La propuesta fue aceptada con solemne consenso; a partir de aquel momento el pueblo de Filacas lo conocería como Protesilao. Los sacerdotes ajustaron la máscara mortuoria de oro batido sobre su rostro dormido, le arrancaron su mortaja y apareció ataviado con el resplandor de una túnica tejida en oro. Luego lo tendimos en una barcaza y lo condujimos por el río mayor hasta el lugar donde los albañiles habían trabajado día y noche cavando su tumba en el promontorio. El carro mortuorio pasó al interior, la tumba se cerró y los obreros comenzaron a rellenar con piedras y tierra el acceso; en una o dos estaciones ni siquiera la mirada más experta podría detectar el lugar en que se hallaba enterrado el rey Protesilao.
Había cumplido la profecía y su pueblo se sentía orgulloso de él.
V
arar más de mil cien naves requirió todo nuestro tiempo y energías durante los breves días que siguieron a la primera batalla librada en tierras troyanas. El número de embarcaciones se había reducido ligeramente porque algunos de los pretendientes más pobres de Helena no habían podido permitirse disponer de naos tan bien construidas como, por ejemplo, las de Agamenón. Varias docenas de ellas se habían ido a pique, perforadas durante el frenético ímpetu por desembarcar suficientes hombres en la playa de Sigeo, pero no habíamos perdido ninguna embarcación de las destinadas a suministros ni de las que trasladaban los caballos para nuestros carros.
Ante mi sorpresa, los troyanos no se aventuraron a aparecer por las proximidades de nuestro creciente campamento, hecho que Agamenón interpretó como señal segura de que la resistencia había concluido. Así pues, cuando toda la flota estuvo a salvo en la playa de modo que los cascos no se hincharan ni agrietaran por absorber demasiada agua, nuestro gran soberano celebró consejo. Enardecido por el éxito obtenido en Sigeo, nada iba a detenerlo mientras hacía todo cuanto le parecía muy importante, aunque yo suponía que en breve sería insignificante. Lo dejé proseguir mientras me preguntaba quién más cuestionaría sus confiadas opiniones. Como le correspondía, se expresó entre el silencio general, pero en cuanto le entregó el bastón a Néstor, desconozco la razón de que no asistiera Calcante, Aquiles se puso en pie pidiendo el derecho a tomar la palabra.
Si, no podia ser mas que Aquiles. No me molesté en disimular una sonrisa. Al rey león se le había atragantado el muchacho de Yolco y, a juzgar por el ceño que ensombrecía su rostro, imaginé que sufría agudas punzadas de indigestión. ¿Alguna empresa tan valerosa y audaz había tenido alguna vez peor inicio que la nuestra? Tempestades, sacrificios humanos, celos y avaricia sin que mediara ningún afecto entre aquellos que podrían necesitarse mutuamente. ¿Y qué habría inducido a Agamenón a enviar a su primo Egisto a Micenas para que controlase a Clitemnestra? Era una acción que yo juzgaba tan temeraria como cuando Menelao se marchó a Creta y dejó a Paris en su casa. ¡Egisto tenía justas reivindicaciones para aspirar al trono! Tal vez el problema radicaba en que los hijos de Atreo habían olvidado lo que aquél había hecho con los hijos de Tiestes. Guisarlos y servírselos a su padre en un banquete. Egisto, por ser mucho más joven, había escapado al destino de sus hermanos mayores. Bien, no era mi problema; sin embargo, la creciente desavenencia entre Agamenón y Aquiles sí que lo era.
Si Aquiles hubiera sido una simple máquina de matar como su primo Áyax, no hubiera surgido la disensión. Pero Aquiles era un pensador que también se superaba en la batalla. La sonrisa desapareció de mi rostro al comprender que si yo hubiera nacido con las proporciones y circunstancias de aquel joven y sin embargo hubiera conservado mi propia mente, podría haber conquistado el mundo. El hilo de mi vida era mucho más consistente; parecía probable que viera cubrir el rostro sin labios de Aquiles con una máscara de oro, pero él estaba aureolado de una gloria que yo jamás alcanzaría. Experimenté una sensación semejante a la de carencia al comprender que Aquiles poseía alguna clave sobre el significado de la vida que siempre quedaba fuera de mi alcance. ¿Sería conveniente ser tan objetivo, tan frío? ¡Oh, si por una vez lograse arder, al igual que Diomedes tan sólo ansiaba helarse!
—Señor, dudo que podamos tomar Troya si los troyanos no se aventuran a salir a luchar —decía el hijo de Peleo gravemente—. Mi visión es superior a la de la mayoría y he estado estudiando esas murallas que pareces creer valoradas en exceso. Yo no estoy de acuerdo, creo que las infravaloramos. El único medio de aplastar a Troya es atraer a los troyanos a la llanura y vencerlos a campo abierto, y eso no será fácil. También tendremos que rodearlos para evitar que se retiren dentro de su ciudad a fin de aplazar la lucha. ¿No crees más prudente que hablemos teniendo en cuenta todos estos factores? ¿No podemos idear alguna argucia para atraer a los tróvanos al exterior?
