La casa del alfabeto (60 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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Era Frau Billinger la que había llamado. Le hablaba en un tono más bajo que de costumbre.

—¡No puede ser! ¿Realmente la llamó Petra hace un par de horas? ¡Pero si le dije que me avisara inmediatamente!

—¡No es verdad! Usted sólo me dijo que lo llamara si aparecía por aquí.

—Podía haber imaginado que tendría cierto interés en saber que había llamado, ¿no le parece?

—Sí, por eso lo llamo.

—¡Sí, ahora, y no hace dos horas!

—Lo siento, Herr Schmidt, ¡pero me dejé llevar por una serie que daban por la tele!

—¡Pero supongo que un episodio de una serie no dura dos horas, por Dios!

—No, pero entonces empezó otra.

—Y ahora imagino que debe de haberse terminado. ¿ Qué le dijo?

—Bueno, nada aparte de que se acercaría más tarde al sanatorio. ¡Y luego me preguntó por un inglés!

—¿Qué inglés?

—No lo sé. Pero le comenté que Frau Rehmann había recibido la visita de uno.

-¿Y?

—¡Nada más!

Kröner estaba furioso. Colgó el teléfono, golpeó la mesa con el puño y de una pasada con el brazo barrió los papeles que había sobre la mesa y los tiró al suelo. Los descuidos eran imperdonables. Llevado por la ira, se había vuelto hacia la ventana para abrirla y dejar que entrara el aire fresco. De pronto se detuvo y de un solo movimiento se escondió detrás de la cortina. La desidia de Frau Billinger ya había dejado de tener importancia. El problema se había solucionado por sí solo, pues en aquel mismo instante apareció Petra Wagner al otro lado de la calle. A su lado iba una mujer desconocida.

Habían alzado la vista hacia su casa.

Kröner se retiró de la ventana. Cuando se hubo recobrado un poco, sonó el timbre de la puerta.

Uno de los Unterscharfführer de las guarniciones de las SS en Kirovograd le había enseñado una especialidad que, desde entonces, había hecho suya. Un día de frío intenso, aquel joven Unterscharfführer y otro suboficial habían matado, por puro aburrimiento, a un delincuente de un cuchillazo, precisamente en el momento en que iba a ser ajusticiado en la horca. Por ello habían recibido un castigo disciplinario menor, aunque todos se habían divertido.

No era tanto la acción en sí como la técnica lo que Kröner había adoptado.

El método era sencillo. Lo único que requería era un cuchillo de hoja fina y saber con toda precisión por dónde introducir el cuchillo para que no chocara con las costillas y fuera directo al corazón. Después de unos cuantos intentos, había adquirido una gran destreza.

La ventaja era que no había por qué tocar a la víctima ni mirarla a los ojos; se hacía por la espalda. En realidad, había pensado utilizar el método con Arno von der Leyen. Era sorprendente, rápido y sencillo. A Arno von der Leyen no le daría tiempo a reaccionar, y eso era el alfa y omega cuando se trataba de él, pensó Kröner. Sin embargo, la forma sorprendente en que se habían ido sucediendo los acontecimientos hasta el momento dejaba bien a las claras que también podría aplicarlo a otros candidatos. Tenía que darse prisa.

Al menos así se quitaría a Petra de encima.

Kröner se metió el abrecartas en el bolsillo dejando que sólo asomara el pie de ciervo. Estaba listo para ser utilizado. Las dos mujeres no le causarían problemas.

El hijo de Kröner tenía un amigo cuyo padre era propietario de una casa más amplia que la suya. Aunque aquello de por sí podía resultar impresionante, lo que realmente había despertado la admiración de su hijo había sido la enorme puerta principal de cristal. «¡ Se puede ver a la gente que viene, papá! ¿Por qué no tenemos una igual?» Todos los pequeños deseos tontos tenían su fecha de caducidad. La experiencia le decía que, con el tiempo, aparecerían otras necesidades más acuciantes. Y desde entonces no había vuelto a pensar en ello. Algo de lo que, en aquel momento, se arrepentía, pues una puerta de cristal le habría ahorrado el susto que tuvo cuando, de pronto, la puerta de roble maciza y tallada se abrió.

