La cara del miedo (8 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

BOOK: La cara del miedo
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Así comenzaba la crítica, que terminaba de esta manera:

El asunto de la novela es, tal como he referido más arriba, un monstruoso cocido de desatinos y falta de sentido. En lo concerniente al estilo del señor Fays, no vale lo que el de un colegial. O bien el autor jamás vio un ejemplar de la gramática de Murray, o bien ha viajado tanto por el mundo que como resultado ha olvidado su lengua materna.

Por las noches se sentaba junto a la ventana y escribía y bebía whisky de un tazón mientras observaba en el espejo que colgaba sobre la mesa la impresionante melancolía que emanaba de su rostro. De vez en cuando le asaltaba la sensación de que una sombra lo miraba. Para bromear se volvía repentinamente y gritaba divertido: «¡Te pillé!», pero no había nadie. Al principio jugó con la idea de que había una sombra en su habitación, pero cuando no pudo dejar de fantasear sobre el asunto se empezó a preocupar y se le hizo difícil concentrarse.

Sentía la ciudad más estrecha. Por la noche lo visitaban nubes de moscas de patas largas y saltamontes que se balanceaban en la oscuridad. Entraban en la habitación, pese a que mantenía la ventana cerrada. Sacudía los brazos en las tinieblas. Exhausto, apoyaba la cara sobre el vidrio de la ventana. La luna se hundía como algo despreciable en el río James.

Una noche se despertó sobresaltado y supo que había alguien en el cuarto. Se quedó quieto en la cama y deslizó su mirada desde el escritorio hasta la puerta, y de regreso. ¿No había oído un ruido? Salió con cuidado de la cama y caminó hacia la puerta. Probó el picaporte, pero la puerta estaba cerrada desde dentro. Se quedó de pie durante unos segundos en medio de la habitación con la sensación de que un extraño había estado allí. Fue hasta el escritorio y encendió la lámpara. Al lado de las plumas y de los papeles había un mechón de cabello. Una mano había escrito un saludo en el cuaderno, con caligrafía infantil: «Pronto comenzará».

Se llevó la mano a la cabeza para tocarse el cabello y sintió el lugar donde el mechón había sido cortado, sobre la oreja izquierda. Lo tomó y se acercó a la ventana estrecha. Estaba entornada, la empujó y miró el techo sobre el que se abría. No había nadie allí, pero le pareció ver una forma sobre un tejado cercano.

—¡Ladrón del Infierno! —gritó Edgar, y arrojó el mechón a la oscuridad.

A la mañana siguiente fue derecho a la tienda vecina y compró media botella de alcohol. Anduvo todo el día con la botella en el bolsillo interno de la chaqueta, pero no bebió ni una vez.

Cada mañana se despertaba y durante unos segundos estaba seguro de que alguien había estado agazapado sobre la cama con un par de tijeras en la mano. Se llevaba las manos a la cabeza y sentía su cabello, sus orejas. Entonces se recostaba de nuevo y respiraba profundamente, para calmar sus latidos.

Sentado frente al escritorio en Mulberry Street piensa en el reportaje que Griswold le mostró en el hotel Jones. Los hechos del cementerio, ¿podrían ser reales? «¿Es esto una ironía macabra que me concierne?», piensa.

Irritado, se pone de pie.

Está en pie con las manos entrelazadas sobre el pecho y mira abajo, hacia la calle.

—Cálmate —se dice a sí mismo en voz alta—. No hay nadie tratando de destruirte. Es una mera casualidad, nada más que eso.

Unos días después del encuentro en el hotel Jones, pregunta por Rufus Griswold al editor George Graham en el
Graham’s Magazine
.

El hombre levanta la vista de su escritorio de redacción con esa mirada oblicua que lo hace parecer tan joven. Habla con un ritmo impresionante y gesticula con elegantes movimientos de las manos, como si sus dedos delgados cortasen el aire en finas tajadas.

—Ex reportero —dice lacónico, y hace un brusco movimiento descendente con la mano izquierda—. Estuvo en incontables redacciones en toda la costa Este. Sus opiniones cambian tan a menudo como yo cambio de camisa. Inquieto. Incansable. Ambicioso. No, no. Es una palabra demasiado suave. Lo más grande en que anduvo metido fue
Brother Jonathan
, prensa amarilla, ya sabes, en Nueva York, hace unos años. Con «eso» hizo un buen dinero. Después se cansó de los periódicos. Griswold quería escalar en el mundo. Quería escribir poesía, pero parece que era lamentable. Entonces empezó a juntar material para esa antología. Griswold los conoce a todos. Nadie lo conoce a él. Nadie lo puede definir bien.

—¿Detrás de qué anda?

—¿Qué quieres decir?

—No sé. Me mostró un reportaje y tuve la sensación de que, de que no era…, bueno, de que me ocultaba algo.

—Tranquilo. Yo no lo consideraría bueno para nada, pero no creo que tenga intención de hacer un daño real.

Edgar asiente con la cabeza.

Pero no se queda tranquilo.

Sabe que Griswold es para él una posibilidad… y un peligro.

