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Authors: Cormac McCarthy

Tags: #Ciencia Ficción, #Drama

La carretera (7 page)

BOOK: La carretera
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Cuando hubieron comido llevó al chico al guijarral de debajo del puente y apartó el hielo delgado de la orilla con un palo; se pusieron de rodillas y le lavó al chico la cara y el pelo, el agua estaba tan fría que el chico lloró. Bajaron por el guijarro en busca de agua dulce y le lavó el pelo otra vez lo mejor que pudo pero tuvo que dejarlo porque el chico estaba gimiendo de frío. Lo secó con la manta, arrodillado al resplandor de la luz con la sombra del armazón inferior del puente quebrado sobre el palenque de troncos de árbol que había más allá del arroyo. Este es mi niño, dijo. Le limpio el pelo de sesos de muerto. Es mi trabajo. Luego lo envolvió en la manta y lo llevó junto al fuego.

El chico se tambaleaba sentado. El hombre vigiló que no se venciera hacia las llamas. Hizo unos hoyos en la arena para acomodar las caderas y los hombros del chico cuando se acostara y se sentó abrazándolo mientras le alborotaba el pelo delante de la lumbre para secárselo. Todo ello como en un antiguo ungimiento. Que así sea. Evoca las formas. Cuando tengas nada más inventa ceremonias e infúndeles vida.

El frío lo despertó por la noche y se levantó y partió más leña para la lumbre. Las pequeñas ramas ardiendo de un naranja incandescente en las brasas. Sopló para avivar el fuego y apiló la leña y se sentó con las piernas cruzadas, apoyado en el pilar del puente. Gruesos bloques de piedra caliza colocados sin mortero. En lo alto la carpintería de hierro teñida de marrón por la herrumbre, los remaches, las vigas y las traviesas de madera. La arena sobre la que se había sentado estaba tibia al tacto pero la noche más allá del fuego era cortante de puro frío. Se levantó y arrastró más leña debajo del puente. Se quedó escuchando. El chico no cambió de postura. Se sentó a su lado y acarició sus pálidos cabellos enmarañados. Cáliz de oro, bueno para albergar a un dios. No me digas cómo acaba la historia, por favor. Cuando dirigió la vista más allá del puente hacia lo oscuro estaba nevando.

Toda la leña que tenían para quemar era pequeña y el fuego no aguantó más de una hora o tal vez un poco más. Arrastró lo que quedaba de broza hasta debajo del puente y la partió, poniéndose de pie en las ramas y rompiéndolas a trozos. Pensé) que el ruido despertaría al chico pero no fue así. La leña húmeda siseaba en las llamas, la nieve continuaba cayendo. Por la mañana verían si había o no huellas en la carretera. Ese era el primer ser humano aparte del chico con quien había hablado en más de un año. Mi hermano a fin de cuentas. Las especulaciones de reptil en sus ojos fríos y movedizos. Los dientes grises y podridos. Mazacote de carne humana. Que ha hecho con cada palabra del mundo una mentira. Cuando volvió a despertar ya no nevaba y el granulado amanecer estaba moldeando el bosque desnudo más allá del puente, los árboles negros contra el fondo de nieve. Estaba acurrucado con las manos entre las rodillas y se incorporó y encendió el fuego y puso una lata de remolacha sobre los rescoldos. El chico permaneció acurrucado en el suelo observándolo.

Había una ligera capa de nieve por todo el bosque, sobre las ramas y ahuecada en las hojas, todo ello gris ya por la ceniza. Anduvieron hasta donde habían dejado el carrito y él metió dentro la mochila y lo empujó hasta la carretera. No había huellas. Se quedaron escuchando en medio del silencio total. Luego echaron a andar por la nieve gris a medio derretir de la carretera, el chico a su lado con las manos metidas en los bolsillos.

