—No hay nubes —observé.
Se encogió de hombros.
—Me duelen los huesos, Ulises. Mi padre siempre decía que un hombre sometido muchas veces al fragor de las batallas, con el cuerpo fracturado o herido por lanzas y flechas, siente dolores con la llegada de la lluvia o el frío. Esta noche el dolor es tan grande que no puedo dormir.
Me habían hablado anteriormente de tal fenómeno y al oírlo sentí un estremecimiento.
—Por el bien de todos confio en que en esta ocasión tus huesos se equivoquen, Diomedes. ¿Pero por qué me buscas?
—Sabía que el Zorro de Ítaca no dormiría hasta sentir las olas bajo su nave —repuso con una sonrisa—. Y quería hablar contigo.
Le pasé el brazo por los anchos hombros y lo conduje hacia mi tienda.
—Vamos, pues, a hablar. Tengo vino y un buen fuego en el trípode.
Nos instalamos en sendos divanes junto al trípode donde se mantenía el fuego encendido entre nosotros y ante sendas copas de vino. La luz era tenue, el ambiente cálido, los asientos estaban protegidos con cojines y el vino no había sido aguado con la confianza de que nos induciría al sueño. Era improbable que nadie nos molestara pero, para asegurarnos, corrí la cortina que cubría la entrada de la tienda.
—Eres el hombre más importante de esta expedición, Ulises —dijo gravemente. No pude contener la risa.
—¡De ningún modo! ¡El más importante es Agamenón! ¡O, en su defecto, Aquiles!
—¿Agamenón? ¿Ese autócrata envarado y cabezota? ¡No, de ningún modo! Acaso dé esa impresión, pero es porque se trata del soberano supremo, no porque sea el más importante. En cuanto a Aquiles, es sólo un muchacho. ¡Oh, admito que posee un gran potencial para alcanzar la fama! Posee cerebro y acaso demuestre ser formidable en el futuro, pero en estos momentos aún debe demostrarlo. Quién sabe, acaso dé media vuelta y eche a correr a la vista de la sangre.
—No, Aquiles no hará tal cosa —repuse sonriente.
—De acuerdo, lo admito. Pero nunca será el hombre más importante de nuestro ejército porque lo eres tú, Ulises. ¡Tú lo eres! Serás tú y nadie más quien ponga Troya en nuestras manos.
—¡Tonterías, Diomedes! —repuse amablemente—. ¿Qué puede lograr la inteligencia en diez días?
—¿Diez días? —rió burlón—. ¡Por la Madre, más bien serán diez años! Ésta es una auténtica guerra, no una cacería.
Depositó su copa vacía en el suelo.
—Pero no he venido a verte para hablar de guerra, sino a pedirte tu ayuda.
—¿Mi ayuda? ¡Eres tú el guerrero experto, Diomedes, no yo!
—¡No, no, no tiene nada que ver con los campos de batalla! Por ellos puedo andar con los ojos vendados. Se trata de otras cuestiones en las que necesito tu ayuda, Ulises. Deseo observar cómo trabajas, aprender cómo controlas tu genio. —Se inclinó hacia mí—. Verás, necesito que alguien vigile este maldito carácter que tengo, que me enseñe a dominar mis demonios internos en lugar de desatarlos en mi propio perjuicio. He pensado que si te viera con frecuencia, quizá me transmitirías parte de tu frialdad.
Su sencillez me había impresionado.
—Entonces considera tuyo mi cuartel general, Diomedes. Manten tus naves cerca de las mías, despliega tus tropas junto a mis tropas en la batalla y acompáñame en todas mis misiones. Todos los hombres necesitamos un buen amigo que sea paciente con nosotros. Es la única panacea para la soledad y la nostalgia.
Extendió el brazo sobre las vivas llamas, sin advertir al parecer cómo lamían su muñeca, y yo enlacé los dedos en su antebrazo; de este modo sellamos nuestro pacto de amistad. Compartimos nuestra soledad para hacerla más soportable.