—A propósito —dice George Graham—, ¿has leído lo que escribió sobre ti en el
Boston Notion
?

Edgar sacude la cabeza.

—¿Qué dice?

Una sonrisa ácida cruza el rostro de George Graham.

—Léelo para mí, Graham.

—Veamos —dice el otro, y hojea el periódico.

—Es un comentario a una de tus críticas.

—Entiendo.

—«Durante los últimos años hemos visto una serie de ejemplos de las chiquilladas e insultos que jóvenes inexpertos o adultos torpes utilizan para tratar de ser populares; pero nunca vimos algo tan tonto ni tan pomposo como estos versos que el redactor de
Graham’s Magazine
elogia de manera extravagante». Éste es Griswold, a galope tendido —dice George Graham, y le entrega el periódico.

Edgar arroja una mirada al suelto en el
Boston Notion
antes de dejarlo.

—Procuraré no hacer la crítica de su nueva antología de forma «anónima» —dice, y enfila para su casa.

Mientras camina, ve frente a sí la figura de Griswold, que se inclina y lo abraza, aprieta su cara contra la suya, lo besa en la mejilla. Entonces, recuerda algo que White le dijo una vez en Richmond, seguramente para envalentonarlo y advertirlo: «El mundo literario está repleto de tejones. Minan tus pilares sin que lo notes y, entonces, una mañana, te encuentras ahí, completamente desnudo. Recuérdalo, mi valioso amigo. En este mundillo no hay nadie en quien puedas confiar».

Griswold

Poe Poe Poe Poe Poe

Filadelfia

D
esenvuelve con cuidado la antología. Cuando ve la portada, se detiene y apoya la mano en el envoltorio. Cierra los ojos durante unos segundos y toca su libro. Entonces lo retira del papel que lo envuelve, lo abre y deja que su vista caiga sobre una página al azar, una oración que escribió en la introducción a la poesía de Longfellow.

Tanta alegría lo inquieta. ¿Permanecerá esta sensación de alegría? Cuando se inclina sobre el libro, descubre una errata de impresión. Una pequeña y desagradable anomalía que destaca y rompe el equilibrio de la página. Enseguida suelta el libro, que cae al suelo. Se agacha con irritación y lo recoge, lo hojea en ambos sentidos hasta que encuentra la oración y la lee nuevamente.

El Señor sea loado.

No es ningún error.

Inseguridad. Es una enfermedad que comienza en los ojos y que en ciertos casos puede arruinar la moral de una persona cabal. Sus ojos no responden siempre como deberían. Rufus aprieta la cara contra las hojas y siente el olor de la tinta de imprenta, la cola y la celulosa.

—¡Irresistible!

Hunde la nariz entre las hojas.

Esto es su trabajo. Cada palabra, cada elección. Sí, había trabajado rápido, como si la vida dependiese de que el libro fuese leído ese mismo año. Era importante para toda Norteamérica, se lo ha dicho a sí mismo tantas veces que ya empieza a parecer un conjuro. Ésta es la primera antología de poetas nacionales. Ahora el país puede descansar con tranquilidad y leer la poesía de Longfellow, Whittier, R. C. Sands, Lowell y Charles Fenno Hoffman, y la introducción de Rufus Wilmot Griswold a su producción literaria.

Quizás había trabajado un poco demasiado rápido. Ahora, con el libro fuera de la imprenta, percibe lo cansado que está, el poco sueño, la poca comida, las demasiadas noches largas con las manos «clavadas» al escritorio. No está del todo bien, lo nota.

Pero el libro es histórico.

Rufus Griswold es escritor.

Ésta es «su» victoria.

Por fin está donde debe estar.

Le escriben personas importantes. Los periódicos lo mencionan con respeto y recomiendan el libro. Lo visitan poetas, hace amigos y enemigos. Cuando entra en un salón, la gente de sociedad se vuelve para mirarlo. Es el centro. La antología lo ha vuelto respetable.

Rufus compra un abrigo largo y oscuro y un nuevo par de guantes.

Se mira en un espejo alto y piensa: «Ahora estoy ahí».

Lo que más le preocupa es qué pensará Poe de su antología.

Al final decide incluir en la obra tres poemas de Poe:
La durmiente
,
El coliseo
y
El palacio encantado
. No incluyó
La ciudad en el mar
, a pesar de lo bueno que lo había considerado el propio autor. El poema es una abominación: un pequeño avance hacia el abismo del alma.

De todos, modos lo lee varias veces. Descubre que se sabe las estrofas de memoria. No le gustan. Pero se le han grabado, los versos de Poe se ocultan en su cabeza y se los repite a sí mismo con voz lenta y llena de atención. Cuando piensa así, siente un rechazo aún mayor.

Cada día que pasa espera la reacción de Poe.

Cuando lee en el
Boston Miscellany
la crítica francamente positiva, se siente aliviado y conmovido. «El libro ha de considerarse como la más importante contribuición a nuestra literatura en muchos años», escribe Poe. Rufus lee el comentario varias veces: «Griswold se muestra como un hombre de gusto, talento y tacto».

