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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

La carretera (4 page)

BOOK: La carretera
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¿Cómo lo sabes?

Lo sé y punto.

Sin embargo encontraron árboles atravesados en la carretera y tuvieron que descargar el carrito y pasar toda la carga por encima de los troncos y meterlo todo otra vez en el carrito al otro lado. El chico encontró juguetes de los que ya no se acordaba. Se encariñó de un camión amarillo y siguieron andando con el camión encima de la lona.

Acamparon en un banco de tierra al otro lado de un arroyo helado junto a la carretera. El viento había apartado la ceniza del hielo y el hielo estaba negro y el arroyo parecía un sendero de basalto que serpenteaba por el bosque. Reunieron leña en el lado norte del talud donde no estaba tan húmeda, derribando árboles a empujones y arrastrándolos hasta el campamento. Encendieron lumbre y extendieron la lona y colgaron la ropa mojada en unos palos, humeante y maloliente, y se sentaron arrebujados en las mantas y desnudos mientras el hombre arrimaba los pies del chico a su estómago para calentárselos.

Despertó gimiendo en mitad de la noche y el hombre lo abrazó. Chsss…, dijo. Chsss… No pasa nada.

He tenido una pesadilla.

Ya lo sé.

¿Te cuento qué pasaba?

Si quieres, sí.

Yo tenía un pingüino de esos que les das cuerda y echan a andar y mueven las aletas. Estábamos en la casa donde vivíamos antes y el pingüino aparecía por una esquina pero nadie le había dado cuerda y yo me asustaba mucho.

Tranquilo.

En el sueño daba mucho más miedo.

Lo sé. Hay sueños que dan mucho miedo.

¿Por qué he tenido esa pesadilla?

No lo sé. Pero ya pasó. Voy a echar un poco de leña al fuego. Tú duerme.

El chico no replicó. Después dijo: La cuerda no giraba.

Tardaron cuatro días más en bajar de la nieve e incluso entonces había trechos nevados en ciertos recodos de la carretera e incluso más allá la carretera estaba negra y húmeda por la es-correntía de tierra adentro. Bordearon una profunda garganta y allá abajo en la oscuridad un río. Permanecieron a la escucha.

Grandes riscos escarpados al otro lado del cañón con esqueléticos árboles negros aferrándose al talud. El sonido del río se perdió a lo lejos. Luego volvió. Un viento helado soplaba de la región inferior. Les llevó todo el día alcanzar el río.

Dejaron el carrito en una zona de aparcamiento y se adentraron en el bosque. Un retumbo procedente del río. Era una cascada que caía de un saliente de roca y salvaba una altura de veinticinco metros en medio de una mortaja de bruma hasta la poza de abajo. Pudieron oler el agua y notar el frío que venía de ella. Un banco de grava húmeda. Se quedó mirando al chico.

¡Anda!, dijo el chico. No podía apartar la vista de la cascada.

Se puso en cuclillas y cogió un puñado de guijarros y los olió y los dejó caer. Redondeados y lisos como canicas o tabletas de piedra con vetas y franjas. Pequeños discos negros y fragmentos de cuarzo pulimentado brillantes a causa de la bruma que se alzaba del río. El chico se adelantó y se puso en cuclillas y tocó el agua oscura con la mano.

La cascada caía casi en el centro de la poza. Una espuma gris giraba sobre sí misma. Permanecieron uno al lado del otro hablándose a gritos debido al estruendo.

¿Está fría?

Sí. Helada.

¿Quieres meterte?

No sé.

Sí que quieres.

¿Puedo?

Vamos.

Se bajó la cremallera de la parka y dejó caer la parka en la grava y el chico se incorporó y se desnudaron y se metieron en el agua. Pálidos como fantasmas y tiritando. El chico tan flaco que casi le hizo llorar. Él se zambulló de cabeza y emergió boqueando de frío y dio media vuelta y se quedó de pie, golpeándose los brazos.

¿Me cubre a mí?, gritó el chico.

No. Vamos.

Giró de nuevo y nadó hasta la cascada y dejó que el agua le cayera encima. El chico estaba metido en la poza hasta la cintura, agarrándose los hombros y brincando. El hombre regresó. Abrazó al chico y lo hizo flotar, el chico chapoteando y muerto de frío. Bien, dijo el hombre. Lo estás haciendo muy bien.

Se vistieron tiritando y luego remontaron el sendero hasta la parte superior del río. Caminaron por las rocas hasta donde el río parecía quedarse sin espacio y él sujetó al chico mientras se aventuraba hacia el último saliente de roca. El río se deslizaba sobre el borde y caía a pico a la poza de abajo. El río ente rocas. El chico le agarró el brazo con fuerza.

Está muy abajo, dijo.

Sí. Bastante.

¿Te morirías si cayeras desde aquí?

Te harías daño. Es mucha distancia.

Qué miedo.

