Read La cara del miedo Online

Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

La cara del miedo (7 page)

BOOK: La cara del miedo
7.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se agachó sobre él y Edgar sintió el aliento a brandy de su boca. Bajo la dura mirada de John Allan no pudo decir nada, era como si la gravedad de un mundo pesado lo aplastase en la silla. De pronto, su padre adoptivo soltó una risa y se dejó caer en su sillón.

—El joven, el único Edgar Allan Poe —dijo con regocijo—. Déjame decirte una cosa antes de que nos separemos. Si alguna vez en la vida encuentras a alguien que te dé una fracción de lo que yo te di, será porque tienes una suerte increíble. La posibilidad de que eso suceda es, lamentablemente, microscópica. Tanta suerte no se suele tener dos veces en la misma vida. De todos modos, calculo que es muy posible que si negando esta suposición llegases a ser tan afortunado, te volverías contra esa persona generosa y abusarías de ella de la manera más burda, sólo por no ofrecerte de inmediato todo lo que posee.

—¿Sir?

—Eres un maldito desagradecido, ¿lo sabías? Por lo visto imaginas que esa miserable familia de actores tuya te dejó una especie de talento divino. Ésa es tu mayor debilidad, muchacho: que crees que tienes talento. Con el mayor afecto te aconsejo que anules ese pensamiento tan absurdo. Es la arrogancia lo que convierte a las grandes civilizaciones en ruinas, mi joven amigo. No la maldad ni la envidia, sino la arrogancia. ¡Recuerda mis palabras! Si no abandonas esos absurdos pensamientos, te irá por lo menos como le fue a tu padre, que fue una desgracia para todos, incluyendo a él mismo: una llorona larva de actor que hedía a borracho y a mala conciencia. Que te quede bien claro, joven Poe. Yo no tuve nunca mala conciencia respecto a ti. ¿Sabes por qué? Porque siempre obtuviste de mí más de lo que merecías y porque nunca te traté con debilidad. Si hubiese seguido mis impulsos, te hubiera echado de la casa hace años. A los parásitos hay que tratarlos con dureza y no con indulgencia. Recuerda eso. Tómalo como un buen consejo. Quizás entonces te irá «un poco» mejor que a tu patético padre.

Edgar se puso de pie.

—Gracias, sir —dijo con voz firme y clara.

Por fin había llegado al sillón del jefe. Mientras hablaba, comenzó a sentirse más y más envalentonado. Estiró la mano hacia su padre adoptivo.

—Llevaré esta lección en mi viaje por el mundo. Y recordaré los sabios consejos que me ha dado. No olvidaré jamás estas palabras amables y amistosas. Ya que no logré completar lo que fuera mi más ansiado anhelo, una educación universitaria, tomo agradecido estas palabras como si fuesen lo mejor después de eso. Le he oído decir antes, aunque usted ignoraba que yo lo escuchaba, que nunca sintió nada por mí. Ahora sé que «eso» no es cierto. Ahora sé que se preocupa usted por mí de un modo genuino y paternal, y por eso quisiera pedirle una pequeña contribución para este viaje que he de comenzar…

John Allan golpeó el vaso sobre la mesa con tanta fuerza que se rompió en su mano. El brandy se derramó sobre la mesa y cayó al suelo.

—¡Vete de aquí, parásito sinvergüenza!

—¿Puedo llevarme por lo menos mi ropa? ¿Y la maleta? ¿Un dólar o dos?

—¡Nada en esta casa es tuyo, Ned! No has trabajado por nada de esto. No mereces nada de esto. Y no tendrás nada de esto. ¡Vete antes de que haga algo que debí haber hecho hace ya mucho tiempo!

Edgar cerró la puerta de la biblioteca tras de sí y oyó que John Allan maldecía ahí adentro. Frente a la habitación de Fanny decidió no despedirse tampoco de su «querida mamá». Sus padres adoptivos eran conspiradores. De todos modos, a partir de ahora era huérfano.

