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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto

BOOK: La casa del alfabeto
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Alemania, segunda guerra mundial. El avión de los pilotos ingleses James Teasdale y Bryan Young es derribado en territorio enemigo durante una misión fotográfica. Consiguen sobrevivir, pero no llevan los uniformes, por lo que, si son capturados, serán acusados de espionaje y, probablemente, ejecutados.

Finalmente logran subir a un tren que parte del frente oriental con soldados enfermos. En uno de los vagones encuentran a varios oficiales de alto rango muertos sobre unas camas. Sin vacilar, James y Bryan tiran a dos de ellos del tren y ocu¬pan su lugar, con la esperanza de poder escapar en cuanto tengan una oportunidad. Así, llegan hasta la Casa del Alfabeto, un hospital psiquiá¬trico situado en el corazón de Alemania, Mientras, la guerra sigue haciendo estragos, su única opor¬tunidad de sobrevivir es simular que son enfermos mentales, pero ¿serán capaces de hacerlo durante meses sin convertirse en auténticos perturbados? ¿Son los únicos del pabellón que están fingiendo?

Jussi Adler-Olsen

La casa del alfabeto

ePUB v1.0

Enylu
08.01.12

Título original: Alfabethuset

© Jussi Adler-Olsen, 1997

Traducción, Ana Sofía Pascual, 2004

© Editorial Planeta, S. A., 2005

ISBN: 9788408057123

Año edicón: 2005

Plaza de edición: BARCELONA

514 páginas

COMENTARIOS DEL AUTOR

Este libro no es una novela de guerra.

La Casa del Alfabeto
es una historia basada en la traición que puede llegar a separar a dos personas sometidas a todo tipo de contrariedades: en la vida cotidiana entre dos cónyuges, en el lugar de trabajo o en condiciones extremas, como la guerra de Corea, la guerra de los bóers, la guerra de Irán e Iraq o, como en este caso, la segunda guerra mundial.

El hecho de que la novela se desarrolle precisamente en el marco de esta guerra se debe a varias razones. En primer lugar, soy hijo de psiquiatra y, por tanto, me crié en manicomios, que era como llamaban antes a este tipo de instituciones, durante los años cincuenta y sesenta. Y a pesar de que mi padre era excepcionalmente progresista y renovador para los tiempos que corrían, tuve la ocasión de experimentar de primera mano la manera en que se trataba entonces a los dementes. Muchos de ellos llevaban inmersos en el sistema desde los años treinta, y yo sentía gran curiosidad por conocer tanto los métodos utilizados en el tratamiento psiquiátrico como la idea que se tenía de los hospitales y los médicos, entonces y durante la guerra. A lo largo de aquellos años tuve la ocasión de conocer a un par de pacientes de los que llegué a sospechar que fingían su condición de enfermos; todo ello, visto a través de los ojos ingenuos y despiertos de un niño.

Uno de los pacientes crónicos con el que mi padre casualmente se topó en varias ocasiones a lo largo de los años sobrevivió a todo tipo de situaciones durante el tiempo que estuvo ingresado en diversos hospitales gracias a dos frases o sentencias que utilizaba indiscriminadamente: «¡Sí, en eso tienes algo de razón!», era su comentario a casi todo, lo que, desde luego, no era decir demasiado. Y finalmente salpicaba y finalizaba cualquier situación con una expresión de sincero alivio: «;Oh. gracias a Dios!» Él era uno de los que yo sospechaba, pues con su actitud parecía haberle dado la espalda a la sociedad para, con un fingimiento raro e incomprensible, refugiarse en la paz y la tranquilidad del sistema.

¿Es posible, sin embargo, protegerse a uno mismo y a la misma razón estando inmerso en un sistema así, si no se está realmente enfermo? Al menos resulta difícil creerlo, teniendo en cuenta los métodos bastante expeditivos que se utilizaban entonces. Y me pregunto si, por el camino, no enfermó nuestro paciente parco en palabras.