En algún momento a medida que avanzó la noche debimos de dormirnos porque me despertó la luz del amanecer entre el bramido de un viento creciente que envolvía como un sudario todos los navios y circulaba estrepitoso y maligno entre sus proas. Al otro lado del ennegrecido y apagado fuego Diomedes se removía interrumpiendo la suave belleza de su despertar con un gruñido de dolor.
—Mis huesos han empeorado esta mañana —dijo mientras se sentaba.
—No sin razón. Afuera sopla un vendaval.
Se puso prudentemente en pie, fue hacia la abertura cubierta de la tienda y, tras asomarse al exterior, retornó a su diván.
—El padre de todas las tormentas desciende del norte. El viento aún se halla en aquel sector y ya siento el hálito de la nieve. Hoy no zarparemos, pues seríamos enviados hacia Egipto.
En aquel momento acudió un esclavo portador de un trípode encendido, arregló los divanes y nos trajo agua caliente para lavarnos. No era necesario apresurarse, ya que Agamenón estaría tan irritado que no convocaría consejo antes de mediodía. Mi esposa me había preparado humeantes pasteles de miel y pan de cebada, queso de cabra y vino caliente con
azúcar y
especias para concluir la comida. Fue un almuerzo excelente, y más puesto que era compartido. Nos entretuvimos calentándonos las manos en el fuego hasta que Diomedes regresó a su tienda para cambiarse a fin de asistir al consejo. Yo me puse un faldellín y una blusa de cuero, me até las altas botas y me eché una capa forrada de piel por los hombros.
El rostro de Agamenón era más sombrío y tempestuoso que el cielo; la furia y la contrariedad pugnaban en sus rígidos rasgos, todos sus planes se habían desplomado entre sus dorados pies. Tenía la secreta sensación de parecer ridículo, de que su gran aventura se había ido a pique antes de haberse iniciado.
—¡He convocado a Calcante para que efectúe un augurio! —exclamó.
Con un suspiro nos abrimos paso entre las inhóspitas ráfagas del vendaval, arrebujándonos en nuestras capas. La víctima yacía con las cuatro patas atadas sobre el altar de mármol, bajo el plátano. ¡Y Calcante vestía de púrpura! ¿De púrpura? ¿Qué habría sucedido en Áulide antes de mi llegada? Agamenón debía quererlo con locura para permitirle llevar tales ropas.
Mientras aguardaba a que comenzase la ceremonia pensé que tal coincidencia era excesiva para poder asimilarla; dos lunas de tiempo perfecto y luego, el mismo día en que la expedición debía zarpar, todos los elementos se combinaban contra ella. La mayoría de soberanos habían decidido regresar a sus cuarteles generales en lugar de sufrir el viento helado y el aguanieve al quedarse a presenciar los resultados del augurio. Sólo aquellos decanos en años o autoridad permanecimos para apoyar a Agamenón: Néstor, Diomedes, Menelao, Palamedes, Filoctetes, Idomeneo y yo mismo.
Era la primera vez que veía a Calcante en funciones y tuve que admitir que lo hacía muy bien. Con rostro cerúleo y manos tan temblorosas que apenas podía levantar el enjoyado cuchillo, degolló a la víctima y estuvo a punto de volcar el gran cáliz de oro cuando lo sostenía para recoger la sangre. Al verter el chorro rojizo sobre el frío mármol pareció que humeaba. Luego abrió el vientre y comenzó a interpretar los múltiples pliegues de las entrañas según la práctica de los sacerdotes instruidos en Asia Menor. Sus movimientos eran rápidos y arrítmicos y su respiración, tan estertórea que se distinguía en todo momento en que el viento se apaciguaba.
De pronto se volvió bruscamente hacia nosotros.