Esa misma noche le preguntó a Samuel si quería irse de viaje con él.

—Puedes ser mi sirviente —dijo.

Samuel dudó.

—Alguien me atrapará y me castigará, y me mandarán a las plantaciones —dijo.

Edgar vio el miedo en los ojos del muchacho.

—No, no, no. No mientras estés con un caballero blanco. Nadie te hará nada mientras estés conmigo. Con tu apariencia nadie puede ver que llevas sangre negra.

—¿Estás seguro?

Edgar se inclinó y pasó su mano sobre la mejilla de Samuel.

—No es fácil decir qué eres. Eres una categoría en ti mismo.

—No soy nada —murmuró Samuel.

A la mañana siguiente tomaron un barco carbonero en el puerto de Richmond.

Al tiempo que se separaban del muelle, cayó sobre la bahía una fuerte lluvia. Las gotas martillaban sobre la cubierta. Edgar salió con el aterrado muchacho y se quedó al lado de la barandilla durante toda la maniobra de salida dejando que la lluvia lo golpeara en la cara mientras gritaba de alegría.

Finalmente se alejó de Richmond.

De la maldita Moldovia de John Allan.

Del estudio contable y su libro diario.

Edgar se había liberado de Richmond, de ser un «hijo adoptivo».

Desde ahora no era hijo de nadie.

Desde ahora era su propio señor.

Su liberación se erigía como una tormenta en su pecho.

Sentado con la espalda apoyada contra un rollo de cuerda, Samuel se protegía de la lluvia. Nunca antes había estado a bordo de un barco y estaba muy asustado por los ruidos.

Edgar pasó toda esa noche acostado y escribiendo en el estrecho camarote, mientras el muchacho yacía en su cama, oculto bajo las sábanas. Las olas golpeaban contra el casco. El muchacho gemía en su cama. Edgar amaba el mal tiempo y sabía que escribiría de un modo más libre e impetuoso con sólo haberse ido. En casa de John Allan tenía que mirar por encima de sus hombros cada vez que escribía una línea. Sus padres vigilaban su afición por escribir como si fuese un delito.

Ahora ya estaba libre de sus «leyes».

Su vida como autor podía empezar.

Cuando el barco llegó a Baltimore, se sintió aliviado.

Pero no tenía familia allí y carecían de dinero.

Edgar y Samuel se refugiaron en una caseta en el muelle y devoraron sus últimas provisiones, unas rebanadas con jamón y un trago del brandy de John Allan: un pequeño hurto final en Moldovia. Edgar estaba cansado después de la travesía y se tumbó a dormir sobre unas bolsas de harina vacías.

Cuando despertó, Samuel estaba tendido leyendo su cuaderno de notas.

Era por la mañana y una luz gris entraba en la caseta a través de una grieta en el techo. Edgar se sentó y golpeó con los brazos sus hombros fríos.

—¿
Sah
?

—¿Qué hay?

El muchacho lo miraba.

—¿Cuándo sucederá?

—¿Qué?

—Eso que escribiste.

—¿Sucederá?

—Sí. ¿Cuándo sucederá?

—No sucederá nunca, tontito. Es solamente algo que escribí.

—¿Nunca?

—No.

—No creo que sea así,
sah
—dijo, obstinado.

—¿Ah, no?

—Sucederá pronto.

Edgar rio.

—Déjalo ya —dijo.

—Serás famoso, y entonces lo que escribiste se hará realidad.

Edgar se puso de pie y se acercó al muchacho.

—No digas eso.

—¡Es cierto! —gritó Samuel.

Edgar le dio una bofetada.

El golpe fue más duro de lo que calculó y la sangre empezó a fluir de la nariz.

Samuel lloriqueó.

Una ira sorda creció en el pecho de Edgar, que lo golpeó de nuevo con el puño cerrado.

—Nunca me hables así otra vez —dijo, y salió de la caseta.

