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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

La cara del miedo (2 page)

BOOK: La cara del miedo
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—Un viejo raro —susurró él.

La mirada de su padre hizo que se acercara hasta reclinarse en él.

—Creí que había desaparecido. Pero ahora ha vuelto.

—Cuéntame, papá.

—Les arrancó los dientes.

—¿Los dientes?

—Los enterró vivos.

Emily lo miró con fijeza sin saber qué decir.

—Todas sus ideas —dijo su padre— provienen de las novelas de Poe.

—¿De quién estás hablando?

Pero él solamente sacudió la cabeza. Su mirada se ocultó nuevamente.

Emily recordó la conversación cuando se recostó en la cama al lado de su padre muerto. Sintió miedo y se quedó callada.

Muchos años después ya no estaba en Nueva York, era misionera en África, junto con su marido. Viajaba entre las impredecibles tribus del Congo y proclamaba la palabra del Señor. De todos modos, todavía entonces pensaba en la mirada de su padre esa tarde cuando hablaba de Poe y del hombre que lo perseguía. En África, mientras la luz del día se apagaba, a veces veía frente a sí la cara de su padre. Entonces sabía que con él había desaparecido un secreto y que nadie le podría ayudar a descubrirlo.

Poe

Rumores

Nueva York

B
ajo la cálida luz de Sandy’s, la cara de George Graham parece ensombrecida por una nueva preocupación.

—Corren rumores —dice antes de que Edgar alcance a sentarse.

Edgar suspira:

—Antes de que me sirva una copita de vino, ya están los rumores sueltos…

George Graham comienza a estornudar, se lleva un pañuelo a la cara.

—¿Estás enfermo?

El redactor niega con la cabeza y estornuda en el pañuelo.

Hay dos hombres sentados a la mesa vecina. Beben gin, han juntado las cabezas y murmuran y musitan sobre algo que parece muy importante. Son casi idénticos, deben de ser gemelos, piensa Edgar. Mira al gemelo que está sentado justo frente a él. Tiene una cicatriz de una quemadura bajo el borde del sombrero, y le altera todo el lado izquierdo del rostro.

—Lo confieso todo —le dice a Graham—. Soy culpable. Siempre lo fui. Córtame la cabeza, Graham, por favor, no dejes que me torturen de esta manera.

—Muy gracioso.

—¿Puedes darme un poco de vino?

George Graham le llena el vaso hasta el borde.

—Habla, amigo mío —dice Edgar.

El cuchicheo de la mesa vecina se detiene durante un momento, luego los hermanos vuelven a murmurar.

—Parece que un reportero visitó a Rufus Griswold.

—¿Qué tipo de reportero?

—Un Olsen, parece.

—¿Y?

—Quería hablar con Griswold sobre estos asesinatos, ¿sabes?, sobre las dos mujeres que mataron en la calle Chrystie —dice Graham rápido.

—¿Ah, sí?

—El escandinavo, Olsen, parece ser un gran admirador de Rufus Griswold. Y ya sabes cómo es nuestro pastor,
muuuy
débil frente a la adulación. Una vez que Olsen termina por fin de adular a nuestro distinguido pastor, endereza la espalda y le dice que ha descubierto algo. Aparentemente ha encontrado una «sinopsis» de los asesinatos. Una novela que contiene algunos «elementos» que son idénticos a los hechos del asesinato real.

—¿Qué tipo de «elementos»?

—Tranquilo. Se pone peor.

Edgar estudia la sonrisa en la cara de George Graham.

—Dime.

—Parece que Olsen contactó con la Policía. Entonces le llevó la novela a su amigo el inspector, en la calle White; el policía se «anima mucho», según Griswold. Entonces, ¿qué crees? —dice Graham, que lo mira con una expresión espectral pegada en el rostro—. ¿De qué novela hablamos?


Los asesinatos de la calle Morgue
—murmura Allan.

—Impresionante.

—¿Qué dice el inspector de la Policía?

