El plan de Laureen era levantarse temprano al día siguiente, sábado, y vigilar el hotel de Bryan hasta que él lo abandonara. Entonces lo seguiría y vería qué pasaba. La sola idea de espiar a su marido era un desafío para ella, pero Bridget era su problema. No podía llevarla consigo.
—¿Porqué no levantas tu copa y lo saludas, Bridget?
La cuñada se ruborizó inmediatamente, volviendo de pronto a la realidad.
—¡Laureen! —dijo con énfasis—. ¡Y tú eres mi cuñada! ¿En qué estás pensando?
—Bueno, desde luego no en lo mismo que tú. Pero ¿eso qué importa?
—¡Santo Dios! ¿Qué va a pensar el pobre hombre?
—¿Quién?
—¡Ese hombre!
Bridget volvió a sonrojarse.
—Probablemente lo mismo que tú, querida Bridget.
Laureen constató que Bridget ya no podía ruborizarse más, aunque a punto estuvo de conseguirlo.
A la mañana siguiente, Laureen se levantó a las cuatro y cuarto. Había dormido pésimamente, se había pasado la noche retorciéndose, en vilo, abrazada a su almohada en un intento de controlar los sueños. La cama más cercana a la ventana estaba vacía y sin deshacer. Laureen ya se imaginaba los lamentos de su cuñada, el arrepentimiento poco convincente y sus numerosas aseveraciones y súplicas por ser comprendida.
El rocío había caído pesadamente aquella mañana. No se veían ni tranvías ni taxis y la ciudad todavía estaba aturdida por el sueño. De hecho, Laureen no se encontró con ningún otro ser viviente en el trayecto entre el hotel Colombi y el hotel de Bryan.
A pesar de todo, tuvo que esperar un buen rato hasta que los acontecimientos se desencadenaron. Si lo hubiera pensado un poco mejor, habría optado por esconderse detrás de los castaños que flanqueaban el callejón en el que se hallaba la entrada principal del hotel. Desde allí podría haber mantenido el portal del hotel bajo observación sin levantar sospechas y, a la vez, podría haber reaccionado con naturalidad y racionalmente, en el caso de que Bryan hubiera optado por rodear el hotel al abandonarlo. Si se decidía a hacerlo, estando Laureen en Urachstrasse, era posible que desapareciera sin que ella se diera cuenta.
Incluso antes de que hubiera tenido tiempo de plantearse el problema, éste se solucionó por sí solo. Se oyeron unos pasos en el pasaje y de pronto Bryan apareció en medio de la calle. Laureen estaba totalmente desprotegida. Aparte de Bryan, ella era el único ser viviente en aquel paisaje urbano. Como en un destello, vio el rostro de preocupación de su marido al subirse el cuello del abrigo. Estaba absorto en sus pensamientos y ni siquiera se percató de su presencia; algo extrañísimo en él.
Bryan se dirigió a paso ligero hacia el centro de la ciudad. Su porte y su vestimenta eran elegantes. Laureen lo siguió de puntillas por el adoquinado, con la esperanza de que pronto aparecieran otros transeúntes y que la calzada cambiara, adecuándose a sus tacones.
La figura que avanzaba de prisa, a escasos cien metros de ella, parecía ser más joven que la del hombre con el que había convivido durante tantos años. Irradiaba elasticidad, casi podría decirse que un distanciamiento juvenil que dejaba bien a las claras que se movía en una esfera distinta de la de su vida cotidiana. Parecía un extraño en aquel paseo matutino, a través de aquella ciudad extraña, cuyos habitantes seguían sumidos en sus sueños.
En su camino, Bryan pasó por encima de unas obras en la calle, desiertas por ser sábado, sin siquiera prestar atención a la grava que manchó sus elegantes zapatos de la casa Lloyd. Laureen vaciló un instante y perdió de vista a Bryan. Miró a su alrededor, extraviada. Era imposible que los tranvías fueran tan silenciosos, pero lo cierto era que Bryan había desaparecido.
«¡Mierda!», pensó. Se sentía ridícula en su intento de llevar a cabo una tarea tan simple como espiar a la única persona que se movía por las calles a aquella hora y, encima, en pleno día. Su viaje había sido demasiado largo para que acabara de aquella manera tan miserable.
Sin embargo, Laureen se repuso rápidamente y tomó una decisión. Apretó el paso y se dirigió hacia el centro.
El alivio que sintió al vislumbrar la silueta de Bryan, que caminaba con paso decidido, unos doscientos metros más adelante, fue enorme. Le dolían los tobillos. Poco a poco, había ido apareciendo gente por las calles. Laureen sintió que todo el mundo la miraba cuando recorrió la calle a toda velocidad, dando unos pasitos ridículos, impedida por aquellos tacones altos, los tobillos doloridos, la vestimenta, la edad y la baja forma física general.
