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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

La carretera (5 page)

BOOK: La carretera
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Todo el día siguiente viajaron a través de la cambiante neblina de humo. En las cañadas el humo elevándose del suelo como grupos de velas paganas. Hacia el anochecer llegaron a un lugar donde el fuego había cruzado la carretera y el macadán es taba todavía caliente y un poco más allá empezó a ablandarse bajo sus pies. El alquitrán caliente succionándoles los zapatos, dejando unas franjas finas a medida que pisaban. Se detuvieron. Tendremos que esperar, dijo.

Volvieron sobre sus pasos y acamparon en la carretera misma y cuando se pusieron en marcha a la mañana siguiente el macadam se había enfriado. Al rato encontraron unas huellas grabadas en el alquitrán. Aparecieron tal cual de repente. Él se acuclilló para examinarlas. Alguien había salido del bosque durante la noche y había continuado por la calzada derretida. ¿Quién es?, dijo el chico.

No lo sé. ¿Quién es nadie?

Le dieron alcance. Caminaba despacio arrastrando ligeramente una pierna y se detenía de vez en cuando allí encorvado y vacilante antes de seguir andando.

¿Qué hacemos, papá?

No pasará nada. Vamos a seguirle y ya se verá.

Echamos un vistazo, dijo el chico.

Eso. Echamos un vistazo.

Lo siguieron durante un buen trecho pero al paso que llevaba les estaba haciendo perder el día y finalmente el hombre se sentó en el asfalto y ya no volvió a levantarse. El chico se colgó de la chaqueta de su padre. Nadie dijo nada. Estaba tan quemado como la comarca, sus ropas chamuscadas y negras. Un ojo lo tenía cerrado por la quemadura y sus cabellos eran apenas una peluca sarnosa de ceniza sobre su cráneo ennegrecido. Cuando pasaron el hombre bajó la vista. Como si hubiera hecho algo mal. Sus zapatos estaban atados con alambre y cubiertos de alquitrán. El hombre se quedó sentado en silencio, harapiento y doblado hacia delante. El chico se volvía a cada momento. Papá, susurró, ¿qué le pasa a ese hombre?

Lo ha alcanzado un rayo.

¿No podemos ayudarle, papá?

No. No podemos.

El chico seguía tirándole de la chaqueta. Papá, dijo.

Basta ya.

¿No podemos ayudarle?

No. No podemos. No se puede hacer nada por él.

Siguieron adelante. El chico lloraba. No dejaba de mirar atrás. Cuando llegaron al pie de la colina el hombre se detuvo y le miró y miró carretera arriba. El quemado había caído al suelo y a tanta distancia ni siquiera se veía qué era. Lo siento, dijo, pero no tenemos nada para darle. No hay modo de echar una mano. Siento lo que le ha pasado pero nosotros no podemos arreglarlo. Comprendes, ¿verdad? El chico permaneció cabizbajo. Asintió con la cabeza. Después continuaron andan do y ya no volvió a mirar atrás.

De anochecida la luz opaca y sulfurosa de los incendios, agua estancada en las cunetas negras por la escorrentía. Las montañas envueltas como en una mortaja. Por un puente de hormigón cruzaron un río donde madejas de ceniza y fango líquido se movían despacio en la corriente. Trocitos carbonizados de madera. Al final pararon y dieron media vuelta para acampar debajo del puente.

Él había llevado su cartera encima hasta que le hizo un agujero con forma de ángulo en el pantalón. Luego un día se sentó en el arcén y sacó la cartera y examinó lo que llevaba dentro. Un poco de dinero, tarjetas de crédito. Su permiso de conducir. Una foto de su mujer. Lo fue colocando todo sobre el asfalto. Como naipes de una partida. Arrojó a la espesura el pedazo de cuero negro de sudor y se quedó sentado con la foto grafía en la mano. Luego la depositó también en la carretera; se puso de pie y reanudaron la marcha.

