—¿Qué pasa, Gerhart? —dijo Lankau alargando la mano en un gesto conciliador—. ¿Es que ya no somos amigos, tú y yo? —Sus pisadas resonaron oscuras y difusas cuando se acercó al hombre alto—. ¿Ha sido lo que he dicho de Petra, Gerhart? ¡Bueno, pues entonces te pido perdón! —Lankau lo miró fijamente a los ojos. La mirada de Peuckert era una fragua de odio. Lankau evaluó sus posibilidades—. Si sólo era una broma, ¿lo sabes, no? ¿Qué creías? ¡Si sólo se trata de hacer que el cerdo de Von der Leyen pase un mal rato! ¡Ya lo sabes! —Un paso más y lo golpearía—. ¡No te preocupes por Petra, ella vale!
Fue lo último que alcanzó a decir antes de que Gerhart empezara a gritar.
La protesta resultó tan terrorífica que los pájaros levantaron
el vuelo emitiendo graznidos y Lankau se quedó helado. Mientras aún se oía el eco del grito lleno de odio escampándose por el paisaje, la situación ya había quedado clara. Gerhart Peuckert no tenía la más mínima intención de permitir que se le acercara. Su rostro había adquirido un tono rojizo, había abierto los labios y los dientes asomaban visiblemente. Lankau retrocedió un par de pasos y estuvo a punto de resbalar en el charco que él mismo había dejado. Alzó los brazos y reculó describiendo una curva hacia la puerta que daba, al salón. El hombre que tenía delante no hizo nada, sino que permaneció inmóvil y jadeante, observando su torpe intento de huida.
Cuando alcanzó el salón, se dio la vuelta rápidamente y corrió hacia el lavadero.
En el preciso momento en que su mano se posó en el interruptor principal del cobertizo, su perseguidor lo alcanzó, tal como lo había planeado Lankau.
—¡Dame esa pistola de una vez, Gerhart! Si no, accionaré el interruptor—dijo, encorvando el dedo—. Si no lo haces, no volverás a ver a Petra. ¿Vale la pena?
—Oí lo que dijiste antes —replicó Gerhart. Los músculos de su rostro todavía temblaban—. ¡Lo harás de todos modos!
Gerhart llevó la pistola a la cabeza de Lankau y la apretó contra su sien. Al cabo de un rato, unos cardenales rodeaban la boca del cañón.
—¡Tonterías, Gerhart! ¡Estás demasiado mal para saber distinguir entre realidad y ficción! —Los poros supurantes en el rostro de Lankau contrastaban con su voz pausada. Por un momento, sus pulmones parecieron vaciarse.
Con una lentitud pasmosa, Gerhart llevó la mano hasta la de Lankau, que todavía descansaba sobre el interruptor.
—¡No me toques o pulsaré el interruptor! —amenazó Lankau, sudoroso, siguiendo la mano que se alzaba y sobrepasaba la suya.
Cuando, por fin, la mano nervuda y delgada de Gerhart se posó sobre la suya, Lankau dejó de resistirse. La mirada de Gerhart Peuckert era tranquila, viva y fría.
Lankau se estremeció cuando Gerhart accionó el interruptor. El chasquido que se oyó en el cobertizo acompañó el destello de Iuz del patio. Lankau no sabía si había oído un grito. El traqueteo característico de la prensa significaba que ya estaba funcionando a toda máquina en torsiones endiabladas.
Durante los próximos minutos, Lankau obedeció las órdenes de Gerhart Peuckert sin rechistar. Rezaba para que al loco no se le ocurriera toquetear el seguro de la pistola mientras lo apuntaba con ella. Cada soplo de aire que inspiraba lo dedicaba a pensar en la manera de escapar de aquel loco que lo tenía en jaque.
Por exigencias de Peuckert, arrastró a Von der Leyen hasta la mujer, que no dejaba de llorar. Mientras tanto, intentaba recordar dónde podía estar la escopeta de caza que parecía de juguete, que su esposa guardaba en algún lugar de la casa. Al pasar por delante de los trofeos y las armas exóticas que colgaban de la pared detrás de la mujer maniatada, consideró dar un salto y coger una, aun a riesgo de perder la vida.
