—Según me dijo Antenor, en el último censo se inscribieron ciento setenta mil ciudadanos —intervino Palamedes—. De lo cual yo deduciría que Príamo podría formar un ejército de cuarenta mil hombres excelentes sin buscar más allá de la propia ciudad… cincuenta mil si utilizara también a los ancianos.
Sonreí al pensar en mi tropa de ochenta mil efectivos.
—No bastarán para evitarnos la entrada —dije.
—Son más que suficientes —respondió Ulises—. La ciudad mide varias leguas de circunferencia, aunque es más oblonga que redonda. Las murallas exteriores son fantásticas. Medí una piedra desde mis nudillos hasta el codo y conté las hileras. Tienen treinta codos de altura y por lo menos veinte de grosor en su base. Son tan antiguas que nadie recuerda cuándo fueron construidas ni por qué. Según la leyenda, están malditas y deben desaparecer para siempre de la vista por causa de Laomedonte, el padre de Príamo. Pero dudo que sea por obra nuestra. Están ligeramente inclinadas y las piedras han sido pulidas; no existen asideros seguros para escalas ni garfios.
Carraspeé para aliviar una inquietante sensación depresiva.
—¿No existe ningún punto débil, Ulises? ¿Algún muro o entradas inferiores?
—Sí, lo hay, aunque yo no contaría con ello, señor. En la zona occidental se desplomó parte de las murallas originales durante el que calculo sería el mismo terremoto que acabó con Creta. La brecha fue reparada por Eaco y actualmente le dan el nombre de Cortina Occidental. Tiene unos quinientos pasos de longitud y se halla toscamente labrada, por lo que su superficie aparece llena de salientes y grietas que permitirían su escalada. En cuanto a sus accesos, sólo cuenta con tres puertas: una muy próxima a la Cortina Occidental, llamada Escea; otra en la parte sur, llamada Dárdana, y otra en el noreste, llamada Ida. Las restantes entradas consisten en sumideros y conductos fácilmente custodiados que tan sólo permiten el paso individualmente. Las puertas son asimismo macizas, de veinte codos de altura y arqueadas sobre el paso elevado que discurre por la parte superior de las murallas exteriores y que permite el rápido traslado de tropas de un sector a otro. Las puertas están construidas con maderos reforzados con placas de bronce y pinchos y sería inútil emplear arietes contra ellas. A menos que alguien las abra, necesitarás un milagro para entrar en Troya, Agamenón.
¡Vaya, Ulises siempre tan pesimista!
—No puedo comprender que resistan unas fuerzas tan numerosas como las nuestras, no es posible.
Palamedes examinó el contenido de su copa de vino sin pronunciar palabra; Néstor compartía aquella opinión. Ulises prosiguió:
—Agamenón —comenzó gravemente—, si las puertas de Troya están cerradas, disponen de efectivos más que suficientes para repeler tus ataques. Sólo puedes intentar la escalada por un lugar: la Cortina Occidental. Pero únicamente cuenta con quinientos pasos de longitud. Cuarenta mil hombres la atestarían como las moscas a un trozo de carroña. ¡Créeme, pueden mantenerte a raya durante años! Todo depende de que realmente crean que aún estamos en Grecia. Pero si salen a pescar por esta parte de Ténedos, estaremos perdidos. Pienso que debes hacer planes para una campaña larga. Aunque, desde luego, también podrías rendirlos por hambre —concluyó con ojos brillantes.
Néstor carraspeó indignado.
—¡Ulises! ¡De nuevo con tus ocurrencias! ¡Nos veremos condenados a la repentina locura!
El hombre enarcó sus rojas cejas, impenitente como de costumbre.
—Lo sé, Néstor, pero, hasta donde alcanzo a comprender, todas las normas bélicas parecen favorecer al enemigo, lo que es muy lamentable. Por eso me parecía lógico confiar en ese recurso.
Me levanté presa de un súbito cansancio.
—Desdichada la raza humana cuando gente como tú detente el mando, Ulises. Acostaos. Por la mañana convocaré consejo general y zarparemos pasado mañana al amanecer.
