Ya me había despojado de la armadura y Patroclo comenzó a guardarla en el baúl. Se comportaba siempre como un servidor.
—¿Qué sucedió? —le pregunté mientras servía vino para ambos.
—Parecía que todo iba bien —dijo tras sentarse frente a mí—. Conseguimos el cervatillo.
Se le velaron los ojos por las lágrimas.
—Pero decidí no compartir la gloria con Autodemonte, pues quería recibir yo solo todos tus elogios. De modo que cogí al animal y me oculté detrás del altar. Pero la bestia comenzó a agitarse y a balar. ¡Me había olvidado de drogaría! Si Autodemonte hubiera estado conmigo, la hubiéramos silenciado, mas a mí solo me era imposible. Entonces me descubrió Calcante, ¡que es todo un guerrero, Aquiles!, y en cuanto me vio, me golpeó con el cáliz de tal modo que perdí el sentido. Cuando lo recobré, me hallaba atado de pies y manos y con un trapo en la boca que me impedía hablar. Por eso te pido que me mates. Si hubiera llevado a Autodemonte conmigo, todo hubiera salido como lo habíamos planeado.
—Para matarte a ti debería suicidarme también, Patroclo. Y eso es demasiado fácil. Sólo si seguimos con vida podremos asumir nuestro castigo. Los muertos nada sienten, las sombras no conocen alegría ni dolor. No es una condena justa —dije con el sabor amargo del vino en la boca.
Él bebió a su vez y asintió.
—Sí, comprendo. Mientras viva debo recordar los celos que he sufrido; mientras vivas deberás recordar tu ambición. Es un destino mucho peor que la muerte.
Pero Patroclo no podía recordar el odio que reflejaba la mirada de la joven. ¿Qué debió de pensar desde el instante en que le contaron la verdad y el momento en que el puñal de Calcante se hundió en su garganta? ¿Qué debió de pensar de mí, que me había comportado como su enamorado y luego la había abandonado cruelmente? Su sombra me perseguiría durante el resto de mi vida. ¡Que fuese breve y gloriosa pues! ¡Ojalá mi existencia fuera breve y gloriosa!
—¿Cuándo regresaremos a Yolco? —me preguntó Patroclo.
—¿A Yolco? ¡No! ¡Zarparemos hacia Troya!
—¿Después de lo que ha sucedido?
—Troya forma parte de nuestra penitencia. Y Troya significa que no tendré que enfrentarme a mi padre porque moriré allí. ¿Qué pensaría de mí si lo supiera? ¡Que los dioses le ahorren tal vergüenza!
A
l caer la noche ordené que enterrasen a mi hija en una tumba profunda, sin identificar, bajo un montón de rocas junto a las grises aguas del mar. Como ya no podía dotarla de manera adecuada, la vestí ricamente y la cubrí con su pequeño tesoro de joyas juveniles.
Aquiles había prometido enviar un mensaje a mi esposa en el que nos responsabilizaría a todos. Pude intentar evitarlo avisándola yo previamente; sin embargo, no logré encontrar las palabras ni el hombre adecuado. ¿En quién podía confiar que no tuviese que zarpar conmigo? ¿Y de qué modo podría suavizarle el golpe a Clitemnestra? ¿Qué palabras lograrían amortiguar la pérdida sufrida? Por muchas diferencias que hubieran surgido entre nosotros, mi esposa siempre me había considerado un gran hombre, digno de ser su esposo. Aun así era lacedemonia y en su país todavía seguía muy latente la influencia de madre Kubaba. Cuando se enterase de la muerte de Ifigenia querría restituir la Antigua Religión, reinar en mi lugar como gran soberana de hecho… y detentar el poder.
En aquel momento pensé en un hombre del que podría prescindir en mi séquito, mi primo Egisto.
La historia de nuestra casa, la casa de Pélops, es horrible. Atreo, mi padre, y su hermano Tiestes, padre de Egisto, compitieron por el trono de Micenas tras la muerte de Euristeo. Heracles debía haberlo heredado, pero fue asesinado. Se cometieron muchos crímenes por el trono del León micénico. Mi padre hizo lo indecible: asesinó a sus sobrinos, los guisó y se los sirvió a Tiestes como un plato digno de un rey. Aun a sabiendas de ello el pueblo escogió a Atreo como gran soberano y desterró a Tiestes, quien engendró a Egisto en una mujer pelópida y luego intentó atribuir el hijo a Atreo como propio cuando éste se casó con ella. Pero no concluyó aquí todo. Tiestes se confabuló para asesinar a mi padre y volvió a ocupar el trono como gran soberano hasta que yo crecí bastante para arrancarlo de allí y desterrarlo.
Pero siempre había sentido afecto por mi primo Egisto, que era mucho más joven que yo, un individuo atractivo y encantador con el que me llevaba mejor que con mi propio hermano Menelao. Sin embargo, a mi mujer él nunca le gustó ni le inspiró confianza, porque era hijo de Tiestes y tenía derechos legítimos para aspirar al trono que, según ella había decidido, tan sólo Orestes heredaría.