Y, sin embargo, Gerhart Peuckert nunca le brindó esa posibilidad.
—Siéntate a la mesa —ordenó Peuckert cuando Lankau hubo finalizado su misión. Ya no se oía ningún ruido extraño en la estancia. Amo von der Leyen estaba sentado en el suelo, cabizbajo, guiñando los ojos, mientras intentaba sonreír a la mujer que estaba detrás de él.
Una admiración turbadora por la frialdad de Peuckert se apoderó de Lankau, mezclándose con pensamientos febriles llenos de odio que, de momento, tendría que reprimir.
—Mete las piernas debajo de la mesa —dijo Gerhart sin siquiera mirarlo—. Arrastra la silla contigo.
Lankau bajó las comisuras de la boca y pegó su gruesa barriga al borde de la mesa. El idiota estaba rebuscando en los cajones del secreter de su mujer.
—¡Escribe aquí! —exigió Peuckert a la vez que dejaba una hoja de papel pautado sobre la mesa.
—¡No sabes lo que haces, Gerhart! —El papel en blanco desgarraba la conciencia de Lankau—. ¿No preferirías que te llevara de vuelta al sanatorio? ¡Piénsalo! De no haber sido por esos dos, no habría pasado nada. ¡No es culpa mía! —Lankau maldijo y miró a Gerhart—. De no haber sido por esos dos, tú y Petra todavía podríais haber estado bien juntos, ¿no es verdad? Y les haya pasado lo que les haya pasado a Kröner y a Stich, esto no habría sucedido. ¿Estoy en lo cierto?
El bolígrafo que Gerhart arrojó sobre la mesa era de la mujer inglesa. Lo había recogido del suelo.
—¡Mata a esos dos! —dijo Lankau señalando con la cabeza a Bryan y a Laureen—. ¡Dispárales de una vez, hombre! ¡No nos han traído más que desgracias! ¿Qué podría pasar? ¡Tú puedes!
¡Eso lo sé yo, Herr Standartenführer Peuckert! Al fin y al cabo, nadie podrá tocarte luego. ¿Qué iban a poder hacerte? Volverás al sanatorio, te lo prometo. ¡Todo volverá a ser como antes! ¡Volverás a ser Erich Blumenfeid! Piénsalo bien, Gerhart. Nosotros cuidamos de ti. ¿Te acuerdas?
La mano de Peuckert se cerró alrededor de la pistola. Inclinó la cabeza levemente y miró a Lankau frunciendo el entrecejo.
—¡Lo recuerdo! —contestó, empujando la hoja de papel hacia la barriga de Lankau, que rebosaba sobre la mesa—. ¡Escribe lo que ahora te voy a dictar!
—¡Quizá! —contestó el hombre de rostro ancho intentando calcular las balas que quedaban en el cargador de la Shiki Kenju.
—Nosotros, ciudadanos de Friburgo... —empezó Peuckert arrastrando las palabras—, somos Horst Lankau, Standartenführer del cuerpo de monteros, alias Alex Faber, Obersturmbannführer Peter Stich en las SS Wehrmacht y Sonderdienst, alias Hermann Müller, y Wilfried Kröner, Obersturrnbannführer en las SS Wehrmacht, alias Hans Schmidt...
—¡No pienso escribir nada de eso! —replicó Lankau dejando el bolígrafo sobre la mesa.
—¡Mataré a tu esposa si no lo haces!
—¿Y qué? ¿A mí qué más me da? —Lankau se despegó un poco del asiento. La mesa maciza era más pesada de lo que había imaginado. Requeriría una fuerza sobrehumana lanzarla. Respiró profundamente.
—¡Y a tu hijo también!
—¡Bueno! —repuso Lankau apartando el bolígrafo aún más.
Gerhart se lo quedó mirando un buen rato y dijo:
—Fui yo quien mató a Kröner y a Stich. —No le quitaba los ojos de encima a Lankau, que respiraba sosegadamente, y notó que su rostro ya no irradiaba desafío—. A Stich le quité la vida con corriente eléctrica. Y a Andrea también. Y, ¿sabes qué? Se comportaron como unos mezquinos de principio a fin. Al final ni siquiera olían bien.