Años más tarde, mi padre volvió a encontrarse con ese paciente. Que yo sepa, fue en los años setenta, cuando el mundo, en muchos sentidos, se había vuelto más libre, algo de lo que también se había contagiado nuestro hombre. «¡Que te den por culo!», rezaba la tercera sentencia con la que había ampliado su repertorio. Se había dejado llevar por los nuevos vientos que soplaban en la sociedad.

Y una vez más tuve que preguntarme: «¿Estará realmente enfermo o simplemente finge?»

Las ganas de combinar estos dos objetos de mi fascinación —el posible demente y la segunda guerra mundial— se vieron reforzadas ulteriormente durante una conversación que mantuve con una de las amigas ya fallecidas de mi madre, Karna Bruun. Había trabajado de enfermera en Bad Kreuznach bajo las órdenes del profesor Sauerbruch y confirmó y desarrolló una serie de teorías que yo llevaba algún tiempo defendiendo.

Bajo el cielo estrellado de Terracina, en el verano de 1987, le conté mi aún tierna historia a mi esposa. Al igual que hoy, sentía una gran admiración por aquellos autores para los que la investigación y las cualidades literarias son dos valores indivisibles y, gracias a esta historia, logré convencerla de que valía la pena seguir adelante en cuanto tuviera tiempo para ello.

Tuvieron que pasar casi ocho años hasta que este proyecto dio sus primeros frutos.

En el camino, he llegado a estar en deuda con el fideicomiso de Treschow, que me concedió una beca de viaje a Friburgo de Brisgovia, lugar en el que se desarrolla gran parte de la trama de mi novela, con la biblioteca militar de Friburgo y con el jefe de archivos, el doctor Ecker, del Archivo de la Villa de Friburgo.

Desde entonces, mi esposa, Hanne Adler-Olsen, ha sido mi incansable musa y crítica y ha alimentado mi fidelidad a mis ambiciones más antiguas.

Durante la lectura que han realizado mis sabios amigos Henning Kure, Jesper Helbo, Tomas Stender, Eddie Kiran, Cari Rosschou y, ante todo, mi hermana Elsebeth Waehrens y mi madre Karen-Margrethe Olsen, el libro ha experimentado diversos procesos de profundización y reducción, durante los cuales todos los elementos que lo componen han sido evaluados y repasados hasta la extenuación, para al fin alcanzar la forma que yo había deseado que tuviera.

Establecí contacto con la editorial Cicero gracias a la mediación del asesor editorial Ole Stender.

Jussi A
DLER-
O
LSEN

P
RIMERA
P
ARTE
CAPÍTULO 1

No hacía el mejor tiempo del mundo. Vientos fríos y pésima visibilidad. Excepcionalmente crudo para un día del mes de enero inglés.

Los tripulantes norteamericanos llevaban ya algún tiempo en las pistas de aterrizaje cuando apareció el inglés larguirucho y se acercó al grupo. Todavía no estaba del todo despierto.

Detrás del primer grupo de pilotos asomó la cabeza de un hombre que lo saludó con un gesto de la mano. El inglés le devolvió el saludo y bostezó sonoramente.

Tras una larga temporada de expediciones nocturnas, resultaba difícil volver a darle la vuelta al día y a la noche. El día se haría interminable.

En lo más alejado de la zona, los aviones se iban desplazando lentamente hacia la parte sur de las pistas de despegue, lo que significaba que pronto el aire se colmaría de ruidos y aviones.

La sensación era, a la vez, deliciosa y abrumadora.

El aviso de la misión provenía del despacho del general de división Lewis H. Brereton, de Sunning Hill Park. En la orden solicitaba el apoyo británico al comandante en jefe de la RAF, el mariscal de aviación Harris. Los norteamericanos seguían impresionados por los Mosquitos británicos, que durante los ataques nocturnos de noviembre sobre Berlín habían descubierto el secreto mejor guardado de los alemanes: las instalaciones bombarderas V-l de Zemplin.