Samuel lo siguió con docilidad mientras se cubría las orejas.

Esa noche durmieron en un granero en las afueras. Por la mañana, Edgar se despertó y descubrió que estaba solo. Su chaqueta y su cuaderno de notas habían desaparecido. Mientras corría a lo largo del camino, pensaba en lo que Samuel podría haber hecho con sus notas, destruirlas o algo todavía peor, seguir desarrollándolas, falsificarlas y publicarlas bajo otro nombre.

Corrió en la oscuridad a lo largo del camino, a través de un bosquecillo, resbaló sobre una piedra bajo la media luz y se lastimó las manos. Llegó a una pequeña iglesia inclinada por el viento, en la cima de una colina. Saltó la tapia del cementerio y se perdió entre las tumbas.

Sus ojos se posaron sobre algo que se movía al lado de una tumba recién cavada. Sin hacer ruido, se acercó al bulto entre los sepulcros y lo tocó con su pie cuidadosamente. La cosa se movió con un temblor curiosamente retrasado. Edgar arrancó una cruz de madera del suelo, se inclinó sobre el bulto y comenzó a golpearlo. Desde debajo de la chaqueta oyó que Samuel gritaba.

—Maldito ladrón —dijo, y clavó de nuevo la cruz en el suelo.

Levantó la chaqueta sobre la cabeza de Samuel y encontró su cuaderno en el bolsillo. A la débil luz de la iglesia vio la cara sangrante de Samuel. El muchacho intentó decir algo, pero tenía la boca empastada en sangre.

—No me dejes —gimió.

Edgar no dijo nada.

Mientras se alejaba camino abajo, oyó los gritos desgarradores de su pequeño «amigo», pero el ruido ya no le importaba.

Después de esa noche no volvió a ver a Samuel. Imaginaba que la vida del muchacho había terminado esa noche en las afueras de Baltimore y pensaba que ya no existía, que estaba muerto y enterrado y que no volvería a aparecérsele.

Ese verano se enroló en el Ejército bajo el nombre de Edgar A. Perry. Poco después lo trasladaron a la sección de artillería de Fort Independence, en el puerto de Boston.

Regresó a Richmond cinco años más tarde para trabajar con Thomas Willis White, en el
Southern Literary Messenger
. Sus padres adoptivos habían muerto y no podía dejar de pensar en la ciudad como en un cementerio de hechos y recuerdos que ya nada significaban para él. De alguna forma eso era una ventaja; ahora podía comenzar de nuevo en Richmond, como si nunca antes hubiese puesto los pies en el lugar.

Trabajar en una revista literaria era justamente lo que deseaba. Trabajaba todo el día para la oficina de White, escribía críticas e historias cortas y aprendía el estilo belicoso de la revista. Era impaciente y trabajador, y casi no precisaba dormir. Durante la noche escribía su propia poesía y sus novelas. A veces se dormía escribiendo, y al cabo de un rato se despertaba con las mejillas manchadas con la tinta de sus hojas.

Esa primavera, el Messenger publicó su novela Berenice, sobre el reconcentrado Egæus y su alegre prima. Edgar estaba satisfecho con la novela, la descripción de las meditaciones del personaje principal y sus oscuras fantasías lo hacían feliz. La enfermedad de Berenice y su entierro apresurado eran relatados con una especie de entusiasmo nervioso. El final le preocupaba. La última oración estaba bien (un ritmo cortante unía las partes de la frase), describía cómo el personaje principal encuentra los dientes de Berenice (treinta pequeños objetos de marfil desparramados por el suelo). Entonces, el lector entiende que fue él, Egæus, quien se los arrancó. Cuando leyó nuevamente la novela, Edgar tuvo sus dudas: ¿era un final demasiado horrible? Thomas Willis White parecía pensar que sí. Cuando el redactor habló de Berenice su cara se endureció en una mueca de irritante «amabilidad». Durante todo el día vio esa «amabilidad» frente a sí. Era como si se le acercase en la forma de un sonriente demonio vengador. ¿No veía White la belleza de la novela? ¿Era la imagen de la boca deshecha de Berenice demasiado discordante?