Caminaron por el bosque. La luz empezaba a flaquear. Siguieron el llano bordeando la parte superior del río entre enormes árboles muertos. Un frondoso bosque sureño donde antes hubo manzanas de mayo y quimafilas. Ginseng. Las ramas muertas de los rododendros retorcidas y nudosas y negras. Se detuvo. Había algo en el suelo. Se agachó para separar el mantillo. Una pequeña colonia, encogidas, resecas y arrugadas. Cogió una y se la llevó a la nariz. Mordió una punta y la masticó.

¿Qué es, papá?

Colmenillas. Son colmenillas.

¿Y qué son colmenillas?

Un tipo de seta.

¿Se pueden comer?

Sí. Toma.

¿Son buenas?

Muerde.

El chico olió la seta y dio un mordisco y se quedó masticando. Miró a su padre. Son bastante ricas, dijo.

Arrancaron las colmenillas del suelo, unas cosas de aspecto extraño que él fue metiendo en la capucha de la parka del chico. Volvieron a la carretera y bajaron hasta donde habían dejado el carrito y acamparon junto a la poza de la cascada y lavaron las colmenillas de tierra y ceniza y las pusieron en remojo en un cazo con agua. Para cuando hubo encendido la lumbre era ya de noche. Troceó unas cuantas setas encima de un leño y las tiró a la sartén junto con la grasa de cerdo de una lata de alubias y lo puso todo a fuego lento sobre las brasas. El chico le observó. Este es un buen sitio, papá, dijo.

Comieron las pequeñas setas acompañadas de alubias y bebieron té y tomaron peras en lata de postre. Arrimó el fuego a la fisura de roca donde antes lo había encendido y colgó la lona detrás de ellos para que reflejara el calor y se sentaron en el refugio mientras él le contaba cuentos al chico. Lo que recordaba de viejas historias de valor y justicia hasta que el chico se quedó dormido en las mantas y luego él echó más leña al fuego y se tumbó caliente y saciado y escuchó el retumbo de la cascada en aquel oscuro y raído bosque.

Por la mañana echó a andar río abajo siguiendo el sendero que lo bordeaba. El chico llevaba razón al decir que era un buen sitio y quería comprobar si había señales de otros visitantes. No encontró nada. Se quedó mirando el río allí donde cambiaba de dirección y se precipitaba a una balsa formando remolinos. Arrojó al agua una piedra blanca que se perdió rápidamente de vista como si se la hubieran tragado. Él había estado una vez en un río así y había visto destellos de truchas nadando en una poza, invisibles en el agua color de té salvo cuando se ponían de costado para comer. Reflejando el sol desde aquella oscuridad profunda como un destello de navajas en una cueva.

No podemos quedarnos, dijo. Hace más frío cada día. Y la cascada es una atracción. Lo ha sido para nosotros y lo será par otros y no sabemos de qué gente se trata y no podemos oírlo llegar. No es un sitio seguro.

Podríamos quedarnos un día más.

No es seguro.

Bueno, quizá encontraremos otro sitio en el río.

Hemos de seguir avanzando. Debemos seguir hacia el sur.

¿El río no va hacia el sur?

No.

¿Puedo verlo en el mapa?

Sí. Voy a buscarlo.

Antiguamente el ajado mapa de carreteras tenía las hojas pegadas entre sí con cinta aislante pero ahora solo estaban clasificadas y numeradas a lápiz en las esquinas para poder montarlas. Revisó las mustias páginas y extendió las que correspondían a su situación.

Aquí cruzamos un puente. Parece que está a unos doce kilómetros. Esto es el río. Va hacia el este. Seguimos la carretera por la vertiente oriental de las montañas. Las líneas negras del mapa son nuestras carreteras, las carreteras estatales.

¿Por qué son estatales?

Porque antes pertenecían a los estados. A lo que antes llamaban estados.

¿Es que ya no existen estados?

No.

¿Qué pasó?

No lo sé exactamente. Es una buena pregunta.

Pero las carreteras siguen ahí.

Sí. Por ahora.

¿Hasta cuándo?

No lo sé. Quizá bastante tiempo. No hay nada para arrancarlas de modo que por ahora no habrá problema.

Pero no pasarán coches ni camiones.

No.

Vale.

¿Estás listo?

El chico asintió con la cabeza. Se restregó la nariz con la manga y se echó a la espalda la pequeña mochila y el hombre dobló las páginas del mapa y se puso de pie y el chico lo siguió a través de la gris empalizada de árboles hasta la carretera.

Cuando el puente estuvo al alcance de la vista había allí un camión con remolque atravesado en la calzada e incrustado en el parapeto de hierro. Llovía otra vez y se detuvieron con la lluvia tamborileando flojito en la lona. Mirando desde la penumbra azul de debajo del plástico.

¿Podremos pasar por el lado?, dijo el chico.

Lo dudo. Seguramente se podrá pasar por debajo. Quizá tendremos que descargar el carrito.

El puente salvaba el río sobre un rápido. Oyeron el rumor al doblar la curva de la carretera. Un viento recio soplaba de la garganta y se arrebujaron en la lona tirando de las esquinas y empujaron el carrito por el puente. Se veía el río a través de la estructura de hierro. Más abajo del rápido había un puente ferroviario sobre pilares de piedra caliza. Las piedras de los pilares estaban sucias muy por encima del río debido a las crecidas y en el recodo del mismo había grandes camellones de ramas y arbustos negros y troncos de árbol que lo obstruían.