La selección de la tripulación había sido confiada al teniente coronel Hadley-Jones que, a su vez, encomendó las tareas prácticas a su colaborador, el comandante de aviación John Wood.

Su misión era seleccionar a doce tripulaciones británicas; ocho grupos de instrucción y cuatro tripulaciones de apoyo con tareas especiales de observación bajo las flotas aéreas norteamericanas 8 y 9.

Para este propósito se equiparon unos P-51D, cazabombarderos de doble asiento, con aparatos Meddo e instrumental óptico de gran sensibilidad.

Hacía apenas dos semanas que habían seleccionado a James Teasdale y a Bryan Young para que formaran la primera tripulación que debía probar este material bajo lo que venía a denominarse «condiciones normales». Dicho en pocas palabras, podían esperar volver a entrar en combate.

El ataque estaba programado para que tuviera lugar el 11 de enero de 1944. El objetivo de los convoyes de bombarderos serían las fábricas de aviones de Oschersleben, Braunschweig, Magdeburgo y Halberstadt.

Ambos habían protestado por la interrupción de su licencia navideña. Todavía estaban cansados tras los combates.

—¡Dos semanas para ponerse al corriente de esta diabólica máquina! —suspiró Bryan—. Si no sé absolutamente nada de esos pajarracos ... ¿Por qué no tripula el Tío Sam sus propias baratijas?

John Wood estaba de espaldas a los dos, inclinado sobre la documentación:

—¡Por qué os quieren a vosotros!

—¿A eso llamas tú un argumento válido?

—Sabréis responder a las expectativas de los norteamericanos y salvaréis el pellejo.

—¿Nos lo garantizan?

-¡Sí!

—¡Dile algo, James! —Bryan se dio la vuelta encarando al amigo.

James se llevó la mano a la bufanda y se encogió de hombros. Entonces Bryan se sentó.

No había nada que hacer.

La operación estaba programada para durar poco más de seis horas. La totalidad de la fuerza, que comprendía 650 bombarderos de cuatro motores de la octava flota aérea norteamericana escoltados por cazas de larga distancia P-51, debía bombardear las fábricas de aviones.

Durante este ataque, el avión de Bryan y James debería abandonar la formación.

Según rumores insistentes, durante los últimos dos meses se había observado una creciente afluencia de albañiles, ingenieros y técnicos altamente especializados, así como un torrente de obreros esclavos de origen polaco y soviético que se dirigían hacia Lauenstein, al sur de Dresde.

Los servicios de inteligencia habían recibido noticias según las cuales se estaban desarrollando trabajos de construcción en la zona, aunque no se sabía qué estaban edificando. Las conjeturas que se hicieron entonces parecían indicar que podía tratarse de fábricas para la producción de combustible sintético, y si éstas resultaban ser ciertas, eso significaría una catástrofe para nuestros intereses, pues daría alas a los alemanes a la hora de llevar a cabo su proyecto de desarrollar nuevas bombas volantes.

Por estas razones, la misión de Bryan y James consistía en fotografiar y levantar planos de esa zona, así como de la red de ferrocarriles de Dresde, de manera tan exacta, que la información del servicio de inteligencia pudiera ser actualizada. Una vez realizada la misión deberían volver y unirse al convoy aéreo, que los llevaría de vuelta a Inglaterra.

Muchos de los norteamericanos que participarían en el ataque ya eran curtidos guerreros del aire y, a pesar de las heladas y del inminente acontecimiento, estaban echados directamente sobre la tierra cubierta de blanco y helada que algunos osaban llamar pista de aterrizaje. La mayoría charlaban como si les aguardara un baile o como si estuvieran en sus casas tumbados en el sofá, pasando el rato tranquilamente en una tarde de domingo. Aquí y allá había alguno que otro con los brazos cruzados alrededor de las rodillas y la mirada perdida. Eran los nuevos e inexpertos que todavía no habían aprendido a olvidar los sueños y a reprimir el miedo.

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