Gerhart se detuvo un momento. La saliva se le había secado en las comisuras de la boca. Se metió la mano en el bolsillo y lo sacudió. Se oyó un ruido característico, como el de un frasco de pastillas. Su mirada se perdió. Lankau lo miró con curiosidad. Parecía que sufría algún tipo de síndrome de abstinencia, como si tuviera unas ganas terribles de tomarse un par de pastillas o tres.
—¿Te encuentras mal, Gerhart? ¡Dímelo! ¿Quieres que te ayude? —dijo Lankau notando que sus palabras se extinguían.
—Y a Kröner lo ahogué —explicó Gerhart finalmente con voz queda, y se incorporó—. De la misma manera en que querías ahogar a este cerdo. ¡Lentamente!
—¡Creo que mientes!
No es que a Lankau no le afectara, pero optó por adoptar una postura despreocupada, echándose hacia atrás en el asiento. Si combinaba aquel movimiento con un fuerte empujón a la mesa estaba seguro de que podría librarse de su presa.
—¡He tenido muy buenos maestros!
La sonrisa que se extendió por los labios de Lankau más bien parecía querer mostrar que se sentía honrado. Sin embargo, las palabras de Gerhart Peuckert expresaban una verdad peligrosa.
—¿A qué te refieres? —preguntó Lankau.
—¡Ya lo sabes! —dijo Gerhart secándose la boca y escupiendo al suelo.
—¿Tienes sed, Gerhart? Tengo un excelente vino del Rin en el cobertizo. ¿Te apetece?
Lankau se humedeció los labios y parpadeó.
—¡Cállate! —replicó Gerhart en seguida.
Se oyeron unos lastimosos intentos de devolver procedentes del suelo. Ni Gerhart ni Lankau les prestaron atención.
—¿No recuerdas que os divertíais contando historias de cómo matabais a la gente? Creo que sí. Yo al menos sí me acuerdo. También me amenazasteis a mí!
—¡Tonterías! Jamás te amenazamos. Bueno, tal vez muy al principio. —Lankau lo miró como queriendo disculparse—. Era antes de que supiéramos que podíamos confiar en ti.
—¡Eres un mentiroso! —bufó Peuckert hacia el rostro ancho que lo miraba fijamente. Lankau se estaba preparando para el salto.
El olor a vómito se hizo evidente. El hombre echado en el suelo gimió, regurgitó una vez más e intentó incorporarse.
—¡Mátalo, James! —se oyó quedamente.
Sin embargo, el objetivo de su plegaria era inalcanzable.
—¡Tú fuiste el peor, Lankau! —El desprecio irradiaba del cuerpo del demente—. ¿Recuerdas que pretendías que me bebiera la sangre de los animales que acababas de cazar? —Peuckert dio un paso a un lado. Lankau lo recordó y tuvo que esforzarse por no reaccionar. Ahora tenía a Peuckert a sus espaldas—. ¿Y qué me dices de la orina de los perros? ¿De mi propia mierda? —gritó.
Las traicioneras perlas de sudor preocupaban a Lankau. Todavía estaba convencido de que podría convencer al idiota con palabras. En un juego como aquél, el sudor era un factor irracional; imposible de controlar y revelador. Lankau levantó el brazo con cautela y se secó la frente con la manga de la camisa.
—¡No recuerdo nada de lo que me estás diciendo! Debió de haber sido Stich. ¡Era muy capaz de comportarse como un demonio, cuando le daba la gana!
El hombre que tenía detrás se quedó callado. De pronto le golpeó la nuca con la Kenju. La pistola se disparó. Lankau echó la nuca hacia atrás, sorprendido por seguir con vida. Le pitaban los oídos. Miró a un lado. El proyectil había pasado justo por encima de la cabeza de Amo von der Leyen. La mujer se había quedado callada, pero seguía llorando.
Gerhart Peuckert miró sorprendido la pistola. Él no había disparado.
—Ten cuidado con esa pistola, ya te lo he dicho. ¡A la mínima se dispara!