Cuando la edificación se hizo más densa, Laureen casi lo había alcanzado. Precisamente cuando empezaba a sentirse confiada, Bryan inició una carrera hasta la parada, en el centro de la calzada, y se subió al vagón acoplado de un tranvía. A pesar de que Laureen había oído el tranvía, no le había prestado ninguna atención.
Y ahora ya no lo alcanzaría.
Lentamente, las peores maldiciones de una infancia lejana brotaron de sus labios. Se miró de arriba abajo. ¿Cómo diablos se le había ocurrido ponerse aquellos zapatos de tacón alto, con un bolso colgando del brazo, repleto de pintalabios y demás útiles que en ningún caso iba a necesitar para su cometido? ¿Pero en qué había pensado al vestirse aquella mañana? ¡Mira que enfundarse un traje estrecho y un abrigo de colores claros! ¿Acaso había optado inconscientemente por una vestimenta elegante, preparándose para un posible enfrentamiento?
Asintió ante esta explicación y su propia estupidez.
Siguió con la mirada el tranvía que se alejaba del lugar a un ritmo tranquilo.
Tal vez hubiera sido preferible llevarse a Bridget. Así, sin duda Bryan las habría descubierto y todo se habría terminado, pensó Laureen cuando tomó el camino de vuelta al hotel.
Al otro lado del canal, el tranvía se detuvo para que bajaran los primeros pasajeros de la mañana, dispuestos a emprender el trabajo, y subieran otros. Laureen entornó los ojos. Allí volvía a estar Bryan. Se había bajado en la primera parada.
Esta vez, Laureen pasó por alto todas las miradas de asombro. Se subió la falda y salió pitando detrás de Bryan.
Desde lejos, resulta casi imposible ver qué esquinas dobla un coche o un paseante. La mayoría de las veces, nos sorprende la amplitud de las calles y las ciudades. A medida que avanzamos, aparecen cada vez más calles en medio de un paisaje que, en la distancia, nos había parecido compacto y sencillo.
La primera vez que Bryan dobló una esquina, Laureen se había sentido totalmente segura, pero a la segunda se encontró con algunos problemas. Por tanto, se vio obligada a acercarse a las siguientes esquinas con cautela, con el fin de poder escudriñar tranquilamente la calle. Un par de peatones la miraron indecisos. Una niña con un monedero rojo de juguete en la mano la siguió fascinada durante un par de calles hasta que despertó y, de pronto, volvió pitando a la pastelería de la que había salido.
En la esquina de Luisenstrasse con Holzmarkt, Laureen volvió a divisar a Bryan. Estaba en medio de la calle, apoyado en el muro de una casa, con la mirada vuelta hacia arriba, hacia unos grandes ventanales. El edificio era de estilo clásico, burgués y pésimamente conservado. Parecía tener tiempo de sobras. Y fumaba.
A medida que la ciudad se había ido despertando a la típica agitación de una mañana de sábado en la que había que conseguir hacerlo todo en la mitad de tiempo, el desasosiego se fue apoderando de nuevo de Laureen. Sin duda, Bryan estaba metido en algo de lo que no quería hacerla partícipe.
De no haber sido porque Laureen conocía tan bien a su marido, no le habría resultado difícil llegar a la conclusión de que podía haber una mujer involucrada en el juego, tan turbador, desconcertante y absurdo como el panorama que, poco a poco, se iba abriendo ante sus ojos.
Le vino el rostro de Bridget a la mente y sacudió la cabeza.
«¡No sabemos nada del prójimo, ni tampoco sabemos nada de nosotros mismos!» Laureen volvía a oír con toda nitidez el mensaje pseudofilosófico de su hija. Sin embargo, el problema era que era una sandez, siempre lo había sabido. La cuestión se limitaba a ser lo suficientemente valiente para aceptar las distintas facetas de la vida propia y de la ajena.
Si te niegas a ello desde un principio, puedes llevarte una terrible sorpresa.
Ahora mismo, Laureen tendría que aceptar la posibilidad de no haber sido lo suficientemente abierta para con su marido. Estaba claro que Bryan podía haberla engañado, y también era obvio que podía haberse dejado llevar de un modo desconocido para Laureen. Desde luego, nunca había esperado delante de su ventana durante horas y horas.
Sin embargo, Laureen tenía la sensación de que se trataba de algo muy distinto y más trascendental.
Normalmente, un hombre como Bryan obraría de forma más directa, en caso de tener un cometido determinado. Y ahora sólo hacía que esperar delante de un edificio, mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro. Estaba a la defensiva.
Ocasionalmente, le llegaba el ruido de la calle principal transportado por la brisa matinal. Después de algunas cavilaciones. Laureen decidió abandonar su puesto de vigilancia. Tenía que estar preparada para retomar la persecución. Y eso requería que se equiparara mejor, con otros zapatos y otra ropa. Todo parecía indicar que, de momento, Bryan no tenía ni la más mínima intención de abandonar el lugar.
Sólo la separaban unos cientos de pasos de la calle principal.