Se le heló la sonrisa. En lugar de la pequeña enfermera y su amiga desconocida, apareció Gerhart Peuckert, con los hombros encogidos y una expresión en el rostro con la que pretendía disculparse.

Era la última persona en el mundo que Kröner habría esperado ver en la puerta de su casa.

—¡Gerhart! —exclamó dando un paso atrás tan brusco que a punto estuvieron los dos de tropezar en la alfombra de coco del vestíbulo—. ¿Qué demonios haces tú aquí?

Sin esperar respuesta a su pregunta, Kröner condujo al tranquilo, pasivo y dócil Gerhart al primer piso y lo sentó delante del escritorio, de modo que no se los pudiera ver desde la calle.

El rumbo extraordinario que habían tomado las cosas preocupaba a Kröner. Hasta entonces, Gerhart nunca se había movido a más de un par de metros de sus guardianes. Lo más probable era que Petra lo hubiera enviado a la casa a modo de mensajero. Pero ¿por qué no estaba en casa de Peter Stich? ¿Dónde estaba Peter Stich?

Aparte de los labios, que habían adquirido un tono azulado, el personaje que tenía delante estaba totalmente pálido. Cuando Kröner le cogió la mano, ésta estaba fría y temblaba.

—¿Qué ha pasado, amigo? — le dijo en un tono suave acercando la cabeza a la de Gerhart—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

«Registra todo lo que decimos y hacemos», les había advertido Lankau una y otra vez. Kröner seguía dudando de que así fuera.

—¿Has venido con Petra? —preguntó.

Al oír aquel nombre, los labios de Gerhart se fruncieron y los ojos se desplazaron lentamente hacia arriba y empezaron a abrirse y a cerrarse. En los globos de los ojos apareció una película de lágrimas. Cuando finalmente las lágrimas se desprendieron, Gerhart lo miró de frente. Entonces abrió la boca. Sus labios secos temblaban.

—¡Petra! —pronunció aquel hombre dejando la mandíbula colgando un instante.

—¡Dios mío! —profirió Kröner.

Kröner, que estaba en cuclillas, se incorporó y dio un paso atrás.

—¡Petra, sí! ¡Conoces su nombre! ¿Qué quiere de ti? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Peter Stich?

Kröner no apartó la mirada ni un segundo de la cabeza de Gerhart, que parecía estar a punto de explotar. Cuando agarró el auricular del teléfono, los nudillos de Gerhart estaban totalmente blancos. Su cuerpo había empezado a mecerse hacia adelante y hacia atrás de forma casi imperceptible.

—¡Gerhart! ¡Vas a quedarte sentado aquí tranquilamente hasta que yo te avise!

Kröner marcó el número de Stich y dejó que el teléfono sonara un buen rato sin dejar de maldecir en voz baja.

—¡Venga, Stich, viejo cerdo, cógelo! —susurró.

Colgó el teléfono y volvió a marcar el número. Seguían sin contestar.

—No lo cogerá —se oyó decir a una voz apagada y poco clara.

Kröner se volvió hacia Gerhart tan rápido como una peonza. Sólo tuvo tiempo de ver sus ojos antes de que le alcanzaran sus nudillos. Su mirada era serena.

Incluso antes de que Kröner cayera al suelo, Gerhart había vuelto a golpearle. Kröner era un hombre corpulento, también comparado con Gerhart, y cayó al suelo pesadamente.

Aunque no estaba aturdido, sí estaba confuso.

—¡Qué diablos está pasando! —fue lo único que logró balbucear antes de dar rienda suelta a los instintos.