—Eso es lo curioso. La Policía se niega a comentar el caso. Yo creo, sin embargo, que no eres sospechoso de ningún crimen. De hecho estabas fuera de la ciudad cuando todo esto comenzó. Pero los rumores dicen que tú sabes quién es el asesino.

—¿Qué más dicen de mí?

—Griswold te defiende de los rumores.

—Qué bien.

—Dice que eres inocente. Que quizás eres víctima de un complot. Algo en ese sentido. Alguien debe de haber malinterpretado tu novela, dice. No es «tan» salvaje, dice. Es tu amigo.

—¿Qué?

—Es Griswold quien lo dice. «Yo soy amigo de Poe», dice.

—¿Eso dice?

—Sí. ¿No lo es?

—¿Amigo mío?

—¿Sí?

—Oh, por favor, Graham, no me confundas. Griswold y yo siempre hemos sido enemigos. Eso lo sabes bien. Somos enemigos que juegan a ser amigos para ganar ventaja sobre el otro, algo que los dos tenemos bien claro. A raíz de estas ventajas mutuas siempre hablamos favorablemente del otro, de forma que no se haga público que no nos soportamos. Así podemos mantener nuestra enemistad y nuestras relaciones profesionales. Creí que tenías esto claro, Graham.

—Yo también lo creía.

—Pero…

—De entrada tuve la sensación de que no era tan simple.

—¿Quién dijo que era simple? ¿En qué piensas?

—Pienso en que los dos giráis el uno en torno al otro como dos antagonistas atontados que olvidaron hace tiempo por qué se peleaban.

—Eso suena como un pésimo libro, Graham. No te recomiendo que te hagas escritor.

—Seguramente tienes razón, Poe.

—Mi problema es que no lo comprendo. No sé qué planea, adónde piensa que él…, no sé.

—Griswold no va jamás a ningún lado sin tener un plan.

—Eso es. Y este payaso de reportero, Olsen, o como se llame…


Muuuy
preocupado. Torturado por la idea de que el caso no tenga una explicación satisfactoria. Parece ser ese tipo de reportero que está convencido de que para hallar justicia en el mundo, debe tomar para sí los roles de testigo, investigador y juez.

—¿Tal vez sea algo que Griswold inventó? Quiero decir, este Olsen, ¿existe?

—Aparentemente.

—Por Dios, Graham. Dime ¿cómo puedes trabajar con ese hombre?

—¿Qué quieres que haga? Mi mejor redactor renuncia porque «tiene que salir de la ciudad». ¿Crees que es fácil conseguir un sustituto?

Edgar juega con su vaso. Prueba el vino y mira en él.

—¿Qué dice de mí?

—De todo. Parece que está celoso de ti, Poe.

—Dime qué dice, demonios.

—Ha realizado una seria investigación.

—Quiero oírlo todo.

Graham suspira.

—A aquellos en quienes confía, les dice sobre ti cosas que… un amigo no hubiese dicho. Habla de Sissy de una forma que hace que vuestro matrimonio parezca… poco natural. Dice que has empezado a beber de nuevo. Que vives en un mundo de «ardiente pecado».

—Si sólo fuera eso.

—Ha hablado de tu hermano.

—¿De Henry?

—Dice que te emborracharás hasta morir, tú también. Seguramente ya estás al borde de perder la cordura. Dice que Poe tiene un alma negra. Nada te puede salvar, dice, porque nunca aceptaste la existencia de Dios.

—Todo eso son sandeces.

—Sabes que no puedo soportar su hipocresía. Pero, por el momento, no tengo otro redactor a mano.

Edgar bebe de su vino. Los gemelos abandonan la mesa vecina y enfilan hacia la salida. Cuando pasan por su lado, uno de ellos se inclina hacia Edgar y le aprieta el hombro. Con eso dejan Sandy’s. Por un momento, Poe mira hacia la puerta.

—Ya no sé en quién confiar —dice.