Durante su primera etapa con White, Edgar descubrió que poseía talento como crítico. Su confianza en sí mismo creció y escribió sin restricciones, tenía por lo visto un don especial para la crueldad. Cortaba las yemas de los dedos de los malos autores con casi tanta alegría como con la que lisonjeaba una buena oración. White llegaba a menudo a su escritorio con artículos que quería discutir.

—No comprendo —dijo White, que leía en voz alta otra crítica exuberante de una nueva novela norteamericana—. Cada vez que me llega un ejemplar de «la brillante novela», ésta se revela como un trabajo extremadamente mediocre: mal escrita y aún peor pensada.

—Deberían castigar con prisión, por lo menos, a los críticos que ponen libros malos por las nubes —contestó Edgar.

La manera indolente con que los críticos decretaban genios le molestaba sobremanera.

—Estrictamente, no existe ningún argumento convincente por el que no se los debería ejecutar…, por lo menos cortarles el pescuezo, a la francesa —siguió Edgar intentando que su voz sonase moderada e irónica.

White se rio levemente, pero Edgar no estaba seguro de que el redactor —que estaba siempre muy atento al menor matiz en la articulación y al modo de hablar de las personas— no hubiera detectado el evidente esfuerzo de Edgar para ocultar su ira.

Sabía que la costumbre de los críticos de ensalzar un trabajo lamentable estaba relacionada con la situación de la literatura norteamericana y la escasa oportunidad que tenían los autores para publicar. Al mismo tiempo, las editoriales imprimían novelas inglesas sin pagar un centavo por ellas. Sus dueños cuidaban de sus intereses particulares sin preocuparse de las consecuencias que eso tenía para los autores norteamericanos. Era evidente: sin una ley internacional de derechos de autor, los nuevos escritores podían olvidarse de ganar dinero a cambio de lo que producían.

Únicamente aquellos autores de gran popularidad —por lo común bastante mediocres— eran publicados, y además estaba claro que un escritor no tenía oportunidad de ser popular antes de haber sido publicado, y para eso uno tenía que ser mediocre. De allí que se tratara a los editores de revistas como si fueran ídolos: con su juicio podían hacer que un escritor o una escritora fuesen lo suficientemente malos como para que se los publicara. En ciertos lugares del país —en especial en los círculos intelectuales de los escritores de Boston-Nueva York, con el famoso profesor Longfellow como árbitro— era una suerte de deporte escribir con tanto entusiasmo sobre ciertos autores (mediocres) aún no publicados, y al final las editoriales no podían dejar de publicar sus obras.

El ambiente estaba envenenado. Lo sentía en sus riñones.

Antes de finalizar el primer año, Edgar escribió una crítica sobre
Norman Leslie
, la novela de Theodore S. Fays.

¡Por fin! ¡Nos llegó! Éste es el mismísimo libro —el libro por excelencia—, el pomposo, retocado y sobrevalorado libro «atribuido al» señor Blank, «escrito por» el señor Asterisk: el libro que durante tanto tiempo estuvo «a punto de salir», «en camino», «en prensa», «en las últimas etapas de preparación»: el «vívido» y «talentoso» y a priori agasajado y Dios sabe qué
in prospectu
. ¡Entonces y en atención a todo este esplendor y pomposidad, observemos mejor su contenido!

BOOK: La cara del miedo
7.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Winter's Night by Brenda Jackson
The Set Piece by Catherine Lane
Savage Night by Allan Guthrie
The Greatest Trade Ever by Gregory Zuckerman
Nail - A Short Story by Kell Inkston
Under the Moons of Mars by Adams, John Joseph
The Flying Saucer Mystery by Carolyn Keene