El camión llevaba allí años, los neumáticos desinflados y arrugados bajo las llantas. El morro del vehículo estaba incrustado en el parapeto del puente y el remolque se había desenganchado de la chapa superior y embutido en la parte de atrás de la cabina. La trasera del remolque había patinado hasta abollar el parapeto del otro lado y ahora estaba suspendida varios palmos sobre la garganta. Empujó el carrito bajo el remolque pero el asidero no pasaba. Tendrían que meterlo de costado Lo dejó cubierto con la lona y pasaron ellos dos agachados por debajo del remolque y le dijo al chico que se quedara allí para no mojarse mientras él subía al escalón del depósito de combustible y limpiaba de agua el parabrisas y miraba dentro de la cabina. Volvió a bajar y estiró el brazo para abrir la portezuela y montó en la cabina y cerró. Miró lo que había a su alrededor. Una litera vieja como una caseta de perro detrás de los asientos. Papeles en el suelo. La guantera estaba abierta pero dentro no había nada. Pasó entre los asientos. Había un colchón mojado en la litera y una pequeña nevera con la puerta abierta. Una mesa plegable. Revistas viejas por el suelo Miró en los armaritos de contrachapado pero estaban vacíos. Había cajones debajo de la litera y los abrió y miró entre los trastos. Volvió a pasar a la cabina y se sentó donde el conductor y miró río abajo por entre el lento gotear de agua en el cristal. El tamborileo de la lluvia sobre el techo metálico y la lenta oscuridad apoderándose de todo.

Esa noche durmieron en el camión y por la mañana había dejado de llover y descargaron el carrito y lo fueron pasando todo por debajo al otro lado del vehículo y volvieron a cargar el carrito. Puente abajo, como a treinta metros más o menos, había restos renegridos de unos neumáticos que alguien había quemado. Se quedó mirando el remolque. ¿Tú qué crees que hay dentro?, dijo.

No lo sé.

No somos los primeros que pasamos por aquí. Seguramente no hay nada.

De todos modos no se puede entrar.

El hombre aplicó el oído a un costado del remolque y golpeó la chapa con la palma de la mano. Suena vacío, dijo. Probablemente se puede entrar por el techo. Si no alguien habría abierto un agujero en la chapa.

¿Y con qué?

Algo habrían encontrado.

Se quitó la parka y la dejó encima del carrito y se subió al parachoques del camión y luego al capó y se encaramó al parabrisas para trepar al techo de la cabina. Allí de pie se dio la vuelta y miró el río. Metal mojado bajo sus pies. Miró al chico. El chico parecía preocupado. Estiró el brazo y se agarró donde pudo a la parte frontal del remolque y se izó lentamente a pulso. Era todo lo que podía hacer y ya tenía mucho menos peso que izar. Consiguió pasar una pierna sobre el borde y se quedó allí colgado descansando. Luego se dio impulso y acabó de subir y una vez arriba se sentó.

Había una claraboya como hacia la tercera parte del techo y se acercó a ella medio agachado. No estaba tapada y el interior del remolque olía a contrachapado húmedo y a aquel olor acre que ya conocía. Llevaba una revista en el bolsillo de la cadera y la sacó y arrancó unas páginas e hizo una pelota con ellas y sacó su encendedor y prendió los papeles y arrojó la pelota a la oscuridad. Un rugido apagado. Apartó el humo con la mano y miró al interior del remolque. El pequeño fuego que ardía en el suelo parecía estar muy abajo. Tapó el resplandor con una mano y al hacerlo pude ver casi hasta el fondo de la caja. Cuerpos humanos. Espatarrados en toda suerte de posturas. Resecos y encogidos en sus prendas podridas. La pelota de papel soltó una última y pequeña llamarada y se extinguió dejando fugazmente un tenue dibujo en la incandescencia. La forma de una flor, una rosa fundida. Después reinó otra vez la oscuridad.

Aquella noche acamparon en el bosque en una loma orientada a las amplias tierras bajas que se extendían hacia el sur. Encendió una fogata arrimada a una roca y comieron las últimas colmenillas y una lata de espinacas. Por la noche una tormenta que se había originado en las montañas fue descendiendo entre truenos y rayos y el desolado mundo gris surgía una vez y otra en el velado resplandor de los relámpagos. El chico se agarró a él hasta que pasó de largo. Un breve tamborileo de granizo y luego la lluvia lenta y fría.

Cuando se despertó de nuevo era aún de noche pero ya no llovía. Una luz humosa allá en el valle. Se levantó y caminó por la loma. Una bruma de fuego que se extendía varios kilómetros. Se puso en cuclillas y observó. Le llegó el olor de humo. Se humedeció un dedo y lo puso al viento. Cuando se levantó y dio media vuelta para volver, la lona estaba iluminada por dentro porque el chico se había despertado. Ubicada allí en la oscuridad, la forma frágil y azul parecía el emplaza miento de los últimos aventureros en los confines del mundo. Algo prácticamente inexplicable. Y lo era.

BOOK: La carretera
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