Por la mañana permaneció tumbado mirando los nidos de arcilla que unas golondrinas habían hecho en las esquinas debajo del puente. Miró al chico pero el chico se había dado la vuelta y estaba mirando hacia el río.

No podríamos haber hecho nada.

El chico no respondió.

Se va a morir. No podemos compartir lo que tenemos porque nos moriríamos también.

Ya lo sé.

¿Y cuándo piensas hablarme otra vez?

Ahora estoy hablando.

¿Seguro?

Sí.

Vale.

Vale.

Desde la orilla opuesta de un río lo llamaban a voces. Dioses zarrapastrosos encorvados en sus harapos al otro lado de la tierra baldía. Caminando por el lecho seco de un mar mineral agrietado y roto como un plato caído. Senderos de fuego feral en las coaguladas arenas. Las siluetas imprecisas en la lejanía. Despertó y se quedó tumbado en la oscuridad.

Los relojes se pararon a la 1.17. Un largo tijeretazo de claridad y luego una serie de pequeñas sacudidas. Se levantó y fue a la ventana. ¿Qué pasa?, dijo ella. Él no respondió. Entró en el cuarto de baño y pulsó el interruptor de la luz pero ya no había corriente. Un fulgor rosado en la luna de la ventana. Hincó una rodilla y levantó la palanca para tapar la bañera y luego abrió los dos grifos a tope. Ella estaba en el umbral en camisón, agarrada a la jamba, sosteniéndose la barriga con una mano. ¿Qué es?, dijo. ¿Qué pasa?

No lo sé.

¿Por qué te bañas?

Yo no me baño.

En aquellos primeros años había despertado una vez en mitad de un bosque pelado y se había quedado escuchando las bandadas de aves migratorias que pasaban en aquella penetrante oscuridad. Sus chirridos en sordina a varios kilómetros de altura, volando en círculo alrededor de la tierra con la insensatez de un tropel de insectos sobre el borde de un tazón. Les deseó una rápida travesía hasta que se perdieron de vista. No volvió a oírlas nunca más.

Tenía una baraja de cartas que encontró en el cajón de una cómoda en una casa y las cartas estaban gastadas y ahusadas y no había dos de tréboles pero aun así jugaban a veces a la luz de la lumbre envueltos en sus mantas. Intentaba recordar las reglas de juegos infantiles. Old Maid. Alguna versión del whist. Es taba seguro de que no lo hacían bien y se inventó nuevos juegos y les puso nombres inventados. Cañuela Atípica o Vomitona Gatuna. A veces el niño le hacía preguntas acerca del mundo que para él no era ni siquiera un recuerdo. Se esforzaba mucho para responder. No existe pasado. ¿A ti qué te gustaría? Pero dejó de inventarse cosas porque esas cosas tampoco eran verdad y decirlas le hacía sentir mal. El niño tenía sus propias fantasías. Cómo serían las cosas una vez en el sur. Otros niños. Él procuraba no dar rienda suelta a todo esto pero su corazón lo traicionaba. ¿De quién serían hijos esos niños?

Sin listas de cosas que hacer. El día providencia de sí mismo. La hora. No hay después. El después es esto. Todas las cosas bellas y armónicas que uno conserva en su corazón tienen una procedencia común en el dolor. El hecho de nacer en la aflicción y la ceniza. Bueno, susurró para el chico que dormía. Yo te tengo a ti.

Pensó en la foto de su mujer que había dejado en la carretera y que debería haber intentado conservarla de algún modo en sus vidas pero no sabía cómo. Se despertó tosiendo y se alejó unos pasos para no despertar al niño. Siguiendo a oscuras una pared de piedra, envuelto en la manta, de hinojos en las cenizas como un penitente. Tosió hasta que empezó a notar el sabor de la sangre y dijo el nombre de ella en voz alta. Pensó que quizá lo había pronunciado en sueños. Cuando volvió el chico estaba despierto. Perdona, dijo.