Después de haberse enfundado los téjanos. Laureen pasó a un par de botas de andar entre las ofertas que cubrían casi por completo la entrada principal de los grandes almacenes. En el preciso instante en que se disponía a ponérselas, vio pasar a su marido por la acera de enfrente.
Sus miradas se encontraron superficialmente. Laureen se mordió el labio y a punto estuvo de saludarlo, avergonzada como una colegiala, cuando él apartó la vista y siguió su camino.
No registraba nada.
Hasta que no lo alcanzó en la carretera de circunvalación, Laureen no se sintió segura de que no se le volvería a escapar. Bryan se detuvo en medio del puente peatonal y echó un vistazo hacia el parque, al otro lado de la carretera. El Stadtpark, parecía ser. Laureen depositó la gigantesca bolsa de plástico que contenía la falda y el abrigo en el suelo y se ató los zapatos. Eran cómodos y recogían los tobillos, pero eran nuevos. Antes de que hubiera terminado el día, los dedos de sus pies estarían sembrados de ampollas.
Y entonces fue cuando Bryan vio a la mujer.
Bryan había empezado a tener frío.
Aunque el día había llegado con un cielo despejado y unas temperaturas veraniegas, la calle era una esclusa de aire helado.
Había pasado un par de horas sumido en un estado de letargo, intentando hacerse una idea de la situación.
La conversación que había mantenido con Keith Welles la noche anterior le había decepcionado terriblemente. El Gerhait Peuckert que había visitado en Haguenau no era James. Si, desde un principio, Welles hubiera tenido suficiente presencia de ánimo, habría averiguado la edad del hombre, antes de haberse molestado en cruzar la frontera. Cuando finalmente alcanzó su meta, le había bastado con echarle un simple vistazo a aquel hombre. El Gerhart Peuckert de Haguenau era un hombre de pelo cano de más de setenta años. De ojos marrones, con un destello francés en el rabillo; un error estrepitoso que había retrasado sus investigaciones un día entero.
Ahora era sábado y Welles no tendría tiempo de hacer mucho más, de eso no le cabía ninguna duda a Bryan. Por tanto, a partir de entonces estaría solo.
Había pensado que el primer punto del orden del día sería hacer una visita al sanatorio. Sin embargo, había pasado la noche en blanco, y antes de que pudiera darse cuenta, se había encontrado a sí mismo delante de la casa del anciano, en Luisenstrasse, sin un objetivo claro. Todo había sido inútil, una pérdida de tiempo, una simple terapia. Tal vez debería haber ido a por el coche que había abandonado delante del sanatorio o haberse apostado delante de la casa de Kröner. Sin embargo, las cosas habían salido así.
Las impresiones se habían ido agolpando. El niño delicado en brazos de Kröner lo había perturbado. En realidad, ¿qué sabía Bryan de aquel hombre? ¿Por qué se encontraba Kröner en Friburgo? ¿Qué había pasado desde los tiempos en el lazareto?
Toda una serie de preguntas seguían sin tener respuesta. La casa del anciano parecía estar desierta. Las cortinas marchitas seguían estando corridas. No venía nadie, nadie salía del portal, y se hicieron las diez. Finalmente, decidió marcharse.
Dejaría pasar un par de horas más, antes de visitar el sanatorio.
La calle principal era de lo más cotidiana; los sonidos, agradables y reconfortantes. Las mujeres se habían traído a sus esposos y las tiendas abrían sus puertas con tentadoras cestas repletas de ofertas y una iluminación absurda. Este ambiente era típicamente mañanero.
Los colores eran claros, nuevos a estrenar y suaves.
En el interior de los grandes almacenes en los que, un par de días atrás, había visto a un inmigrante probándose unos shorts por encima de sus pantalones de tergal, había una mujer probándose la oferta del día. Se calzó un par de botas a toda prisa y dio unos cuantos pasos, siguiendo el ritual de siempre para comprobar su conveniencia, de la misma manera en que se evalúa un coche nuevo, es decir, dándole patadas a los neumáticos. Le recordó vagamente a Laureen cuando alzó la mirada por un segundo. Bryan había ido muchas veces de compras con ella y se había quedado sentado delante del probador, sudando en el abrigo demasiado grueso. La mujer de los grandes almacenes tenía prisa, Laureen nunca la tenía.
Le habría gustado que fuera ella.
La catedral de la Münsterplatz era el resultado del conglomerado arquitectónico de tres siglos. Una obra maestra gótica que había ofrecido sus muros a las penas y las alegrías de la ciudad a lo largo de casi ocho siglos; un punto de encuentro único para los ciudadanos, y un excelente objetivo para los bombarderos de los aliados que, treinta años atrás, habían puesto todo su empeño en destruir todo aquello que constituyera el nervio vital y la columna vertebral de la ciudad.
Esta vez, el núcleo de la ciudad le pareció insignificante. El trayecto desde el ambiente bullicioso de la plaza de la iglesia hasta la febril Leopoldring y el parque de Stadtgarten, que se apoyaba cómodamente contra la loma oriental, podía cubrirse en menos de dos minutos.