Mientras los demás salían, Ulises se volvió a preguntarme:
—¿Cómo está Filoctetes?
—Según Macaón, su estado no permite abrigar esperanzas.
—Lo lamento. ¿Qué pensáis hacer con él?
—¿Qué puede hacerse? Tendrá que quedarse aquí. Sería el colmo de la locura conducirlo a un campo de batalla.
—Convengo en que no puede acompañarnos, señor, pero tampoco podemos dejarlo en este lugar. En cuanto volviéramos la espalda, los tenedios le cortarían el gaznate. Envíalo a Lesbos, los lesbianos son más cultos y respetarán a un enfermo.
—No sobreviviría al viaje —protestó Néstor.
—Aun así, sería un mal menor.
—Te asiste la razón, Ulises —dije—. Lesbos es más adecuado.
—Gracias. Vale la pena esforzarse por salvarlo. —De pronto Ulises se veía animado—. Voy a decírselo ahora mismo.
—No se enterará, se halla en estado de coma desde hace tres días —le respondí.
C
alcante formuló otra profecía que hizo cambiar de idea a Agamenón en cuanto a ser el primer rey que pisara tierra troyana, ya que, según el sacerdote, aquel que así lo hiciera moriría en la batalla inicial. Miré furtivamente a Patroclo y me encogí de hombros. ¿Por qué preocuparme si los dioses me habían escogido como el predestinado? En ello encontraría la gloria.
Recibimos órdenes de zarpar y desembarcar, sabíamos cuándo debíamos extendernos por la playa y pisar tierra firme. Patroclo y yo nos apostamos en la avanzadilla de proa de mi nao insignia y observamos las embarcaciones que nos precedían, muy inferiores en número a las que iban en pos de nosotros, porque las de Yolco se encontraban entre las primeras. La nao insignia de Agamenón abría la marcha con su inmenso convoy micénico a la izquierda y, a su diestra, la flota de Yolao de Filacas, un monarca subdito de mi padre. Lo seguía yo y, a continuación, Áyax y los demás.
Antes de partir, Agamenón nos advirtió que no esperaba ser recibido por gente hostil y armada y que confiaba en invadir la ciudad sin enfrentarse a una oposición organizada.
Pero aquel día no nos acompañaban los dioses. En el instante en que la séptima embarcación de las filas de Agamenón rodeaba la punta de Ténedos, grandes nubes de humo se levantaron del promontorio que flanqueaba Sigeo. Sabían que merodeábamos por la zona y estaban preparados para recibirnos.
Habíamos recibido órdenes de tomar Sigeo y marchar apresuradamente hacia la ciudad. Cuando mi nave se introdujo en el estrecho distinguí a las tropas troyanas repartidas por la playa.
Ni siquiera los vientos nos eran propicios. Tuvimos que arriar las velas y utilizar los remos, lo que significaba que la mitad de nuestros hombres estarían demasiado cansados para luchar debidamente. Para colmo de nuestras desdichas, la corriente procedente de la desembocadura del Helesponto se extendía por alta mar, lo que también nos perjudicó. Pasamos toda la mañana remando para superar el breve trecho que nos separaba del continente.
Sonreí con amargura al advertir que había cambiado el orden de precedencia: en aquellos momentos Yolao de Filacas avanzaba progresivamente ante Agamenón, seguido muy de cerca por sus hombres en sus cuarenta embarcaciones y con la poderosa flota del gran soberano a su izquierda. Me pregunté si Yolao maldeciría su destino o lo acogería de buen grado. Había sido escogido como el primer soberano que desembarcaría, y por consiguiente, según las predicciones de Calcante, moriría.
El honor requería que yo les exigiera un mayor esfuerzo a los remeros; sin embargo, la prudencia me instaba a asegurarme de que mis mirmidones conservaban suficientes fuerzas para enfrentarse al combate.
—No puedes alcanzar a Yolao —dijo Patroclo, que parecía leer mis pensamientos—. Lo que deba suceder, sucederá.