El sudor se heló en su frente. Lankau sacudió la cabeza.
—¿Le tienes miedo, Lankau? ¡No deberías! —La excitación de Gerhart Peuckert provocó un pitido aún más fuerte en los oídos de Lankau—. ¡Acabarás suplicándome que la use! ¡No olvido lo que dijiste en la terraza!
—Fuiste tú quien mató a Petra, Gerhart. ¡Recuérdalo! ¡Fuiste tú quien puso la prensa en marcha!
—Y a ti te tengo preparada una muerte aún peor, si no escribes lo que te voy a dictar. ¿Recuerdas cuando me amenazasteis con sosa cáustica? ¡Me tomabais el pelo amenazándome con que me obligaríais a bebérmela!
Lankau giró el cuerpo todo lo que pudo. El sudor volvía a brotar de su frente. Gerhart se volvió y echó a andar en dirección a Amo von der Leyen.
—¡Levántate! —le gritó al borracho, que estaba tendido sobre sus propios vómitos.
—¡No entiendo lo que me estás diciendo! —dijo quedamente desde el suelo—. ¡Háblame en inglés!
Please, James!
¡Háblame!
Gerhart se quedó un buen rato mirándolo.
Lankau se dio cuenta de que su respiración se había hecho más entrecortada que de costumbre.
—¡Levántate! —ordenó Peuckert lentamente en inglés. El miedo se apoderó de Lankau. De pronto cayó en que su valoración de la situación era fatalmente errónea y que las conclusiones a las que había llegado durante todo el día estaban equivocadas.
Amo von der Leyen alzó la vista inmediatamente. Lankau vio que la mirada que Peuckert le brindó al hombre maniatado seguía siendo fría y maléfica. Si realmente existían lazos entre aquellos dos hombres que los unían, seguían siendo un enigma para él.
—James —fue lo único que salió de la boca del hombre que estaba en el suelo.
—¡Levántate! —La mano de Peuckert seguía asiendo la Kenju con firmeza. Respiraba profundamente. Lankau percibió con inquietud su excitación—. Tienes que ir a la cocina a por algo y traérmelo. ¡Te desataré una mano! —Peuckert dio un paso a un lado y golpeó a Lankau en la espalda—. No te hagas ilusiones, ¿me oyes?
Aunque Lankau no dudaba de que Peuckert fuera a llevar a cabo su amenaza, optó por obviar las amenazas. De momento tenía la mesa bien agarrada. Había movilizado todas sus fuerzas en este último intento, que debería de salvarlo de la muerte.
Arno von der Leyen se incorporó sobre las rodillas. Por lo visto no comprendía lo que Gerhart Peuckert pretendía que hiciera. Las heridas en el costado y la espalda parecían molestarle lo indecible. Peuckert no hizo ningún ademán de querer ayudarlo.
La humedad en la espalda de Lankau había empezado a dispersarse.
—Debes traerme la sosa cáustica del armario de la cocina. ¡Se llama
Átzmittet.
Tráemela junto con un vaso de agua, ¿has entendido? Y no se te ocurra intentar nada. ¡No te saldrías con la tuya! —Arno von der Leyen se puso en pie e intentó estirarse. Se recostó atormentado hacia un lado y volvió a mirar el rostro impasible de Peuckert—. Quizá te dé una muerte más benigna si haces lo que te mando. ¡Y a la mujer también! —dijo.
—¿Muerte? —Parecía que Arno von der Leyen intentaba sacudirse el estado etílico que lo embargaba—. ¿De qué me estás hablando, James?
—¡No te esfuerces, cerdo! —gritó Lankau, sorprendido de sus propias palabras—. ¡Está loco de atar!
Arno von der Leyen apoyó la cabeza contra el pecho de Peuckert.
—¡James, pero si soy yo! ¡Bryan! ¡He venido a buscarte!
Los ojos empañados parecían suplicar: «¡Escúchame!» Peuckert no reaccionó. De pronto, Von der Leyen se enderezó y las heridas volvieron a abrirse dibujando unas sombras oscuras en el costado del jersey.