En cuanto supe qué debía decirle, lo hice comparecer a mi presencia. Su situación dependía por completo de mi predisposición hacia él, lo que significaba que le interesaba complacerme. De modo que envié a Egisto a mi esposa Clitemnestra, bien preparado y cargado de obsequios. Ifigenia estaba muerta, sí, pero no por orden mía. Ulises había planeado y proyectado su muerte. Ella así lo creería.
—No permaneceré mucho tiempo ausente de Grecia —le dije a Egisto antes de que partiera—, pero es vital que Clitemnestra no recurra al pueblo para restituir la Antigua Religión. Tú te encargarás de vigilarla.
—Artemisa siempre ha sido nuestra enemiga —dijo mientras se arrodillaba a besarme la mano—. No te preocupes, Agamenón. Cuidaré de que Clitemnestra se comporte.
Tras una tosecilla para aclararse la voz, añadió:
—Aunque confiaba en compartir los despojos de Troya, pues soy un hombre pobre.
—Tendrás tu parte del botín —le prometí—. Ahora márchate.
A la mañana siguiente del sacrificio me desperté tras una fuerte borrachera y descubrí que el día era claro y sereno. Las nubes y el viento habían desaparecido durante la noche; sólo los goterones que caían de los aleros de las tiendas recordaban las lunas tormentosas que habíamos soportado. Agradecí forzadamente a Artemisa su colaboración, pero pensé que nunca más recurriría a la Arquera en busca de ayuda. Mi pobrecita pequeña había desaparecido y ni siquiera una estela sobre su tumba la preservaba del anonimato. Me sentía incapaz de mirar el altar.
Fénix se hallaba expectante a la puerta de mi tienda para iniciar el embarque y decidí que zarparíamos al día siguiente si se mantenía el buen tiempo.
—Así será —repuso el anciano muy convencido—. Los mares que se hallan entre Áulide y Troya permanecerán tan plácidos como la leche en un cuenco.
—En tal caso —repuse recordando de repente las críticas de Aquiles a mis planes de suministro- haremos una ofrenda a Poseidón y nos arriesgaremos. Llena bien los barcos, atéstalos hasta las bordas de alimentos, Fénix. Saquearemos el campo para ello.
El hombre pareció sorprendido.
—¡Así se hará, señor! —repuso por fin sonriente.
El recuerdo de Aquiles me obsesionaba. Sus maldiciones resonaban en mi mente, su odio me abrasaba la médula. No lograba comprender por qué se autoinculpaba; era tan incapaz de desafiar a los dioses como yo mismo. Sin embargo, a pesar mío, me inspiraba una gran admiración. Había tenido el valor de denunciar su culpabilidad ante sus superiores. Ojalá Ulises y Diomedes no se hubieran preocupado tanto por mi seguridad. Ojalá Aquiles me hubiera cortado la cabeza en aquel momento y todo hubiera concluido.
A la mañana siguiente, cuando el amanecer comenzaba a bañar de rosa el pálido cielo, sacaron mi nave insignia de sus gradas. Me instalé en la proa con las manos firmemente apoyadas en la barandilla, sintiendo cómo se sumergía y agitaba en las quietas aguas. ¡Por fin iniciábamos nuestra empresa! Entonces me dirigí a popa, donde los costados del buque se curvaban y remontaban en una especie de capuchón rematado por el mascarón que representaba a Anfitrión. Volví la espalda a los remeros satisfecho de que mi nave dispusiera de cubierta donde acoger a la tripulación, lo que me permitía disponer de suficiente espacio en la planta inferior para transportar el equipaje, a los criados, el cofre militar y toda la impedimenta imprescindible de un gran soberano.
Mis caballos, junto con otros doce, estaban encerrados en sus cuadras debajo de mí y las aguas del mar se estrellaban plácidamente a bastante altura, cerca de la cubierta, pues era mucha nuestra carga.
En pos de mí surcaban las aguas los grandes navíos rojinegros al igual que ciempiés erizados de remos como patas, deslizándose por la superficie de las firmes y eternas profundidades de Poseidón. Eran mil doscientos al efectuar el recuento, amén de ochenta mil guerreros y veinte mil auxiliares de toda clase. Algunas naves adicionales transportaban únicamente caballos y remeros; somos gente que se traslada en carro, al igual que los troyanos. Aún creía que la campaña sería breve, pero también intuía que no veríamos a los legendarios caballos troyanos antes de que cayese la ciudad.
Contemplé fascinado la escena; apenas podía creer que mi mano guiase el timón de aquellas fuerzas poderosas, que el gran soberano de Micenas estuviera destinado a convertirse en gran soberano del Imperio griego. Apenas se había internado en las aguas una décima parte de los barcos y mi tripulación ya me había conducido al centro del estrecho de Eubea y divisábamos a lo lejos la diminuta playa. Sufrí una momentánea oleada de pánico al preguntarme cómo conseguiría mantenerse unida una flota tan inmensa a través de las vastas leguas que se extendían ante nosotros.