Aquélla no era mi primera empresa bélica, porque ya había luchado con mi padre desde que descendí del monte Pelión y durante los años que estuve con Quirón, pero todas aquellas campañas no eran nada comparadas con lo que nos aguardaba en la playa de Sigeo. Los troyanos se alineaban en hileras de miles, cada vez en mayor número, y las escasas naves que estaban varadas en la guijarrosa playa el día anterior se encontraban ahora en el interior, detrás del pueblo.
Toqué a Patroclo en el brazo y advertí que temblaba, pero mis miembros no habían perdido su firmeza.
—Patroclo, ve a popa y llama a Automedonte, que está en la nave próxima. Dile que sus timoneles cubran el hueco que se ha producido entre nosotros y que transmita el mensaje, no sólo a nuestras naves, sino a todas las demás. Cuando desembarquemos, nos limitaremos a flotar en las aguas, de modo que los espolones de proa no rompan los cascos. Dile a Automedonte que sus hombres pasen por mi cubierta para llegar a la playa y que todos los demás sigan su ejemplo. De no ser así, nunca llegarán suficientes soldados a tierra para evitar una masacre.
Cruzó rápidamente por el combés hasta la popa y, haciendo bocina con las manos, llamó al vigilante Automedonte, cuya armadura destelló a la luz del sol mientras le respondía. Luego observé cómo seguía mis instrucciones aproximando su nave a la nuestra hasta que alineó su puntiaguda proa con nuestro bao. Las restantes embarcaciones que se divisaban siguieron su ejemplo: nos habíamos convertido en un puente flotante. A mis pies, mis hombres dejaban sus remos y se armaban; nuestro ímpetu bastaría para conducirnos a tierra. En aquellos momentos sólo quedaban diez navios delante de mí y el primero de ellos pertenecía a Yolao.
La nave sumergió su roda en los guijarros y se detuvo entre sacudidas. Yolao permaneció unos momentos vacilante en la proa, luego profirió su patriótico grito de guerra y corrió hacia el combés. Pasó sobre el costado del buque seguido de sus hombres, que avanzaron en tropel mientras entonaban el himno bélico. Pese a verse tan espantosamente superados en número, causaron algunos estragos. Poco después, un poderoso guerrero con armadura dorada derribó a Yolao y lo destrozó con una hacha.
Desembarcaban más soldados. Las naves que estaban a mi izquierda se ladeaban y los hombres saltaban por las bordas para confundirse entre la refriega, sin aguardar las escalerillas. Me ajusté el casco, le sujeté el penacho de oro, me rebullí en mi coraza de bronce con incrustaciones de oro para enderezarla y así el hacha con ambas manos. Era una arma magnífica, una de las piezas de pillaje obtenida por Minos durante una campaña en el extranjero, mucho más grande y pesada que las hachas cretenses. La espada me rozaba el muslo, pero deseché a Viejo Pelión pues resultaba inútil en la lucha cuerpo a cuerpo. Aquélla era una ocasión ideal para utilizar el hacha y podría pasarme todo el día haciendo oscilar la bella arma de doble hoja sin flaquear. Sólo Áyax y yo utilizábamos tal recurso en la lucha cuerpo a cuerpo; una hacha bastante grande que fuera más útil que una espada resultaba muy incómoda para un hombre corriente. Por consiguiente, no era de asombrar que yo anhelase atacar al gigante de armadura dorada que había dado muerte a Yolao.
A causa del empeño de llegar a la playa y el estar absorto en no perderme ningún detalle, olvidé cuanto pasó por mi mente durante aquellos últimos momentos. Una sacudida me indicó que habíamos tocado tierra, seguida de otra más intensa que estuvo a punto de hacerme perder el equilibrio. Miré hacia atrás y descubrí que Automedonte había juntado su nave a la mía y que sus hombres ya se precipitaban por mi cubierta. Como el mono mimado de alguna cretense, salté a la proa y desde allí contemplé a mis pies las cabezas de aquella confusión humana entre la que apenas se distinguían amigos de enemigos. Pero era necesario hacerme visible a todos los que avanzaban en masa detrás de mí, a quienes procedían de la nave de Alcimo, que pasaban por la cubierta de la nave de Automedonte, y a muchos más mientras mi embarcación aún resistía los debilitados espasmos de las colisiones que se sucedían cada vez más lejos.