Cuando Kröner se precipitó sobre Gerhart de un salto, éste abrió los brazos tranquilamente, como si acabara de sacar a bailar a su querida. En un abrazo de oso, Kröner se agarró al cuerpo del demente y lo apretó con todas sus fuerzas. Había cerrado los brazos por detrás de su espalda y parecía dispuesto a aplastarlo. No era la primera vez que Kröner utilizaba aquella llave. Por regla general, solían transcurrir apenas un par de minutos hasta que el cuerpo del contrincante se quedaba laxo e inánime.

Cuando Kröner dejó de notar la respiración de Gerhart, lo soltó y dio un paso atrás, esperando que su cuerpo cayera al suelo.

Sin embargo, no ocurrió. Gerhart lo miró fijamente a los ojos con una expresión yerma. Entonces dejó caer los brazos y respiró profundamente. No parecía haber ni el más mínimo rastro de fatiga en aquel hombre.

—¡Un zombi! ¡Me recuerdas a un zombi! Parece que seas uno de esos monstruos —exclamó Kröner retrocediendo un paso más mientras introducía la mano derecha en el bolsillo en que había escondido el cuchillo.

Gerhart soltó un suave gruñido. Y con los movimientos mecánicos de un zombi agarró la hebilla de su cinturón y se lo sacó, tan poco afectado por la situación como una estatua.

—¡Te lo advierto, Gerhart! ¡Sabes que hablo en serio!

Kröner dio un paso atrás y examinó a Gerhart. Parecía vulnerable.

—¡Suelta ese cinturón! —le ordenó, a la vez que sacaba el cuchillo del bolsillo.

Kröner conocía perfectamente el instante que precedía a un enfrentamiento personal; movimientos sosegados, de eso se trataba. Un solo movimiento brusco y su contrincante podía reaccionar de forma totalmente irracional. Y Kröner no hizo ningún movimiento brusco ni repentino. Por eso, Gerhart seguía sin moverse, impertérrito, diríase que casi apático, observando el cuchillo que apuntaba directamente hacia él. No contrajo ni un solo músculo y parecía haberse resignado, como si estuviera convencido de que el próximo embate sería inevitable. Una suposición que, pocas centésimas de segundo más tarde, Kröner tuvo que reconocer que estaba lejos de ser correcta.

—¡Suelta ya ese cinturón! —alcanzó a decir Kröner una vez más.

El rostro de Gerhart se contrajo convirtiéndose en el de una ñera. Lo único que tuvo tiempo de constatar Kröner fue un resquemor que se extendió por su rostro de mejilla a mejilla. La explosión de luz que se produjo cuando el cinturón cayó sobre los globos de sus ojos le arrancó unos gritos de dolor que pronto se convirtieron en gimoteos. Ya nunca sería capaz de registrar los espacios ni las texturas. Tan breve la lucha, tan efectivo el cercenamiento, tan irreversible la derrota.

Los sonidos que emitió el hombre que se había abalanzado sobre él y que, antes de nada, había alejado el cuchillo de un puntapié para después echarlo al suelo con una violencia inusitada ligándole las muñecas con el cinturón, se propagaron por Kröner con una fuerza casi sobrenatural. Había sido derrotado.

Unos minutos más tarde, Kröner consiguió recoger las piernas e incorporarse hasta alcanzar una postura incómoda y desmañada. Así era como había dejado a docenas de víctimas maltratadas: sentados en el suelo desnudo, esperando que les llegara la hora del tiro de gracia definitivo.

Él también esperó a que llegara la hora de la redención.

—¿Dónde está Lankau? —preguntó una voz hasta entonces desconocida para él.

Kröner se limitó a encogerse de hombros y cerró los ojos con más fuerza para que el dolor fuera controlable. La reacción no tardó en llegar. Esta vez, el tirón del cinturón fue tan violento que sus hombros estuvieron a punto de dislocarse. Pese al dolor, Kröner no contestó.

