas.

Volví a experimentar la misma cólera que me había invadido ante el cuerpo sin vida de Ifigenia sobre el altar y olvidé todas las normas de combate que Quirón y mi padre me habían enseñado. Salté sobre él lanzando un grito y levanté mi hacha bajo la punta de su espada. El hombre retrocedió a trompicones y se le cayó la espada, que yo partí en mil pedazos. Cienos dio la vuelta y echó a correr cubriéndose la espalda con su escudo del tamaño de un hombre, abriéndose paso entre las tropas troyanas con desesperación salvaje mientras pedía a gritos una lanza. Alguien le entregó el arma, pero como yo me hallaba demasiado cerca para que pudiera utilizarla, siguió retrocediendo.

Me sumergí en las densas filas troyanas en su busca sin que nadie me atacara, ya fuese porque los soldados estaban demasiado asustados o porque respetaban los principios consagrados del duelo, jamás llegaré a saberlo.

La multitud fue disminuyendo hasta que la batalla quedó a nuestras espaldas y llegarnos a una roca amenazadora que obligó a detenerse a Cienos, hijo de Poseidón. Mi enemigo se volvió para hacerme frente describiendo perezosos círculos con su lanza y yo también me detuve aguardando a que la arrojase, pero prefirió utilizarla como arma de mano en lugar de lanzarla. Muy prudente por su parte, puesto que yo disponía de hacha y espada. Él amagó un rápido ataque que yo rehuí ladeándome. Una y otra vez apuntó hacia mi pecho, pero yo era joven y tan ágil de movimientos como si fuera más esbelto. En la primera oportunidad que tuve arremetí contra él y partí su lanza por la mitad. Sólo le quedaba la daga, que buscó a tientas; aún no estaba derrotado.

Nunca había deseado tanto acabar con alguien como con aquel bufón, aunque no quería producirle una muerte limpia sino destrozarlo con el hacha o la espada. Dejé caer mi arma y tiré del pesado tahalí alzando la espada sobre mi cabeza. A continuación siguió mi daga. Por fin había desaparecido el regocijo de su rostro. Finalmente me concedía el respeto que yo me había jurado que me rendiría. ¡Pero aún era capaz de hablar! — ¿Cómo has dicho que te llamabas, torpón? ¿Aquiles?

El sufrimiento me consumía. Fui incapaz de responderle. Él no estaba tan cerca del dios para comprender que un duelo entre miembros de la realeza debía ser tan silencioso como sagrado.

Salté sobre él y lo derribé antes de que pudiera desenfundar su daga. Mi enemigo logró ponerse en pie y retrocedió hasta chocar con las protuberancias de la roca. Se pegó a ella, apretujándose contra su ladeada pendiente, lo que me pareció perfecto. Le tomé por el mentón con una mano y utilicé la otra a modo de martillo para aplastarle el rostro hasta romperle todos los huesos y destrozárselo sin importarme el daño que pudiera ocasionarme yo mismo. Su casco estaba desatado, así las largas y oscilantes correas y las até fuertemente bajo sus mandíbulas, las enrollé en su cuello y hundí la rodilla en su vientre tirando de ellas hasta que su rostro desfigurado ennegreció y se le desorbitaron los ojos como brillantes globos estriados en sangre en los que se reflejaba el horror.

No solté las correas hasta que debía de llevar algún tiempo muerto. Ante mí tenía algo más parecido a un objeto que a un ser humano. Durante unos momentos me sentí asqueado al comprender cuan intensa era mi ansia de matar, pero deseché tal sentimiento de debilidad. Cargué con Cienos sobre mis hombros y me colgué su escudo en la espalda a modo de protección mientras reemprendía el retorno entre las filas troyanas. Deseaba demostrar a mis hombres y a los restantes griegos que no había perdido el rastro de mi enemigo y que había resultado vencedor en la lucha.

Un pequeño destacamento capitaneado por Patroclo me aguardaba en la primera línea de combate; regresaríamos con nuestras tropas ilesas. Pero me detuve para echar a Cienos a los pies de sus hombres, con la lengua hinchada entre sus apretados labios y los ojos aún desorbitados.

—¡Me llamo Aquiles! —grité.

Los troyanos huyeron, pues el hombre que habían considerado inmortal había demostrado ser como cualquiera de ellos.