—Es amable Poe —susurra su mujer, Caroline, acariciándole la mejilla.

—Eres un ángel —dice él—. ¿Qué hubiera hecho sin ti?

—No hubieses sobrevivido un día sin mí —contesta ella, y lo besa.

—No.

Nunca tuvo inclinación hacia las cosas prácticas o la economía. Es Caroline quien se hace cargo de la familia, de su casa, de los negocios. Ambos consideran a Rufus con la benevolencia indulgente con que una madre y un padre miran a un hijo soñador.

—No, ni un día —repite él.

Rufus se imagina la imagen de la cara de Poe y piensa otra vez en lo que el escritor ha dicho de él: «un hombre de gusto…». Después de unos días, la expresión gusto comienza a preocuparlo. ¿No se esconde algo en la forma en que Poe la utiliza? ¿Hay algo que Poe sabe de «él» y que él mismo desconoce? No. ¿Qué es lo que le hace pensar que Poe —entre todas las personas en Estados Unidos— puede conocer su interior? Es absurdo.

Durante la semana siguiente no hace otra cosa que buscar información sobre Poe, la historia de su vida, sus poemas y sus novelas, los comentarios, los artículos. Lee todo lo que puede encontrar de y sobre él, como si entre las palabras se escondiese algo que pudiera escaparse si no se analizara con porfiado interés.

En el instante en que apoya la cabeza en la almohada y cierra los ojos ve el rostro del autor frente a sí, tan cerca que puede entender lo que va a suceder (otra vez); se inclina hacia él y le apoya sus labios en la cara. Siente en la suya el frío de la piel de Poe. Siente la piel suave bajo los labios, cierra los ojos y aspira el olor de Poe…, entonces se duerme y sueña…: está en un bote en un río, es verano, un día de calor ardiente. De espaldas hacia él, hay un hombre vestido de negro que rema, despacio y con deferencia. Las palas se sumergen en el agua y se sacuden otra vez en el aire. Por un momento, el remero las deja quietas mientras unas gruesas gotas caen de los remos al agua. Rufus cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás. El sol le calienta la cara. Cuando abre los ojos, el hombre se ha vuelto hacia él. Rufus sonríe a Poe, siente la luz cálida sobre su cuerpo y se ríe, pero hay algo en la cara del escritor, una duda o una inquietud. Rufus se da cuenta de que algo no está bien y se pone de pie en el bote. Cuando se mira a sí mismo está desnudo, sin ropas, y su sexo… Sucede algo anormal con su sexo, algo exagerado, algo deforme y sedoso… Sacude la cabeza y se endereza en la cama con un impulso. Está oscuro. Con la cabeza entre las rodillas lucha buscando aliento y aprieta las manos contra la frente, está empapado en sudor.

—Señor, perdóname —susurra.

A su lado y sobre la cama distingue el contorno de su mujer, Caroline. Logra controlar la respiración y se recuesta a su lado apoyando la mano sobre los hombros estrechos. Ella se vuelve hacia él en la oscuridad.

—Querido —susurra ella, pero su voz es poco clara.

Cuando se inclina, ve que quien está a su lado en la cama es Poe, con el camisón de Caroline. «¿Cómo la ha convencido?», piensa.

Poe sonríe: la expresión en su rostro es desvergonzada y algo distante.

En cuanto Poe le apoya la mano en el brazo y le susurra: «¿No me reconoces?», Rufus comprende que no está despierto, que todavía está durmiendo, que aquello no son más que fantasías.

Se despierta con un intenso sonido en la cabeza. Es un ruido que sólo él puede oír, pero es tan fuerte que tiene que hundir la cara en la almohada para no gritar.

—Está mal —se repite una y otra vez.

Poco a poco, el ruido desaparece.

Durante varios meses no habla con nadie acerca de Poe.

No le dice nada a Caroline acerca de su sueño, pero no puede evitar pensar en ello. Cada noche, cuando trepa a la cama y se aprieta contra los hombros de su mujer, ve frente a sí por un momento la cara de Poe.

Ese verano, le ofrecieron un puesto como editor en la
Graham’s Gentlemen’s Magazine
. Trabajó durante meses para lograrlo; a todos a los que se encontraba les decía que su meta era la redacción de una revista. Finalmente lo consiguió. Está hecho para ser editor. Le falta la paciencia necesaria para ser autor, es demasiado inquieto y no le gusta sentarse día tras día para trabajar con los organismos microscópicos de las oraciones. Su cualidad típica es otra: la mirada amplia, panorámica. Hará grandes cosas como editor. Observará. Seleccionará. Señalará. Mostrará el camino.

Será el embajador del bien.

Es una tarea inmensa y parece hecha a su medida. Rufus Griswold la acometerá con seriedad.

Poe había dimitido de la revista un mes atrás, pero hasta donde Rufus sabe, «él» no tuvo nada que ver con el nombramiento. De todos modos, durante ese verano, se entera de que Poe está furioso. Hasta parece que ha dicho que su antología es un escándalo. Charlatanería.

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