Entonces blandí mi hacha en lo alto, por encima de mi cabeza, proferí roncamente el grito de guerra de los mirmidones y salté de la proa a la agitada masa de cabezas que tenía a los pies. La fortuna me acompañó y la cabeza de un troyano quedó destrozada bajo el impacto de mi cuerpo. Caí sobre él aún sosteniendo con fuerza el hacha en mis manos; en cuanto al escudo, lo había dejado en algún lugar de cubierta, pues más bien hubiera constituido un estorbo en semejante lucha. Al cabo de un instante estaba erguido, profiriendo la bélica invocación con toda la fuerza de mis pulmones hasta que me oyeron mis mirmidones y en el aire vibraron sus escalofriantes gritos de hombres dispuestos a matar. Los troyanos lucían penachos púrpura en sus cascos, otro factor favorable, pues el uso de aquel color estaba prohibido a todos los griegos salvo a los cuatro grandes soberanos… y a Calcante.
Me convertí en centro de miradas amenazadoras y me vi desafiado por numerosas espadas, pero retrocedí y abatí el hacha con tal fuerza que partí a un hombre por la mitad del cráneo a la entrepierna. Aquello los detuvo. Un acertado consejo de mi padre, que así había aleccionado a los mirmidones: una agresión feroz en la lucha cuerpo a cuerpo hace retroceder a los hombres de modo instintivo. Utilicé de nuevo el hacha, en esta ocasión en círculo, como una rueda, y los todavía bastante necios para tratar de atacarme sintieron que la hoja les cortaba el vientre bajo sus armaduras de bronce. ¡Las armaduras troyanas no eran de cuero! Naturalmente, puesto que tenían el monopolio del bronce. ¡Cuan rica debía de ser Troya!
Patroclo iba tras de mí con su escudo para protegerme la espalda y los mirmidones surgían en número infinito a nuestra retaguardia saltando de las naves a la playa. El antiguo ejército se hallaba en acción. Avancé rompiendo las filas que tenía ante mí utilizando el hacha como la varita de un sacerdote, reduciendo a todo aquel que lucía un penacho purpúreo. Aquello no podía considerarse un auténtico enfrentamiento de fuerzas ni tampoco había tiempo ni espacio para escoger a un príncipe o a un rey, ni una zona que separara a las fuerzas enemigas. Era sólo un montón de guerreros de toda condición enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo. Parecía que habían transcurrido siglos desde que me prometí llevar la cuenta de los enemigos que exterminaba, pero en breve estuve demasiado entusiasmado para cumplir mi propósito, enardecido por la repentina blandura de la carne bajo el duro bronce a medida que caía el hacha.
Para mí sólo existían la sangre y los rostros, que reflejaban furia o terror, de aquellos valientes que trataban de desviar el arma con sus espadas y perecían en el intento, o de los cobardes que caían farfullando de miedo, peores que los cobardes que volvían las espaldas y se daban a la fuga. Me sentía invencible, sabía que en aquel campo nadie me abatiría. Y me complacía ante el espectáculo de los rostros partidos, sangrientos y boquiabiertos; el ansia de matar me calaba hasta el mismo tuétano. Era una especie de locura, recoger una cosecha de pechos, vientres y cabezas con el hacha goteando sangre, que también corría por la empuñadura hasta las toscas fibras de las cuerdas enrolladas en su base para que no me resbalaran las manos. Lo olvidé todo. Lo único que deseaba era ver los penachos púrpura teñidos de rojo. Si alguien me hubiera puesto un casco troyano y me hubiera soltado entre mis propios hombres, los hubiera sacrificado de igual modo. Lo justo y lo injusto no existían, sólo el placer de matar. Tal era el significado de todos los años que había vivido bajo el sol, en eso yo había permitido que se convirtiera un ser mortal: en una perfecta máquina de matar.