A continuación tuvo lugar el ritual establecido al concluir un duelo a muerte entre miembros de clase real; lo despojé de su armadura, que tomé como trofeo, y eché su cadáver al vertedero de los sigeos, donde sería devorado por los perros de la ciudad. Pero antes le corté la cabeza y la clavé en una lanza. Era una imagen espectral, con su espantoso rostro y sus hermosas trenzas doradas indemnes. Se la entregué a Patroclo, quien la clavó entre los guijarros como un estandarte.

De repente las tropas troyanas rompieron filas. Puesto que sabían adonde huir, nos dejaron atrás fácilmente en una retirada bastante disciplinada. El campo de batalla y Sigeo nos pertenecían.

Agamenón nos ordenó interrumpir la persecución, a lo que me mostré reacio hasta que Ulises me cogió del brazo bruscamente cuando pasaba por su lado y me obligó a volverme. ¡Era muy fuerte! ¡Mucho más de lo que parecía!

—¡Déjalo, Aquiles! —me dijo—. Cerrarán las puertas… Reserva tus fuerzas y a tus hombres por si los troyanos intentan otro ataque mañana. Antes de que oscurezca tenemos que poner orden en este caos.

Comprendí que le asistía la razón y regresé con él el largo camino hasta la playa, con Patroclo a mi lado como siempre y los mirmidones formando filas y entonando el himno de la victoria. Ignoramos las casas, pues aunque hubiera mujeres en ellas no las deseábamos. Al llegar junto a la playa nos detuvimos horrorizados. Los hombres yacían por doquier. De todas partes brotaban lamentos, gemidos y balbuceantes peticiones de ayuda. Algunos se movían; otros permanecían inmóviles: sus sombras habían volado a los tristes eriales del reino de las sombras señoreado por Hades.

Ulises y Agamenón se mantenían aparte mientras los hombres se agolpaban sobre los barcos soltando las bordas que se habían hundido en los costados o las popas, recogían a nuestros hombres de la playa y los trasladaban a las naves; las filas exteriores de las embarcaciones se internaban en las aguas. Alcé la mirada y descubrí que el sol se ponía en el horizonte: aún quedaba un tercio de la jornada. Sentía los huesos cargados de cansancio; el brazo, tan agotado que no podía levantarlo; y arrastraba el hacha por el suelo asiéndola por la correa. Sólo pensaba en reunirme con Agamenón, que me miraba con la mandíbula desencajada. Era evidente que no había eludido la batalla, porque llevaba la coraza torcida y tenía el rostro sucio y ensangrentado. Y en cuanto a Ulises, a quien en aquellos momentos observaba con calma, advertí que presentaba un extraño aspecto. Aunque su peto estaba desgarrado y mostraba el pecho, no tenía ningún rasguño.

—¿Te has dado un baño de sangre, Aquiles? —me preguntó el gran soberano—. ¿Estás herido?

Negué en silencio con la cabeza, comenzaba a reaccionar tras la tormenta de emociones que había experimentado y lo que había aprendido sobre mí mismo amenazaba con convocar de manera permanente a las hijas de Coré en mi espíritu. ¿Podría vivir con tal carga sin enloquecer? Entonces recordé a Ingenia y comprendí que seguir viviendo como un ser cuerdo formaba parte de mi castigo.

—¡De modo que eras tú el que manejaba el hacha! — decía Agamenón en aquellos momentos—. ¡Creí que se trataba de Áyax! Pero te has ganado nuestro reconocimiento; cuando apareciste con el cadáver del hombre que mató a Yolao, los troyanos se desanimaron.

—Dudo que fuera yo el responsable, señor —conseguí responderle—. Los troyanos ya habían recibido su merecido y seguían enviando hombres a la playa sin cesar. El caso de Cienos fue una cuestión personal, pues hizo mofa de mi honor.

Ulises volvió a asirme del brazo, pero en esta ocasión con suavidad.

—Tu nave está alejada, Aquiles. Embarca antes de que zarpe.

—¿Hacia dónde? —inquirí débilmente.

—No lo sé, pero me consta que no podemos permanecer aquí. Dejemos que los troyanos recojan sus cadáveres. Télefo dice que hay una playa excelente en el interior de una laguna cuando se rodea la orilla del Helesponto. Nos proponemos echarle un vistazo.