Me eché a reír.
—¿Saldrías a luchar a campo abierto si te protegieran muros tan altos y gruesos como los de Troya, Aquiles? —intervine—. La mejor oportunidad la tuvieron en la playa de Sigeo, cuando desembarcamos, y ni siquiera allí pudieron derrotarnos. Si yo fuera Príamo, mantendría al ejército en lo alto de las murallas, desde donde se burlarían de nosotros.
Aún no se dio totalmente por vencido.
—Sólo era una débil esperanza, Ulises. Pero aún no comprendo cómo vamos a asaltar esos muros ni abatir sus puertas. ¿Puedes tú imaginarlo?
Hice una mueca ambigua.
—¡Oh, yo no digo nada! Ya he expuesto mis comentarios acerca de ese tema. Cuando haya oídos preparados para escuchar, volveré a hacerlo. Antes, no.
—Mis oídos están dispuestos —se apresuró a responderme.
—Tus oídos no son lo bastante importantes, Aquiles.
Ni siquiera esta chanza complació a Agamenón.
—¡Troya no puede resistírsenos! —exclamó adelantándose hacia nosotros.
—Entonces, señor, si mañana no hay rastro del ejército troyano en la llanura, ¿podemos trasladarnos al pie de las murallas para inspeccionarlas más de cerca? —insistió Aquiles.
—Desde luego —repuso secamente el gran soberano.
Cuando concluyó la reunión sin decidir nada más trascendental que la visita que realizaríamos al día siguiente a las murallas, le hice una seña a Diomedes, que poco después se reunía conmigo en mi tienda. Cuando los criados hubieron servido el vino y se hubieron retirado, Diomedes se permitió mostrar su curiosidad; aprendía a controlarse.
—¿De qué se trata? —inquirió ansioso.
—¿Ha de tratarse de algo? Estoy a gusto contigo.
—No pongo en duda nuestra amistad, me refiero a tu expresión cuando me hiciste señas para que saliera. ¿Qué te propones, Ulises?
—¡Ah!, te acostumbras demasiado a mis pequeñas rarezas!
—Mi aparato pensante acaso esté desbaratado por la guerra, pero aún logro distinguir el olor diferente de un junquillo y un cadáver.
—Entonces considera esto como un consejo privado, Diomedes. De todos nosotros tú conoces la guerra mejor que nadie, así como el modo de tomar una ciudad fortificada. Conquistaste Tebas y construíste un santuario con los cráneos de tus enemigos. ¡Por todos los dioses, qué entusiasmo debió de impulsarte a llevarlo a cabo!
—Troya no es como Tebas —repuso seriamente—. Tebas es griega, parte de nuestra unidad de naciones. En estos momentos guerreamos contra Asia Menor. ¿Cómo no lo comprende así Agamenón? Sólo hay dos potencias de cierta importancia en el Egeo: Grecia y la federación de Asia Menor, que comprende a Troya. A Babilonia y Nínive no les preocupa gran cosa lo que sucede por el Egeo y Egipto está tan lejos que a Ramsés no le importa en absoluto. —Se interrumpió, al parecer avergonzado—. ¿Pero quién soy yo para adoctrinarte? —concluyó.
—No te juzgues tan a la ligera. Ha sido un resumen admirable. Ojalá algunos miembros del consejo hoy celebrado hubieran sido la mitad de lógicos.
Bebió largamente para despejar su oleada de placer.
—Tomé Tebas, sí, pero tras una encarnizada batalla ante sus muros. Entré en la ciudad sobre los cadáveres de sus hombres. Aquiles probablemente pensaba en ello cuando proponía atraer cuanto antes a los troyanos al exterior. ¿Pero qué me dices de la ciudad? Un puñado de mujeres y niños pueden mantenernos eternamente a raya ante sus puertas.
—Podemos rendirlos por hambre —propuse.
Mis palabras lo hicieron reír.
—¡Eres incurable, Ulises! Sabes perfectamente que las leyes del hospitalario Zeus prohiben tal medida. ¿Podrías enfrentarte honradamente a las Furias si sometieras a una ciudad por la fuerza del hambre?
—Las hijas de Coré no me inspiran temor; las miré a los ojos hace años.
Era evidente que se cuestionaba si aquélla sería una muestra más de mi impiedad. Pero no me lo preguntó.
—Entonces dime a qué conclusión has llegado —dijo finalmente.
—Hasta el momento, a una. Que esta campaña será muy larga, cuestión de años. En consecuencia, haré mis preparativos considerando tal factor. Mi oráculo doméstico me previno de que estaría ausente del hogar durante veinte años.
—¿Cómo puedes creer en un sencillo oráculo doméstico cuando abogas por la técnica del hambre?