—En todo caso no debes confiar en Rufus Griswold. Él dice tener un corazón cristiano, pero es el mentiroso más hábil que puedas imaginar.

Edgar hace girar el vino dentro del vaso.

—¿Qué hubieses hecho en mi lugar?

—No lo sé.

—¿«Hay» algo que yo pueda hacer, Graham?

—No.

—¿Nada?

—Nada. Aparte de, por supuesto…

—¿Qué?

—Tú sabes…

Edgar observa la cara juvenil de George Graham.

—¿Convertirme en un amigo todavía mejor?

—Sí.

—Tienes una forma perversa de pensar, Graham.

—Tuve buenos maestros.

Edgar vacía su vaso y se pone de pie.

—¿Hay algo más? —pregunta Graham, todavía sentado.

Edgar se apoya en la silla.

—¿Qué quieres decir?

—¿Hay algo que sabes, pero que no me hayas dicho?

Edgar se inclina hacia él, indignado.

—Veo que hay muchos que creen que sé algo de esta pesadilla en la que me encuentro. ¿No crees, Graham, que me convendría evitarla? ¿Crees acaso que no te lo contaría si supiese algo que pudiese eludir esta maldita situación?

—Lo siento —murmura Graham—. Olvídalo.

—Muchas gracias por la charla, Graham. Hablemos la próxima vez que vuelvas a Nueva York —dice, y camina hacia la salida.

En la calle se siente mal del estómago. Nota como un entumecimiento, como después de una caída. Está a punto de oscurecer y a su alrededor los edificios parecen bloques de piedra. La luz de las lámparas de gas es de un amarillo pálido, aunque es fuerte. Edgar baja la vista y se aleja del restaurante con pasos largos. Algo confuso todavía dobla una esquina, se ajusta el abrigo hasta el cuello y continúa caminando sin rumbo. Gimotea constantemente dentro del abrigo, como si exagerar su situación y transformarla en una especie de comedia pudiera consolarlo. No funciona. Las lágrimas resbalan hasta su boca y se mezclan en los labios con su saliva.

Sabe bien lo que sucederá si se descubre que sabe quién es el asesino. Ahí se acabará todo para él. Lo juzgarán por su colaboración. Perderá toda posibilidad de ser publicado y se quedará sin ingresos.

Dilapidarán su nombre en un santiamén.

Por Dios, ¿cómo hará para escribir una sola frase mañana, o al día siguiente?

Se detiene en un callejón detrás de la universidad y se agacha. El dolor le golpea en el diafragma. Se arrodilla unos minutos y vomita. Entonces se incorpora. El cielo ha oscurecido sobre él. A cada lado, las paredes de piedra se yerguen hacia arriba. Al fondo de la calle, la pared tiene el color rojizo oscuro de una luna lastimada. Cuando gira y vuelve sobre sus pasos, oye el eco de sus pisadas contra las paredes de piedra.

Hay un sueño que recuerda con tanta claridad como si se tratase de un hecho real. En él, una mañana recibe una carta de un hombre que se llama Edgar Allan Poe. Escrita con una caligrafía sorprendentemente similar a la suya, la carta reza: «Hace mucho que deseo encontrarme con usted, sir». Deja la misiva sobre el escritorio y sale a dar un paseo bajo la lluvia intensa. Después de un rato desaparecen las nubes y lo bañan los rayos del sol. No soporta la luz del sol (en el sueño, «esto» es algo que él sabe y ha sabido todo el tiempo). Entra en una sastrería para guarecerse. Apenas cruza la puerta, el sastre se sitúa frente a él, un hombre flaco e hirsuto vestido con una chaqueta gris que le llega hasta los tobillos.

—Acérquese, le mostraré —dice incitando a Edgar a seguirlo adentro del negocio.

Caminan entre máquinas de coser y géneros listos para el corte. Siente el aroma dulzón del algodón. El sastre se detiene frente a una puerta. Edgar le mira la nuca, la piel está oculta por el pelo espeso y rizado.