No pasa nada.

Duerme.

Ojalá estuviera con mamá.

Él no dijo nada. Se sentó junto al pequeño arropados en las colchas y las mantas. Al cabo de un rato dijo: Te refieres a que te gustaría estar muerto.

Sí.

No debes decir eso.

Pero lo digo.

No lo hagas. No es bueno decir esas cosas.

No puedo evitarlo.

Lo sé. Pero procura no hacerlo.

¿Y cómo?

No lo sé.

Somos supervivientes, le dijo desde el otro lado de la lámpara.

¿Supervivientes?, dijo ella.

Sí.

¿Se puede saber de qué demonios hablas? No somos supervivientes. Esto es una película de terror y nosotros somos muertos andantes.

Te lo suplico.

Me da igual. Me da igual si lloras. Para mí no significa nada.

Por favor.

Basta.

Te lo suplico. Haré cualquier cosa.

¿Como qué? Debería haberme decidido hace ya tiempo. Cuando quedaban tres balas en la pistola en lugar de dos. Fui una estúpida. Ya lo hemos hablado un montón de veces. No me he convencido yo sola de esto. Me han convencido a la fuerza. Y no puedo más. Incluso había pensado no decirte nada. Probablemente hubiera sido lo mejor. Tienes dos balas y luego ¿qué? No puedes protegernos. Dices que darías la vida por nosotros pero ¿de qué sirve eso? Si no fuera por ti me lo llevaría conmigo. Sabes que lo haría. Es lo más adecuado.

Estás desvariando.

No, estoy diciendo verdades. Tarde o temprano nos cazarán y nos matarán. A mí me violarán. A él también. Nos van a violar y después de matarnos nos devorarán pero tú no quieres reconocerlo. Tú prefieres esperar a que eso pase. Pues yo no. No puedo. Se quedó allí sentada fumando un tallo enclenque de parra seca como si fuera una especie de extraño cigarro puro. Sosteniéndolo con cierta elegancia, la otra mano sobre sus rodillas recogidas. Ella le miró del otro lado de la pequeña llama. Antes hablábamos de la muerte, dijo. Ya no. ¿Y sabes por qué?

No. No lo sé.

Porque la muerte está aquí. No hay otra cosa de que hablar. Yo no te abandonaría.

Da igual. Eso no significa nada. Puedes considerarme una pérfida zorra si así lo quieres. Me he echado un nuevo amante. Él puede darme lo que tú no.

La muerte no es ningún amante.

Por supuesto que sí.

Por favor no me hagas esto.

Lo siento.

Yo solo no seré capaz.

Pues no lo hagas. Yo no puedo ayudarte. Dicen que las mujeres sueñan con el peligro que acecha a sus seres queridos y que los hombres sueñan con el peligro que corren ellos mismos. Pero yo no sueño nada. ¿Dices que no eres capaz? Entonces no lo hagas. Así de sencillo. Porque yo ya estoy harta de mi prostituido corazón y lo estoy desde hace tiempo. Hablas de tomar una actitud pero no hay ninguna actitud que tomar. El corazón me lo arrancaron la noche en que él nació, así que ahora no pidas que me dé pena. No hay pena que valga. Es posible que lo consigas. Lo dudo, pero quién sabe. Lo único que puedo decirte es que tú solo no sobrevivirás. Lo sé porque yo nunca habría llegado hasta tan lejos. Una persona que no tuviera a nadie haría bien en apañarse un fantasma más o menos pasable. Insuflarle vida y mimarlo con palabras de amor. Ofrecerle migas de fantasma y protegerlo con su propio cuerpo. Por lo que a mí respecta mi única esperanza es la nada eterna y la deseo con toda mi alma.

Él no dijo nada.

No tienes argumentos porque no los hay.

¿Te despedirás de él?

No.

Espera al menos hasta mañana. Por favor.

Tengo que irme.

Ella se había puesto ya de pie.

