La canción de Troya (21 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La canción de Troya
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Malogradas mis esperanzas, proseguí hacia Tebas, donde había dispuesto reunirme con Diomedes, que venía desde Argos. Pero la ruinosa ciudad estaba desierta; él no se había atrevido a quedarse. Tampoco me angustiaba la soledad mientras dirigía mis caballos por la última y breve etapa de mi viaje, traqueteando por el camino rodado que conducía al estrecho de Eubea y a la playa de Áulide.

El punto de encuentro para la expedición había sido discutido detenida y cuidadosamente; más de mil naves necesitarían varias leguas de espacio y las aguas debían ser protegidas. Por consiguiente, Áulide constituía una buena elección. La playa superaba las dos leguas de longitud y estaba resguardada de las borrascas y del mar por la isla de Eubea, no lejos de la costa.

Aunque era el último en llegar, me remonté a lo alto de una colina que dominaba la costa para contemplar la perspectiva. Incluso mis corceles parecieron percibir algo siniestro en el ambiente porque se detuvieron, ofrecieron resistencia y comenzaron a retroceder, como suelen hacerlo cuando se los obliga a aproximarse a las carroñas. Mi auriga tuvo que esforzarse por controlarlos, pero por fin consiguió inducirlos a avanzar.

¡Se extendían ante mis ojos hasta el infinito! En la playa, en doble hilera, se encontraban los navios rojinegros de altas proas, capaces cada uno de ellos de transportar un centenar de hombres por lo menos, con espacio suficiente para cincuenta remeros y para que otros cincuenta pudieran descansar entre el equipo, y con altos mástiles en los que izar las velas. Me pregunté cuántos árboles habrían sido derribados para construir aquellas naves, cuántos regueros de sudor habrían empapado sus curvados costados hasta que estuvo ajustado el último perno para que pudieran deslizarse con soltura sobre las aguas.

Innumerables embarcaciones, diminutas desde la elevada perspectiva que yo disfrutaba, suficientes para trasladar a Troya a ochenta mil soldados y otros miles más de no combatientes. Aplaudí a Agamenón en mi fuero interno, pues se había arriesgado y había triunfado en su empeño. Aunque no lograra conducir a aquellas infinitas naves más allá de la playa de Áulide, no dejaba de ser un logro espléndido. En aquellos momentos yo no advertía la belleza del lugar, ya que las montañas empequeñecían y el mar se convertía en un instrumento pasivo al servicio de Agamenón, rey de reyes. Me reí y grité estentóreamente:

—¡Has vencido, Agamenón!

Atravesé el pueblecito pescador de Áulide a trote ligero prescindiendo de la multitud de soldados que atestaban su única calle. Me detuve más allá de las casas, desorientado. ¿Dónde se hallaría el cuartel general entre tantas naves? Me dirigí a un oficial.

—¿Dónde se encuentra la tienda de Agamenón, rey de reyes?

Me observó morosamente mientras se escarbaba los dientes y examinaba mi armadura, mi casco engalanado con colmillos de jabalí, el magnífico escudo que había pertenecido a mi padre.

—¿Quién lo pregunta? —me preguntó con impertinencia.

—Un lobo que ha devorado ratas mayores que tú.

El hombre, atónito, tragó saliva y respondió cortésmente:

—Sigue este mismo camino durante un rato y pregunta de nuevo, señor.

—Ulises de Ítaca te lo agradece.

Agamenón había establecido su campamento de modo provisional, con tiendas de cuero cómodas y de dimensiones considerables.

Con carácter sólido y permanente únicamente había construido un altar de mármol bajo un plátano solitario, un pobre y escuálido ejemplar que pugnaba contra la sal y el viento para hacer germinar brotes primaverales. Confié mis corceles y mi auriga a uno de los guardianes imperiales y me escoltaron hasta la tienda de mayores proporciones.

En su interior se encontraban los personajes más importantes: Idomeneo, Diomedes, Néstor, Áyax y su homónimo Áyax el Pequeño, Teucro, Fénix, Aquiles, Menesteo, Menelao, Palamedes, Meriones, Filoctetes, Eurípilo, Toas, Macaón y Podaliero. Calcante, el sacerdote albino, sentado discretamente en un rincón, paseaba sus ojos enrojecidos de uno a otro, entre cálculos y conjeturas. Su bizqueo no me confundió. Durante unos momentos lo observé con disimulo tratando de adivinar sus pensamientos. No me gustaba, no sólo por su repulsivo aspecto, sino por algo intangible en su apariencia que me inspiraba una profunda sensación de desconfianza.

Me constaba que Agamenón había tenido igual sensación al principio, pero tras hacer observar al hombre durante muchas lunas había llegado a la conclusión de que Calcante era leal. Yo no estaba tan seguro. Aquel tipo me parecía muy sutil y era troyano.

—¿En qué te has demorado, Ulises? —exclamó Aquiles jovialmente—. ¡Tus naves llegaron hace una luna!

—He venido por tierra. Tenía asuntos que solventar.