Caminaron penosamente durante el día, el chico en silencio. A media tarde la nieve se había derretido del todo y al anochecer ya estaba seco. No se detuvieron. ¿Cuántos kilómetros? Quince, veinte. Antes jugaban al tejo en la carretera con cuatro arandelas metálicas grandes que habían encontrado en una ferretería, pero habían desaparecido con todo lo demás. Aquella noche acamparon en una quebrada e hicieron fuego junto a un pequeño risco y comieron la última lata de comida que les quedaba. Él la había guardado porque era la favorita del chico, alubias con tocino. La vieron burbujear sobre las brasas y él recuperó la lata con los alicates y comieron en silencio. Enjuagó con agua la lata ya vacía y se la dio a beber al chico y eso fue todo. Debería haber tenido más cuidado, dijo.

El chico guardó silencio.

Tienes que hablarme.

Vale.

Querías saber qué pinta tenían los malos. Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. Mi deber es cuidar de ti. Dios me asignó esa tarea. Mataré a cualquiera que te ponga la mane encima. ¿Lo entiendes?

Sí.

Se quedó allí sentado con la manta por capucha. Al cabo de un rato levantó la vista. ¿Todavía somos los buenos?, dijo.

Sí. Todavía somos los buenos.

Y lo seremos siempre.

Sí. Siempre.

Vale.

Al día siguiente salieron de la quebrada y tomaron de nuevo la carretera. Le había hecho una flauta al chico con un trozo de caña de la cuneta y se la sacó de la parka para dársela. El chico la cogió sin decir palabra. Al cabo de un rato se quedó un poco rezagado y minutos después el hombre oyó que tocaba. Una música amorfa para la próxima era. O quizá la última música en la Tierra, surgida de las cenizas de su devastación. El hombre se volvió y le miró. Estaba sumamente concentrado. El hombre pensó que parecía un triste y solitario niño huérfano anunciando la llegada al condado de un espectáculo ambulante, un niño que no sabe que a su espalda los actores han sido devorados por lobos.

Se sentó cruzado de piernas en la hojarasca en la cumbre de un cerro y exploró el valle con los prismáticos. La forma todavía moldeada de un río. Chimeneas de ladrillo oscuro de una fábrica. Tejados de pizarra. Una vieja arca de agua hecha de tablones sujetos con cinchos. Ni humo ni señales de vida. Bajó los gemelos y se quedó sentado mirando.

¿Qué se ve?, dijo el chico.

Nada.

Le pasó los gemelos. El chico se colgó la correa del cuello y se llevó los prismáticos a los ojos y ajustó el enfoque. Todo tan quieto en todas partes.

Veo humo, dijo.

Dónde.

Detrás de aquellos edificios.

¿Qué edificios?

El chico le pasó los prismáticos y el hombre reajustó el enfoque. Una espiral a duras penas visible. Sí, dijo. Veo el humo.

¿Qué debemos hacer, papá?

Creo que deberíamos ir a echar un vistazo. Pero tendremos cuidado. Si es una comuna tendrán barricadas, pero tal vez solo sean refugiados.

Como nosotros.

Sí. Como nosotros.

¿Y si resultan que son los malos?

Habrá que arriesgarse. Hay que encontrar algo para comer.

Dejaron el carrito en el bosque y cruzaron una vía de tren y descendieron por un empinado terraplén entre hiedra negra. Él llevaba la pistola en la mano. No te apartes de mí, dijo. El chico obedeció. Batieron las calles como zapadores. De manzana en manzana. En el aire un ligero olor a humo de leña. Esperaron en un comercio y vigilaron la calle pero no vieron moverse nada. Pasaron entre la basura y los escombros. Cajones tirados al suelo, papeles y cajas de cartón hinchadas. No encontraron nada. Todas las tiendas fueron desvalijadas años atrás, casi no quedaba cristal en las ventanas. Dentro tan oscuro que casi no se veía nada. Subieron los peldaños estriados de una escalera mecánica, el chico cogido de su mano. Unos cuantos trajes polvorientos colgando de un perchero. Buscaban zapatos pero no vieron un solo par. Revolvieron entre la basura pero allí no había nada que les sirviera. De regreso el hombre arrancó las americanas de sus colgadores y las sacudió y se las cargó dobladas en un brazo. Vamos, dijo.