Por el amor de Dios. ¿Qué voy a decirle?

No puedo ayudarte.

¿Adónde vas a ir? Si ni siquiera ves.

No me hace falta.

Él se puso de pie. Te lo suplico, dijo.

No. No me despediré. No puedo.

Ella se marchó y la frialdad de la partida fue su regalo final. Lo haría con una hojuela de obsidiana. El mismo le había enseñado cómo. Más afilada que el acero. El borde de un grosor de átomo. Y ella llevaba razón. No había argumentos. Innumerables noches pasadas en vela debatiendo los pros y los contras de la autodestrucción con la seriedad de unos filósofos encadenados al muro de un manicomio. Por la mañana el chico no dijo nada de nada y cuando tuvieron el equipaje hecho y estuvieron listos para echarse a la carretera se volvió y miró hacia donde habían acampado la víspera y dijo: Se ha marchado, ¿verdad? Y él dijo: Sí.

Siempre tan prudente, raramente sorprendida ni por los más descabellados advenimientos. Una creación perfectamente evolucionada para hacer frente a su propio fin. Se sentaron junto a la ventana y cenaron en bata a medianoche a la luz de las velas y vieron arder ciudades a lo lejos. Varias noches des pues ella paría en la cama de matrimonio a la luz de una lámpara de pila seca. Guantes para fregar los platos. La inverosímil aparición de una pequeña coronilla. Sucio de sangre y con pelo negro y pegajoso. El maloliente meconio. Los gritos de ella no le afectaron nada. Del otro lado de la ventana solo el frío más intenso cada vez, incendios en el horizonte. Sostuvo en alto el canijo cuerpo colorado tan crudo y desnudo y cortó el cordón umbilical con unas tijeras de cocina y envolvió a su hijo en una toalla.

¿Tú tenías amigos?

Sí.

¿Muchos?

Sí. Muchos.

¿Te acuerdas de ellos?

Sí, me acuerdo.

¿Qué les pasó?

Murieron.

¿Todos?

Sí. Todos.

¿Los echas de menos?

Sí.

¿Adónde vamos?

Vamos hacia el sur.

Vale.

Estuvieron todo el día en la larga carretera negra, parando por la larde para comer frugalmente de sus magras provisiones. El chico sacó su camión de la mochila y trazó carrete ras en la ceniza con un palo. El camión avanzaba despacio. El chico hacía ruidos de camión. Casi se podía decir que hacía calor y durmieron sobre la hojarasca con las mochilas por almohada.

Algo lo despertó. Se puso de costado y aguzó el oído. Se incorporó lentamente, la pistola a punto. Miró al chico que dormía y cuando miró otra vez hacia la carretera el primero de ellos estaba ya al alcance de la vista. Dios, susurró. Alargó la mano y sacudió al chico sin dejar de vigilar la carretera. Venían andando trabajosamente por la ceniza balanceando sus encapuchadas cabezas a un lado y a otro. Varios de ellos con máscaras antigás. Uno llevaba un traje especial contra peligro biológico. Sucios y mugrientos. Avanzando despacio con porras en la mano, trozos de tubería. Tosiendo. Entonces le pareció oír un camión diesel en la carretera, detrás del grupo. Rápido, susurró. Deprisa. Se metió la pistola por el cinturón y agarró al chico de la mano y arrastró el carrito entre los árboles y lo volcó donde no fuera tan fácil de ver. El chico estaba paralizado de miedo. Lo atrajo hacia él. Tranquilo, dijo. Tenemos que escapar. No mires atrás. Vamos.

Se cargó las dos mochilas y echaron a correr entre los quebradizos helechos. El chico estaba aterrorizado. Corre, susurró. Corre. Miró hacia atrás. El camión ya estaba a la vista. Hombres de pie en la plataforma mirando al frente. El chico cayó y él lo ayudó a levantarse. Tranquilo, dijo. Vamos.

BOOK: La carretera
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