Rodeamos la punta de Eubea bajo un sol resplandeciente y la dejamos atrás, así como la isla de Andros; y cuando el monte Oca desaparecía en la distancia nos encontramos con las brisas que suelen soplar en pleno mar Egeo. Sujetaron los remos a las estacas y los remeros, aliviados, se agruparon en torno al mástil. La vela imperial, de cuero y en color escarlata, se infló a impulsos de un viento del suroeste, cálido y suave.
Paseé por la cubierta entre las hileras de bancos de los remeros y subí los escasos peldaños que conducían a la avanzadilla de proa, donde me habían construido un camarote especial. En pos de nosotros avanzaban muchas naves, surcando el oleaje que se rompía en pequeñas olas entre sus prominentes proas. Parecíamos avanzar unidos; Télefo, que permanecía erguido al frente de todos, volvía la cabeza de vez en cuando para vocear sus instrucciones a los dos hombres que se inclinaban sobre los remos del timón, y nos conducía con destreza. Me sonrió satisfecho.
—¡Excelente, señor! Si el tiempo sigue así, mantendremos la marcha a impulsos del viento; sería perfecto. No habría ninguna necesidad de recalar en Quíos ni en Lesbos. Llegaremos a Ténedos puntualmente.
Me alegré. Télefo era el mejor navegante de toda Grecia, el único que nos guiaría a Troya sin correr el riesgo de desembarcar en alguna playa muy alejada de nuestro destino. Era el único hombre en quien hubiera confiado los destinos de aquellos mil doscientos navios. ¡Helena, pensé, tu libertad será breve! ¡Regresarás a Amidas sin darte cuenta, y tendré el gran placer de ordenar que te decapiten con la sagrada doble hacha!
Los días transcurrieron bastante felices. Divisamos Quíos pero pasamos de largo. No teníamos necesidad de reabastecernos y el tiempo era tan bueno que ni a Télefo ni a mí nos interesó apurar nuestra buena suerte demorándonos en la playa. La costa de Asia Menor apenas se distinguía y Télefo conocía bien los puntos de referencia porque había pasado arriba y abajo de aquellas playas en centenares de ocasiones durante su vida. Me señaló la inmensa isla de Lesbos alegremente y, buen conocedor de su camino, viró hacia el oeste sin ser visto desde tierra. Los troyanos no tendrían conocimiento de nuestra llegada.
Fondeamos en la parte sudoeste de Ténedos, una isla muy próxima a la región troyana, al undécimo día de haber zarpado de Áulide. Puesto que no había suficiente espacio para atracar tantos barcos, tuvimos que limitarnos a echar el ancla lo más cerca posible de la orilla y confiar que aún persistiera aquel tiempo clemente durante algunos días. Ténedos era un lugar fértil, pero contaba con una población reducida por su proximidad a una ciudad que poseía el mayor número de habitantes del mundo. Cuando nos vieron llegar, los isleños se agruparon en la playa y sus ademanes y gestos reflejaron su indefensión y el temor que sentían.
—¡Bien hecho, piloto! —felicité a Télefo dándole una palmada en la espalda—. ¡Te has ganado una participación principesca en el botín!
Rió, orgulloso de su triunfo, y a continuación bajó la escalera que conducía al centro de la nave, donde en breve estuvo rodeado por los ciento treinta hombres que viajaban conmigo.
Al anochecer se hallaba ya próxima la última nave de la flota y los principales jefes se reunieron conmigo en mi cuartel general provisional de la ciudad de Ténedos. Yo ya había realizado la tarea más importante, que consistía en acordonar a todo ser viviente en la isla. Nadie podría acercarse al continente para informar al rey Príamo de lo que le esperaba en el otro extremo de Ténedos. Pensé que los dioses se habían unido para apoyar a Grecia.
A la mañana siguiente escalé a pie la cumbre de las colinas que coronaban el centro de la isla acompañado de algunos reyes satisfechos de pisar tierra firme. Nuestras capas ondeaban al viento mientras desde lo alto y sobre las azules y tranquilas aguas contemplábamos las tierras troyanas a escasas leguas de distancia.
Divisamos la ciudad de Troya y confieso que ante su visión me dio un vuelco el corazón. Yo la había imaginado según las únicas referencias que poseía: Micenas en lo alto de la montaña del León; el importante puerto comercial de Yolco; Corinto, que controlaba ambos lados del istmo; la fabulosa Atenas. Pero comparadas con ella resultaban insignificantes. Troya no sólo las superaba en altura sino que también se extendía como una especie de gigantesco zigurat escalonado, en tal extensión que apenas se apreciaban sus detalles.
—¿Qué te parece? —le pregunté a Ulises.
El hombre parecía abstraído en sus pensamientos, fija la mirada de sus ojos grises. Pero reaccionó rápidamente ante mi pregunta.
—Yo aconsejaría navegar por la noche, al amparo de las sombras, formar al ejército al amanecer y atacar a Príamo por sorpresa, antes de que pueda cerrar sus puertas —repuso sonriente—. Mañana por la noche serás dueño de Troya, señor.
Néstor chilló y Diomedes y Filoctetes se mostraron horrorizados. Me conformé con mostrar una sonrisa mientras Palamedes sonreía desdeñoso.
Néstor tomó la palabra, con lo que me ahorró tal iniciativa.