—Pero llegas en el momento oportuno, viejo amigo —intervino Agamenón—. Nos disponíamos a celebrar nuestro primer consejo formal.

—¿Soy realmente el último?

—Entre los importantes.

Ocupamos nuestros asientos. Calcante abandonó su rincón y sostuvo el dorado bastón de debate en su puño con aire indolente. Pese a que hacía un tiempo soleado y primaveral, las lámparas estaban encendidas porque sólo se filtraba una tenue luz por la puerta de la tienda. Como correspondía a un consejo oficial de guerra, vestíamos nuestras armaduras completas. Agamenón lucía un equipo de oro muy hermoso con amatistas y lapislázulis incrustados. Confié en que tuviera otro más adecuado para la batalla. Tomó el bastón de Calcante y se enfrentó orgulloso a todos nosotros.

—Como es natural, he convocado este primer consejo para tratar de la travesía más que de la campaña. Pero en vez de dictar órdenes considero preferible responder a preguntas. No es necesario un debate riguroso. Calcante sostendrá el bastón. Sin embargo, si alguno de vosotros desea tomar extensamente la palabra, deberá utilizarlo.

Con aire satisfecho devolvió el bastón al sacerdote.

—¿Cuándo piensas zarpar? —preguntó Néstor en tono cordial.

—Con la próxima nueva luna. He delegado la parte principal de la organización en Fénix, el marino más experto de todos nosotros. Fénix ya ha establecido un destacamento especial de oficiales que dispondrán la orden de zarpar, establecerán qué contingentes son los más rápidos o lentos, las naves que deben transportar las tropas indispensables y las que trasladarán caballos o personal no combatiente. Podéis estar tranquilos, pues no se producirá un caos cuando desembarquemos.

—¿Quién es el piloto principal? —inquirió Aquiles.

—Télefo. Él me acompañará en la nao insignia. Los pilotos de cada embarcación tendrán órdenes de mantener su nave a la vista de, por lo menos, una docena de los restantes. Ello nos asegurará de que la flota permanece intacta, contando con un tiempo favorable, claro está. Las tormentas dificultarían la situación, pero la época del año nos es propicia y Télefo prepara cuidadosamente a los pilotos.

—¿Con cuántas naves de abastecimiento contaremos? —le pregunté.

Agamenón pareció algo ofendido, no había esperado una pregunta tan prosaica.

—Se han destinado cincuenta para tal fin, Ulises. La campaña será breve y rápida.

—¿Sólo cincuenta para cien mil hombres? Agotarán los alimentos en menos de una luna.

—En menos de una luna disfrutaremos de todos los alimentos que Troya haya almacenado —manifestó el gran rey de Micenas.

Su rostro era mucho más elocuente que sus palabras: había tomado una decisión y no pensaba hacer concesiones. ¿Por qué en aquel punto, el más insignificante, el más imprevisible? Pero en ocasiones se comportaba de aquel modo y entonces ni Néstor, ni Palamedes ni yo mismo podíamos hacerlo mudar de opinión.

Aquiles se levantó y tomó el bastón.

—Esto me preocupa, señor. ¿No deberías dedicar tanta atención a nuestros medios de suministro como a nuestras tácticas de embarcación, navegación e incluso bélicas? Más de cien mil hombres deben comer más de cien mil raciones de grano diarias, más de cien mil pedazos de carne, platos de huevos o porciones de queso cada día y beber más de cien mil copas de vino diario. Si los medios de suministro no están debidamente organizados, el ejército se morirá de hambre. Como Ulises dice, cincuenta naves no durarán más de una luna. ¿Y si esas cincuenta naves estuvieran en constante tránsito entre Grecia y la Tróade para suministrarnos víveres? ¿Y si resulta una campaña larga?

Si Néstor, Palamedes y yo no podíamos hacerlo mudar de opinión, ¿qué oportunidad tenía un joven cachorro como Aquiles? Agamenón se irguió con los labios apretados y las mejillas muy sonrojadas.

—Agradezco tu interés, Aquiles —dijo secamente—. Pero te sugiero que delegues tales preocupaciones en mí.

Aquiles devolvió el bastón a Calcante sin inmutarse y se sentó. Y sin que pareciera dirigirse a nadie en particular dijo:

—Bien, mi padre siempre dice que aquel que no se preocupa personalmente de sus soldados es un necio, por lo que creo que llevaré provisiones adicionales para mis mirmidones en mi propia embarcación. Y contrataré a algunos mercantes que transporten más.

Un mensaje que encontró eco: advertí que algunos de los presentes decidían hacer lo mismo.

También pareció comprenderlo así Agamenón. Observé que fijaba pensativo sus negros ojos en el rostro aniñado y entusiasta del joven y que suspiraba. Agamenón estaba celoso. ¿Qué habría sucedido en Áulide durante mi ausencia? ¿Se ganaría Aquiles partidarios a costa de Agamenón?