Pensó que en algo no se habrían fijado pero no era así. Apartaron desperdicios a puntapiés en los pasillos de un supermercado. Envoltorios y papeles viejos y la sempiterna ceniza. Registró los estantes en busca de vitaminas. Abrió la puerta de un congelador empotrado pero el hedor acre de los muertos irrumpió de la oscuridad y le hizo cerrar enseguida. Salieron a la calle. Él levantó la vista hacia el cielo gris. El aliento les humeaba. El chico estaba rendido. Lo cogió de la mano. Hemos de seguir mirando, dijo. Hemos de mirar un poco más.

No ofrecían mucho más las casas de las afueras del pueblo. Entraron en una por la parte de atrás y empezaron a buscar en los armarios de la cocina. Las puertas de los armarios todas abiertas. Una lata de levadura en polvo. Se la quedó mirando. En el comedor registraron los cajones de una alacena. Entraron a la sala de estar. Trozos del empapelado de las paredes como pergaminos antiguos en el suelo. Dejó al chico sentado en la escalera con los trajes mientras él subía.

Todo olía a húmedo y a podrido. En el primer dormitorio un cadáver reseco con la colcha subida hasta el cuello. Vestigios de pelo putrefacto en la almohada. Agarró la manta polla punta inferior y la retiró de la cama y la sacudió y se la puso doblada bajo el brazo. Miró en las cómodas y los armarios. Un vestido fino en una percha de alambre. Nada. Volvió a bajar. Estaba anocheciendo. Cogió al chico de la mano y salieron a la calle por la puerta principal.

Una vez en lo alto de la colina estudió el pueblo. La noche cayendo a marchas forzadas. Oscuridad y frío. Puso dos americanas sobre los hombros del chico, envolviéndolo con parka y todo.

Me muero de hambre, papá.

Ya lo sé.

¿Podremos encontrar nuestras cosas?

Sí. Sé dónde están.

¿Y si alguien las ve?

Nadie las va a ver.

Ojalá.

Descuida. Vamos.

¿Qué ha sido eso?

Yo no he oído nada.

Escucha.

No oigo nada.

Escucharon de nuevo. Finalmente oyó ladrar un perro en la lejanía. Se volvió y miró hacia el pueblo calado en la oscuridad. Es un perro, dijo.

¿Un perro?

Sí.

¿De dónde ha salido?

No lo sé.

No vamos a matarlo, ¿verdad, papá?

No. No vamos a matarlo.

Miró al chico, que tiritaba bajo las prendas. Se inclinó y le dio un beso en su frente mugrienta. No le haremos daño a perro, dijo. Te lo prometo.

Durmieron dentro de un coche bajo un paso elevado tapado con las americanas y la manta. En medio de la oscuridad y en silencio vio lucecitas que aparecían al azar en el retículo de la noche. Las plantas superiores de los edificios estaban a oscuras. Tendrías que subir agua. Podrías ponerte al descubierto. ¿Qué comían? Sabe Dios. Se sentaron envueltos en las americanas mirando por la ventanilla. ¿Quiénes son, papá?

No lo sé.

Despertó por la noche y se quedó a la escucha. No conseguía recordar dónde estaba. La idea le hizo sonreír. ¿Dónde estamos?, dijo.

¿Qué pasa, papá?

Nada. Estamos a salvo. Duerme.

Todo va a ir bien, ¿verdad, papá?

Sí. Todo irá bien.

Y no nos va a pasar nada malo.

Desde luego que no.

Porque nosotros llevamos el fuego.

Así es. Porque llevamos el fuego.

Por la mañana caía una lluvia fría. Las ráfagas alcanzaban el coche incluso debajo del paso elevado y se veía bailotear la lluvia en la carretera. Se quedaron sentados mirando a través del agua por el parabrisas. Cuando por fin amainó había transcurrido ya la mayor parte del día. Dejaron las americanas y la manta en el suelo del asiento de atrás y tomaron la carretera para ir a registrar más casas. Humo de leña en el aire húmedo. Ya no volvieron a oír ladridos.