—Bueno. Aquí está —dice el sastre sin volverse.

Ahora Edgar lo sigue a través de un pasillo estrecho. Al final del pasillo hay una caja de sombreros. El sastre la señala y Edgar se aproxima a la caja. Al mismo tiempo siente el terror como una herida abierta en el pecho. El sastre lo mira, inclemente.

—Abra la caja.

Edgar abre la caja con los ojos cerrados, como un niño. Siente un olor acre y abre los ojos. En la caja hay una mano, y enseguida la reconoce como la suya. Cuando se vuelve hacia el sastre, éste tiene en la mano la carta de «Edgar Allan Poe». Con una voz llena de amargura y reproche, le dice:

—Sabemos perfectamente lo que haces. ¿No sabes que puedes ser condenado a muerte si pretendes ser este hombre?

Edgar no sabe qué contestarle al sastre, mira a la mano en la caja y luego a su propia mano sana. Siente como si le inyectasen furia. Toma la mano de la caja y empieza a golpear con ella la cara del sastre. El hombre cae al suelo, se queja, pero Edgar continúa golpeándolo hasta que la cara es una masa roja sobre el suelo.

Cuando sale nuevamente a la calle, ya no hay luz. El aire es cálido y él suda después del esfuerzo con el sastre. Siente la sed como un reclamo frío en el paladar.

Poe

Eliza

Richmond, Virginia, 1811

A
pesar de que gran parte del paisaje yacía pobre y arruinado en el estado de Virginia, Richmond era una ciudad en desarrollo. En sus muelles atracaban navíos mercantes de Londres y Liverpool, de Gibraltar y Nueva York, para cargar mercancías. Los ingresos de la industria tabacalera crecían junto con la cantidad de habitantes, y las embarcaciones en el río y los carros en las calles transportaban hacia el mundo el aroma dulce del tabaco. Por la noche, el hedor de los galpones se colaba a través de Main Street, pasaba las ventanas iluminadas de las barberías y los bares alegres, y entraba por la de una comediante que yacía acostada y tosiendo.

Edgar Poe permanecía quieto al lado de un lecho frágil. Tenía tres años. En la cama yacía su madre, Eliza, una tejedora de veinticuatro años que pestañeaba con sus grandes ojos y miraba hacia el niño. La tos sacudía su cuerpo debajo de la manta. Edgar la miraba, de pie y con los brazos caídos. A veces cerraba los ojos, como si quisiera ahuyentar el ruido de las toses.

En la media luz, Eliza se veía asombrosamente pequeña, parecía una criatura con ojos de adulto. Era bella como una muñeca. Su retrato —yacente en el lecho y con la mirada puesta en su hijo— podría haber servido de anuncio en alguno de los espectáculos teatrales con que viajaba desde los nueve años por todo el país.

Había cantado
La moza del mercado
desde el escenario, por lo que había recibido unos aplausos ensordecedores. A pesar de que la vida en el teatro era sucia y degradante, los críticos la describían como «limpia como una muñeca de mármol» y «asombrosamente bella y talentosa».

Actuó en Charleston, con la New Theatre Company en Filadelfia, en Baltimore, en Boston, en Washington, en Norfolk y en Richmond, Virginia. Apareció en todas las salas de teatro imaginables, para estrepitosos trabajadores y elegantes bostonianos. A los catorce años obtuvo su primer gran papel
shakesperiano
, Ofelia, en el Southwark Theatre. Cinco años más tarde tomó el nombre de su marido y durante el tiempo en que ambos estuvieron unidos al Federal Street Theatre de Boston se la conoció como la señora Poe. En los años que siguieron dio a luz a tres niños y fue abandonada por su talentoso y bebedor marido; sin embargo, continuó actuando en cientos de representaciones. Interpretó comedias, tragedias y piezas musicales; en cabarés y en funciones conmemorativas.

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