A la mañana siguiente nos reunimos y salimos a inspeccionar el ejército. Fue algo impresionante. Pasamos casi todo el día recorriendo la playa de uno a otro extremo, las rodillas me temblaban de permanecer erguido en los estribos de mimbre de mi carruaje sosteniendo el peso de toda la armadura. Dos hileras de naves se levantaban sobre nuestras cabezas, altas y con rojos costados, cubiertas las cuadernas de negras franjas de brea y las avanzadas proas embadurnadas de azul y rosa, con grandes ojos que nos miraban inexpresivos.

El ejército permanecía en las sombras que las naves proyectaban sobre la arena. Todos los hombres iban armados de pies a cabeza, con la lanza y el escudo preparados, hileras interminables de soldados, todos ellos leales a una causa de la que nada conocían salvo que les aguardaba la perspectiva del botín. Ninguno gritaba ni se adelantaba para ver mejor a sus reyes.

En el extremo de la hilera se encontraban las naves de Aquiles y los hombres de quienes tanto habíamos oído hablar y que sin embargo nunca habíamos visto, los mirmidones. Por mi parte contaba con suficiente experiencia para no haberlos imaginado de otro modo, pero sí eran diferentes: altos, rubios, de brillantes ojos azules, verdes o grises bajo sus cascos de excelente bronce, e iban totalmente protegidos de dicho material en lugar de llevar el habitual equipo de cuero de los soldados corrientes. Cada uno sostenía un haz de diez jabalinas en vez de las dos o tres, así como pesados escudos de la altura de un hombre, no muy inferiores al mío propio, e iban armados de espadas y dagas, en lugar de flechas u hondas. Aquéllas eran tropas de primera línea. Las mejores que teníamos.

En cuanto al propio Aquiles, Peleo debía de haberse gastado una fortuna al equipar a su único hijo para la guerra. Su carro era dorado, sus caballos, que formaban el mejor tronco, eran sementales blancos de raza tesalia en cuyos arneses resplandecían el oro y las joyas. Fuera cual fuese la procedencia de su armadura yo sólo conocía otra mejor, y era la que reposaba en mi propio tesoro. Al igual que el equipo de Agamenón, el suyo estaba chapado en oro, pero respaldado por un peso de bronce y estaño que probablemente sólo Áyax o él podían transportar, y estaba grabado totalmente con símbolos y dibujos sagrados y embellecido con ámbar y cristales. Llevaba una sola lanza, un objeto torpe y carente de gracia. Conducía su carro su primo Patroclo. ¡Oh, sorpresa! Cuando surgía algún imprevisto que detenía un instante el avance de los soberanos, los caballos de Aquiles comenzaban a hablar.

—¡Saludos, mirmidones! —gritaba el más próximo.

Y agitaba la cabeza para ondear sus largas crines blancas.

—¡Lo conduciremos con valentía, mirmidones! —murmuraba el caballo del centro, el más apacible.

—¡Nunca temáis por Aquiles mientras nosotros llevemos su carro! —decía el más alejado con un sonido más relinchante que los otros.

Los mirmidones sonreían inmóviles y descansaban sus manojos de lanzas a modo de salutación mientras Idomeneo, que marchaba en el carro anterior al de Aquiles, se estremecía boquiabierto.

Pero yo había descubierto el truco, pues seguía de cerca el dorado carruaje. El que hablaba en realidad era Patroclo, sin apenas mover los labios. ¡Muy astuto!

El tiempo seguía siendo soleado y soplaba un leve céfiro, todos los presagios auguraban una navegación sin incidentes y una travesía tranquila. Pero la noche previa a nuestra partida no pude conciliar el sueño y tuve que levantarme y salir a dar un prolongado e impaciente paseo bajo las estrellas. Contemplaba el perfil de una nave próxima cuando alguien se me acercó entre las dunas.

—Veo que tampoco puedes dormir.

No tuve que esforzarme para saber quién era. Sólo Diomedes buscaría a Ulises de modo preferente. Aquel camarada marcado por cicatrices de combate era un excelente amigo y el soldado más curtido en combates de toda la gran compañía que marchaba a Troya. Había intervenido en todas las campañas libradas desde Creta hasta Tracia, fuese cual fuese su importancia, y había sido uno de los Epígonos que tomaron la ciudad de Tebas y la arrasaron, algo que sus padres no habían conseguido. A diferencia de mí, era entusiasta e implacable, porque aunque me sabía inexorable no era vehemente. Mis emociones siempre se atemperaban por la frialdad de mi mente.

Como en otras ocasiones, sentí una punzada de envidia porque Diomedes había jurado construir un santuario con los cráneos de sus enemigos y mantenía su promesa. Era hijo de Tideo, un famoso argivo, pero al que superó con creces. Diomedes no fracasaría ante Troya. Había llegado a Micenas procedente de Argos con el ardiente entusiasmo que cabía en su corazón porque había amado a Helena con frenesí y, como el pobre Menelao, se negaba a creer que hubiera huido por voluntad propia. Me tenía en muy alta estima, un sentimiento que en ocasiones se aproximaba a la adoración hacia el héroe. ¿Adorarme a mí como a un héroe? ¡Qué extraño!

—Mañana lloverá —dijo levantando la cabeza y observando las profundidades del cielo.

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