La sensación que provocó en Kröner verse arrastrado de espaldas por la cintura escaleras abajo y a través de su propia casa, cegado e indefenso, incapaz de registrar las estancias que atravesaba, por no hablar de los obstáculos que debía procurar sortear de la mejor manera posible, no era nada comparada con el disgusto que, absolutamente fuera de proporciones, estaba apoderándose de él.

Lankau llevaba décadas advirtiéndoles, a él y a Stich, de la peligrosidad de Gerhart. «¡Matémoslo! ¿Por qué no? ¿De qué tenéis miedo? ¡Podemos hacerlo fácilmente sin que nadie llegue a enterarse! ¡Desaparecen locos todos los días en esta sociedad! De pronto, su cama está vacía. ¿Y dónde está? ¡Nadie vuelve a verlo jamás! ¿Y qué? ¿Quién lo echará de menos? ¿Petra Wagner? ¡Pues nos la llevamos a ella también, si no puede ser de otra manera! ¡Venga, arriesguémonos!» Y Lankau había tenido razón. La notita de Petra Wagner no podría haberles hecho nada. Hacía tiempo que tenían que haberse deshecho de ellos.

Kröner notó el umbral de la puerta contra su espalda y el frío subsiguiente, pero no sabía si había salido por la puerta de la cocina o si Gerhart lo había arrastrado hasta el baño. Cuando oyó que la bañera se estaba llenando de agua, supo que aquella habitación probablemente sería la última en la que todavía estaría vivo.

—¡Suéltame, Gerhart! —dijo pausadamente, sin que su tono de voz fuera implorante—. ¡Siempre he sido tu amigo, lo sabes! ¡Sin mí, a estas alturas no estarías vivo!

De pronto se hizo el silencio a su alrededor. El hombre que tenía delante respiraba pausadamente. «Deja que haga lo que quiera», apelaba su subconsciente para que pudiera encontrar la paz en su destino. Sin embargo, cuando Gerhart empezó a reírse con unas carcajadas salvajes directamente a su cara, las ganas de vivir desataron sus mecanismos de defensa.

Pese a los violentos ataques y los intentos febriles y vacilantes, sus patadas nunca alcanzaron su objetivo.

No le resultó difícil a Gerhart Peuckert sacarle la verdad a Wilfried Kröner. Después de veinte inmersiones en el agua, la verdad acerca del paradero de Lankau se había escapado de aquel rostro jadeante, lloriqueante, cegado y picado de viruela.

—Lankau está en la finca —jadeó finalmente.

Entonces Gerhart le concedió la paz.

En el preciso instante en que los pies de Kröner dejaron de patalear disponiéndose paralelamente en un baile pausado y sereno bajo el agua, Gerhart examinó los rasgos del rostro picado de viruela por última vez, le dio la vuelta y desligó el cinturón que apresaba sus muñecas. Luego se subió al borde de la bañera colocando un pie a cada lado y se inclinó sobre el cuerpo flotante que tenía debajo. Después lo sacó del agua alzándolo por encima de la bañera hasta que el agua se escurrió de la ropa empapada y lo soltó, dejándolo caer contra el borde de porcelana. El sonido fue estremecedor y la caída tan efectiva que el rostro se le hundió parcialmente. El cadáver se deslizó por el borde arrastrando consigo un pato de goma y volvió a desaparecer bajo el agua. Una burbuja de aire levantó su americana y emergió a la superficie con un débil sonido. Cuando el remolino se abrió, una nota empezó a dar vueltas en su centro. Por cada vuelta que dio, la tinta se fue diluyendo cada vez más, distribuyéndose por todo el papel en nebulosas transparentes. Gerhart vislumbró un nombre que al instante se difuminó.

Gerhart se quedó un buen rato contemplando a Kröner y al patito amarillo de goma que se mecía en la superficie del agua oscura, cerca de la nuca del cadáver. No le conmocionó lo que acababa de hacer; al fin y al cabo, había oído tantas veces hablar a los simuladores de lo que estaban dispuestos a hacer para quitarle de en medio...

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