Encontraron algunos utensilios y varias prendas de ropa. Una sudadera. Un plástico que podían utilizar como toldo. Él tenía la certeza de que los estaban observando pero no vio a nadie. En una despensa hallaron parte de un saco de harina de maíz que las ratas habían visitado hacía mucho tiempo. Tamizó la avena con un trozo de mosquitera rota y reunió un puñado de excrementos secos y encendieron fuego en el porche de cemento de la casa e hicieron tortas con el maíz y las tostaron sobre un pedazo de hojalata. Luego las fueron comiendo despacio una a una. Envolvió las que quedaron en un pedazo de papel y las metió en la mochila.

El chico estaba sentado en los escalones cuando vio moverse algo en la parte de atrás de la casa de enfrente. Una cara le estaba mirando. Un niño más o menos de su edad, envuelto en un chaquetón de lana varias tallas grande y con las mangas recogidas. Se puso de pie. Cruzó corriendo la calzada y se metió en el camino particular. Allí no había nadie. Miró hacia la casa y luego cruzó el jardín entre maleza seca hasta un arroyo todavía negro. Vuelve, dijo en voz alta. No te haré daño. Estaba allí de pie llorando cuando su padre llegó a la carrera y lo agarró del brazo.

¿Qué haces?, le dijo entre dientes. ¿Qué haces?

Hay un niño, papá. Hay un niño.

No hay ningún niño. ¿Se puede saber qué haces?

Sí que lo hay. Yo le he visto.

Te dije que no te movieras. ¿No es cierto? Ahora tenemos que marcharnos. Vamos.

Solo quería verle, papá. Solo quería verle.

El hombre lo cogió por el brazo y regresaron por el jardín. El chico no paraba de llorar y no paraba de mirar atrás. Vamos, dijo el hombre. Tenemos que irnos.

Quiero verle, papá.

No hay nada que ver aquí. ¿Es que quieres morir? ¿Es eso lo que quieres?

Me da lo mismo, dijo el chico, sollozando. Me da lo mismo.

El hombre se detuvo. Se detuvo y se puso en cuclillas y lo abrazó. Lo siento, dijo. No digas eso. No debes decir esas cosas.

Desandaron el camino por las calles mojadas hasta el viaducto y recogieron las americanas y la manta del coche y siguieron hasta el terraplén. Subieron por él y cruzaron la vía en dirección al bosque y cogieron el carrito y se dirigieron a la carretera principal.

¿Y si ese niño no tiene a nadie que cuide de él?, dijo. ¿Y si no tiene papá?

Allí hay gente. Estaban escondidos.

Empujó el carrito hasta la carretera y se quedó allí de pie. Pudo ver las huellas del camión en la ceniza húmeda, débiles y medio borradas, pero allí estaban. Le pareció que podía olerlos. El chico le estaba tirando de la chaqueta. Papá, dijo:

¿Qué?

Tengo miedo por ese niño.

Lo sé, pero no le pasará nada.

Deberíamos ir a buscarlo, papá. Podríamos llevarlo con nosotros. Podríamos ir a buscarlo y llevarnos también el perro El perro podría encontrar algo de comida.

No puede ser.

Y yo le daría al niño la mitad de mi comida.

Basta. No puede ser.

Estaba llorando otra vez. ¿Qué le pasará al niño?, sollozó. ¿Qué le pasará al niño?

Al atardecer se sentaron en el cruce y él extendió los pedazos del mapa sobre la calzada y los examinó. Señaló con el dedo. Nosotros estamos aquí, dijo. El chico no quiso mirar. Se quedé) estudiando la matriz de rutas en rojo y negro con el dedo puesto en el cruce de caminos donde le parecía que se encontraban ahora. Como si los hubiera visto a ellos dos pequeñitos y agachados allí. Podríamos volver, dijo el chico en voz baja. No está tan lejos. No es demasiado tarde.

BOOK: La carretera
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