—El oráculo doméstico pertenece a la Madre —repuse paciente—, a la Tierra, tan próxima a nosotros en todos los aspectos. Ella nos envía a este mundo y nos reclama a su seno cuando finaliza nuestro recorrido. Sin embargo, la guerra es de competencia humana y cómo llevarla a cabo debería corresponder a la decisión de los hombres. Todas las malditas leyes que la gobiernan me parecen inspiradas para proteger al contrario. Un día que alguien desee muy intensamente ser vencedor de un combate las quebrantará y después todo será diferente. Somete a una ciudad por medio del hambre y desencadenarás una serie de victorias aplastantes por tal sistema. ¡Y yo deseo ser el primero! No, Diomedes, no soy impío, sólo me impacientan las restricciones. Sin duda el mundo cantará las hazañas de Aquiles hasta que Cronos vuelva a casarse con la Madre y el tiempo de los humanos llegue a su fin. ¿Pero es un orgullo exagerado por mi parte desear que el mundo aclame a Ulises? Yo no poseo las ventajas de Aquiles; no gozo de gran corpulencia física ni soy hijo de un gran soberano; sólo puedo valerme de las cualidades que poseo: inteligencia, astucia y sutileza. No son malos instrumentos.
Diomedes se desperezó.
—No, ciertamente. ¿Cómo planearías esta larga campaña?
—Comenzaré mañana, cuando regresemos de nuestra inspección de las murallas troyanas. Me propongo escoger un pequeño ejército de entre nuestras numerosas filas.
—¿Un pequeño ejército para ti?
—Sí, para mí. No un ejército corriente, las tropas habituales. Me propongo reclutar a nuestros peores elementos, los temerarios, los problemáticos y los descontentos.
Se quedó atónito, boquiabierto.
—¡Sin duda bromeas! ¿Problemáticos, descontentos, temerarios? ¿Qué clase de tropas son ésas?
—Dejemos de momento a un lado la cuestión de si mi oráculo doméstico se equivoca al predecirme veinte años o si Calcante está en lo cierto al mencionar diez. Sea como fuere, es mucho tiempo.
Deposité mi copa de vino en la mesa y me erguí en el asiento.
—En una campaña corta un buen oficial puede mantener ocupados a sus elementos problemáticos, vigilar a sus temerarios muy de cerca para que no puedan perjudicar al resto de los hombres y apartar a sus descontentos de aquellos a quienes podrían influir. Pero en una campaña larga es previsible que se produzcan peleas. No lucharemos cada día, ni siquiera cada luna, durante el transcurso de diez o veinte años. Habrá lunas de infinito ocio, en especial durante el invierno. Y en esas treguas las lenguas producirán tales daños que los murmullos de descontento alcanzarán las proporciones de un clamor.
Diomedes parecía divertido.
—¿Y qué me dices de los cobardes?
—¡Oh, tendré que dejar a los oficiales suficientes elementos insatisfactorios para que caven los pozos!
Aquello le provocó una carcajada.
—De acuerdo, entonces, cuando ya cuentes con tu pequeño ejército, ¿qué harás con él?
—Mantenerlo ocupado constantemente. Confiar a sus miembros algo en qué emplearse, con lo que disfrutarán sus dudosos talentos. La clase de hombres a que me refiero no son cobardes sino refunfuñones. Los problemáticos viven para provocar problemas; los temerarios no están contentos hasta que no ponen en peligro otras vidas así como las propias, y los descontentos se lamentarían al propio Zeus de la calidad del néctar y la ambrosía del Olimpo. Mañana acudiré a todos los oficiales al mando y les pediré que me confíen a sus tres peores hombres, con la exclusión de los cobardes, y, como es natural, estarán encantados de librarse de ellos. Cuando los haya reclutado los haré trabajar.
Aunque sabía que le tomaba el pelo, inocentemente no pudo resistirse a picar el anzuelo.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó.
Seguí bromeando.
—En las orillas de la playa, no lejos de donde han recalado mis naves, hay una hondonada natural. Queda fuera de la vista de todos y, sin embargo, se halla bastante próxima al campamento, situada en este lado del muro que Agamenón se propone levantar para proteger las embarcaciones y a nuestros hombres de las incursiones troyanas. Es un hueco muy profundo, capaz de contener bastantes edificios para albergar a trescientos hombres con toda comodidad. Mi ejército se alojará en ese lugar en completo aislamiento y yo los entrenaré para el trabajo que deben realizar. Una vez reclutados no tendrán ninguna clase de contacto con sus antiguas unidades ni con el ejército principal.
—¿De qué trabajo se trata?
—Me propongo crear una colonia de espías.
No esperaba semejante respuesta. Me miró confuso y sorprendido.
—¿Una colonia de espías? ¿Y qué es eso? ¿Qué pueden hacer los espías? ¿Para qué servirán?
—Serán sumamente útiles —repuse cada vez más entusiasmado con mi idea—. ¡Piénsalo, Diomedes! Incluso diez años son mucho tiempo en la vida de un hombre, tal vez tan poco como una séptima u octava parte, pero acaso tanto como un tercio o la mitad. Entre mis trescientos efectivos habrá algunos capaces de pasear por los salones de un palacio, y eso es lo que harán. El año próximo los diseminaré por la propia Ciudadela; a otros, que también les agrade actuar, los introduciré en los estratos medio y bajo de la ciudad, entre los esclavos y los mercaderes. Deseo estar al corriente de todos los movimientos de Príamo.