Al final, la mayoría de reyes viajamos en la nave de Agamenón, en dirección al norte a lo largo de la costa, hasta que llegamos a la desembocadura del Helesponto. Las primeras naves griegas que surcaban aquellas aguas desde hacía una generación avanzaban serenamente.

Una o dos leguas más allá de las colinas cuyos flancos salpicaban las aguas del mar encontramos una playa mucho más alargada y amplia que la de Sigeo, de más de una legua de extensión, a ambos extremos de la cual desembocaban sendos ríos cuyos bancos de arena formaban una laguna casi totalmente rodeada de tierra. El único acceso a aquel lago salado consistía en un angosto pasillo central; en el interior, el mar se hallaba en calma absoluta. La orilla más alejada de cada río estaba coronada por un promontorio y en lo alto del que se hallaba junto al río más caudaloso y más sucio había una fortaleza, a la sazón abandonada, cuya guarnición sin duda había huido hacia Troya. Nadie surgió de allí para ver entrar la nave insignia de Agamenón, y todas las pequeñas naves preceptoras de peaje aún estaban varadas.

Mientras nos alineábamos en la barandilla, Agamenón se volvió hacia Néstor y le preguntó:

—¿Te parece conveniente?

—Me parece un lugar espléndido, pero consulta a Fénix, que es el experto.

—Es un lugar estupendo, señor —intervine con timidez—. Si intentaran atacarnos por sorpresa, les resultaría muy difícil. Los ríos les dificultan totalmente el acceso. Aunque quienquiera que se encuentre próximo a ellos será más vulnerable.

—¿Quién se ofrece entonces voluntario para situar sus naves junto a los ríos? — preguntó el gran soberano. Y, algo avergonzado, añadió—: Los míos tendrán que estar en el centro de la playa… para más fácil acceso.

—Yo me instalaré en el río más grande —me apresuré a decir—. Y cercaré mi campamento con una empalizada por si nos atacan. Será como una defensa dentro de otra defensa.

El rostro del gran soberano se ensombreció.

—Pareces creer que permaneceremos aquí mucho tiempo, hijo de Peleo.

—Y así será, señor. Debes aceptarlo —repuse mirándolo abiertamente a los ojos.

Pero no lo hizo. Comenzó a impartir órdenes acerca de quién y dónde debían recalar sus naves mientras ponía de relieve el carácter provisional del hecho.

La nave insignia se instaló en el centro de la laguna mientras las restantes entraban lentamente en ella una tras otra a fuerza de remos, aunque al caer la noche no había varado ni un tercio de ellas. En cuanto a mi flota, así como las naos pertenecientes a Áyax, Áyax el Pequeño, Ulises y Diomedes, aún flotaban en el Helesponto en alta mar. Seríamos los últimos de todos. Por fortuna, el tiempo se mantenía estable y el mar estaba sereno.

Mientras el sol se ponía en el horizonte a mis espaldas, examiné por vez primera fríamente el lugar y me sentí satisfecho. Con un firme muro defensivo tras las hileras de naves varadas, nuestro campamento sería casi tan invulnerable como Troya, que se levantaba al este como una montaña, más próxima que en Sigeo. Necesitaríamos aquel muro defensivo, Agamenón se equivocaba. Al igual que no había sido construida con tal rapidez, Troya no caería en un día.

Una vez todas las naves hubieron recalado adecuadamente, con los calzos clavados bajo sus cascos y los mástiles recogidos —formaban cuatro hileras—, enterramos al rey Yolao de Filacas. Recogimos su cadáver de su nave insignia y lo instalamos en altas andas sobre un montículo herboso mientras todos los hombres de las naciones griegas desfilaban ante él, los sacerdotes cantaban y los reyes hacían las libaciones. Como ejecutor de su asesino, me correspondió a mí pronunciar su discurso funerario. Destaqué la serenidad con que el silencioso huésped había aceptado su destino, el valor que había desplegado en la lucha hasta encontrar la muerte y manifesté la identidad de su asesino, un hijo de Poseidón. Luego sugerí que su valor debía ser conmemorado con algo más perdurable que un elogio y propuse a Agamenón rebautizarlo con el nombre de Protesilao, que significa «el primero del pueblo».

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