—¡Escuchad la voz del dios, oh reyes de Grecia! ¡He conocido la voluntad de Zeus, dios absoluto, que se ha apartado de vosotros y se niega a dar su bendición a esta empresa! Sus motivos están empañados por su ira, pero es Artemisa quien, sentada en sus rodillas, le ruega que mantenga su obstinación. ¡No puedo ver nada más! ¡Su furia me abruma!
Pensé que era lo que yo había esperado, aunque mencionar a Artemisa me pareció un hábil toque. Sin embargo, para hacerle justicia, Calcante parecía realmente un hombre perseguido por las hijas de Coré, en un breve instante despojado de todo salvo de su vida. Sus ojos reflejaban auténtica angustia. Me sorprendió una vez más porque era evidente que, aunque hubiera elaborado todo aquello previamente, creía sus propias palabras. Cualquiera que posea la facultad de influir en los demás me interesaba, pero ningún sacerdote me había interesado jamás tanto como él. Y consideré que todavía no había concluido su representación, que aún quedaba algo más.
Al pie del altar el sacerdote se volvió y abrió ampliamente los brazos, sus enormes mangas se agitaron empapadas por el aguanieve que caía a impulsos del viento, echó atrás la cabeza y por su inclinación comprendí que contemplaba el plátano. Seguí su mirada hasta las ramas que aún seguían desnudas, con los tallos encogidos, sin desplegar las hojas. En una bifurcación se encontraba un nido y en él empollaba una ave. Era un pájaro corriente, de color castaño y clase indefinida.
La serpiente del altar se retorció a lo largo de la rama con sus fríos y negros ojos cargados de codicia. Calcante encogió los brazos aún levantados y señaló con ambas manos el nido, que todos observamos conteniendo el aliento. El gran reptil abrió las mandíbulas y engulló al pájaro de golpe, de modo que su cuerpo se convirtió en una serie de tatuajes abultados en sus brillantes escamas marrones y, a continuación, devoró uno tras otro los huevos, seis, siete, ocho y nueve, según conté. A la madre y a sus nueve huevos.
Concluida su comida, como todos los de su especie, interrumpió su trayectoria, se enroscó en la delgada rama y se quedó como petrificada, fijos sus ojos totalmente inexpresivos en el sacerdote, sin parpadeos que interrumpiesen la frígida penetración de su mirada.
Calcante se retorció como si algún dios le hubiese clavado una invisible estaca en el vientre y gimió quedamente. Acto seguido tomó la palabra:
—¡Escuchad, oh reyes de Grecia! ¡Habéis sido testigos del mensaje de Apolo! ¡Apolo nos habla cuando el Señor Absoluto se niega a hacerlo! La sagrada serpiente se ha tragado al pájaro y a sus nueve crías nonatas. El ave representa la próxima estación; y sus nueve hijos no nacidos, las nueve estaciones aún no engendradas por la Madre. ¡En cuanto a la serpiente, es Grecia; y el pájaro y sus crías, los años que costará conquistar Troya. ¡Diez años tardaremos en conquistarla! ¡Diez años!
El silencio era tan profundo que pareció dominar la tormenta. Durante largo rato nadie se movió ni pronunció palabra. Tampoco yo sabía qué pensar de aquella sorprendente representación. ¿Era el sacerdote extranjero un auténtico adivino o se trataba de una complicada farsa? Observé a Agamenón y me pregunté qué ganaría: su seguridad de que la guerra concluiría en breves días o su fe en el sacerdote. La pugna fue violenta porque era un hombre religiosamente supersticioso por naturaleza, pero al final triunfó su orgullo.
Se encogió de hombros y giró sobre sus talones dándonos la espalda. Yo fui el último en marcharme, sin apartar en ningún momento los ojos de Calcante, que permanecía absolutamente inmóvil mirando al gran soberano con malévola expresión e indignado porque había sido ignorada su primera y auténtica exhibición de poder.
Los días transcurrieron lentamente hasta plena primavera, atormentados por fuertes vientos y auténticos diluvios. El mar agitado formaba olas tan altas que llegaban a las cubiertas de las naves, sin permitirnos abrigar esperanzas de zarpar. Nos instalamos dispuestos a aguardar cada uno a su modo. Aquiles entrenaba inexorablemente a sus mirmidones; Diomedes paseaba arriba y abajo del reducido ámbito de mi tienda con creciente impaciencia; Idomeneo se solazaba en brazos de las cortesanas que había traído consigo desde Creta; Fénix parloteaba como una gallina enloquecida acerca de su flota; Agamenón se mordía la barba y se negaba a escuchar ningún consejo mientras las tropas se entregaban al ocio y al juego, disputaban y bebían. Tampoco era fácil transportar suficientes alimentos para suministrar al ejército por aquellos terrenos empapados de lluvia.
Yo me sentía indiferente. Tanto me daba cómo iba a pasar el comienzo de veinte años de exilio. Sólo algunos de nosotros nos reuníamos cada mediodía para presenciar la interpretación de los presagios. Ninguno esperaba una explicación positiva por parte de Calcante acerca de las razones por las que el gran dios se había vuelto contra nosotros. La luna nueva se volvió llena y se desvaneció en la nada sin que cesara la tempestad; comenzábamos a pensar seriamente en la imposibilidad de zarpar. Si transcurría otra luna sin que amainara, el viento sería más imprevisible y, cuando concluyese el verano, Troya se cerraría para nosotros hasta el año próximo.
No me perdía nunca el ritual de mediodía, más motivado por la fascinación que el propio Calcante me inspiraba que por abrigar auténticas esperanzas de que el dios descorriera el velo y nos permitiera conocer sus propósitos. Ni tampoco aquel día en particular apuntaba indicio alguno de llegar a ser diferente. Sencillamente seguía en mi papel de observador del sacerdote. Sólo me acompañaban Agamenón, Néstor, Menelao, Diomedes e Idomeneo. Al pasar había advertido que la serpiente del altar hacía tiempo que había emergido de su glotona hibernación y había reasumido su antigua posición en el nicho.
Pero aquel día fue diferente. A medio examinar las entrañas de la víctima, Calcante se volvió bruscamente hacia Agamenón y lo señaló con un largo, huesudo y ensangrentado dedo.
—¡Ahí se halla el culpable de que no zarpemos! —gritó—. ¡Agamenón, rey de reyes, no has satisfecho tu deuda con la Arquera! ¡Has despertado su ira largo tiempo dormida y Zeus, su divino padre, ha escuchado sus súplicas de justicia! ¡Hasta que no entregues a Artemisa lo que le prometiste hace dieciséis años, tu flota no
zarpará,
rey Agamenón!
Yo no tenía la menor sospecha de a qué se refería. Observé que Agamenón se tambaleaba ligeramente y se le descomponía el rostro. Calcante sabía qué le decía.
El sacerdote descendió por los peldaños vibrante de indignación.
—¡Entrega a Artemisa lo que le negaste hace dieciséis años y podrás zarpar! De otro modo será imposible. ¡El todopoderoso Zeus ha hablado!
Agamenón se cubrió el rostro con las manos y se apartó de la nefasta figura vestida de púrpura.
—¡No puedo! —clamó.
—Entonces disuelve el ejército —repuso Calcante.
—¡No puedo dar a la diosa lo que desea! ¡No tiene ningún derecho a exigirlo! Si hubiera imaginado cuál sería el resultado… ¡Nunca se lo hubiera prometido! Ella es Artemisa, casta y sagrada. ¿Cómo puede exigirme semejante cosa?
—Tan sólo exige lo que se le debe. Entrégaselo y podrás partir —repitió el sacerdote con fría voz—. Si sigues incumpliendo tu promesa de hace dieciséis años, la casa de Atreo se sumirá en las tinieblas y tú mismo morirás arruinado.