La casa del alfabeto (62 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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A partir del momento en que el coche aminoró la marcha en la carretera, Lankau supo que recibiría una visita. Con un ronroneo profundo, el coche se detuvo al llegar al cartel del sendero que conducía a la casa y el cono de luz la iluminó momentáneamente. Al instante siguiente, el coche dio marcha atrás y desapareció en dirección a la ciudad.

Lankau volvió a morder la manzana y la dejó en el quicio de la ventana con una masticación satisfecha y perezosa. Se escondió detrás de la cortina y miró hacia la carretera. La subida a la casa parecía desierta. A lo mejor sólo había sido alguien que quería dar la vuelta. Pero aunque esa posibilidad era manifiesta, estaba obligado a pensar lo peor. Posiblemente, el coche había dejado a algún pasajero; en el mejor de los casos serían Rroner y Stich.

Y luego pasó un buen rato sin que sucediera nada.

Unos pasos indecisos cruzaron el patio y fue entonces cuando las vio: siluetas vacilantes y cautelosas. El hombre del rostro ancho se retiró de la ventana. Estaba perplejo y sorprendido: eran Petra Wagner y una mujer desconocida, lo cual quería decir que Kröner no había logrado su propósito.

Lankau avanzó a tientas siguiendo la pared de ventana en ventana. Bajo el baile de sombras de los arbustos, a la luz de los vehículos que pasaban por la carretera, todo parecía normal y seguro.

Las mujeres habían venido solas.

En el preciso momento en que tiraron de la puerta principal y la abrieron suavemente, Lankau encendió el aplique del sofá.

—¿Quién hay? —gritó metiéndose un cuchillo corto de hoja ancha y de doble filo por dentro de la goma de la media.

—¡Petra Wagner! ¡Soy yo, Petra! ¡He venido con una amiga!

Lankau entornó los ojos cuando encendieron la luz del pasillo. En el momento en que Petra apareció en el vano de la puerta pareció que se llevaba el índice a los labios, como haciendo callar a su acompañante. Lankau había pestañeado un par de veces por la luz. Desde el enfrentamiento con Arno von der Leyen en el pantano de Taubergiessen, su ojo sano le había jugado malas pasadas cada vez que la intensidad de la luz cambiaba.

Eso le hizo dudar de lo que había visto.

—¡Petra! —exclamó frotándose los ojos—. ¡Qué sorpresa tan grata!

Petra se estremeció. En cuanto detectó de dónde procedía la voz, sonrió, excusándose.

Los dedos cortos de Lankau recorrieron el pelo ralo y rebelde.

—¿A qué debo este honor? —prosiguió, ofreciéndole su mano a Petra.

Petra llevó la voz cantante cuando Lankau le dio la bienvenida a la mujer desconocida.

—Debes perdonar que nos presentemos sin avisar. Ésta es mi amiga Laura, de la que te he hablado. ¡La que está sorda!

La mujer desconocida sonrió sin apartar la mirada de los labios de Lankau.

—¿Te molestamos? —dijo Petra llevándose una mano al pecho—. ¡Uf! Estaba todo tan oscuro. ¡Me he llevado un buen susto!

—No tenías por qué, Petra —dijo Lankau metiéndose la camisa por dentro de los calzones cortos—. Simplemente me había quedado dormido. No debéis preocuparos.

La mujer desconocida y Petra formaban una pareja extraña. Además, era indiscutible que Petra Wagner jamás había mencionado a una amiga llamada Laura, y aún menos a una que fuera sorda. De hecho, Petra Wagner jamás había comentado nada de su vida privada que no tuviera que ver con Gerhart. Si estaba compinchada con Arno von der Leyen, él, sin duda, la habría enviado hasta allí. Lankau tuvo que reconocer que cabía esa posibilidad.

Era posible que estuviera allí fuera, esperando el momento adecuado para atacar.

—No tengo tu número de teléfono —dijo Petra.

Lankau se encogió de hombros.

—Y ninguno de vosotros estaba en casa cuando llamé. ¡O sea que me he arriesgado!

—¡Pues aquí estoy! ¿En qué puedo ayudarte?

—¿Están Kröner y Stich aquí?

—No, claro que no. ¿Eso es todo lo que querías saber?

—¡Tienes que contarme lo que pasó en Schlossberg!

—¿Por qué?

Porque tengo que asegurarme de que Arno von der Leyen ha desaparecido. ¡Hasta que no lo sepa, no lograré encontrar la paz!

—¿Ah, no?

—¿Está muerto?

—¡Muerto!

La risa de Lankau era desagradable y fanfarrona. Si lo que realmente pretendía Petra era tenderle una trampa, no iba a conseguirlo.

—¡Desde luego que no está muerto!

—Entonces, ¿qué? ¿Dónde está ahora?

—¡No tengo la menor idea! ¡Espero que ahora mismo esté en un avión, de camino a algún lugar lejano!

—¡No lo comprendo! Estaba tan decidido a encontrar a Gerhart Peuckert. ¿Qué pasó en Schlossberg?

—¿Que qué pasó? Ya lo sabes. Encontró a su Gerhart Peuckert, ¿no?

Lankau sonrió al ver la confusión reflejada en su rostro y abrió los brazos.

—Lo único que pasó fue que, esta tarde, mi hijo mayor hizo que grabaran una pequeña placa de latón que rezaba: «En recuerdo a las víctimas del bombardeo de Friburgo el 15 de enero de 1945.» Fijó la placa en un pequeño poste que clavó en la tierra, entre las columnas.

Lankau sonrió y prosiguió:

—¡Es muy hábil, mi Rudolph!

—¿Y qué más?

—¡Bueno, que cuando, un par de horas más tarde, se acercó para retirar la placa, había un ramo de flores en el suelo, delante del poste! Conmovedor, ¿no te parece? —explicó Lankau con una amplia sonrisa en los labios.

La mujeres lo miraron fijamente a los ojos. Su experiencia le decía que muy pocas veces dos personas son capaces de crear un marco homogéneo alrededor de un engaño y, aún menos, dos mujeres. Si realmente Arno von der Leyen hubiera estado fuera esperando su momento, lo habría notado en sus gestos y su mímica. Habrían estado alertas, sus miradas habrían sido más evasivas; furtivas y tensas. Lankau estaba convencido de que estaba a solas con ellas, lo que, de todos modos, no las hacía más fiables. Tan sólo la sonrisa apenas perceptible en los labios de Petra parecía sincera.

Parecía aliviada.

—¿Cuándo volvió Rudolph a recoger la placa? —preguntó con una sonrisa.

—¿Por qué quieres saberlo, Petra?

—Porque estuvimos allí hacia las seis, ¡y por entonces no había nada!

—Eso quiere decir que Rudolph lo ha dejado todo bien recogido. ¡Es un buen muchacho! ¿Y por qué subisteis vosotras a Schlossberg?

—¡Por la misma razón que nos ha traído hasta aquí! Teníamos que saber lo que había pasado. ¡Estábamos intranquilas!

—¿Estábamos?

—Bueno, quiero decir, estaba yo, por supuesto. ¡Para que yo pudiera quedarme tranquila!

El tonillo empleado por Petra en esta última frase le resultó demasiado decidido a Lankau.

—Pero claro, siempre influye en la gente que tienes a tu alrededor. Laura está pasando unos días en mi casa —prosiguió Petra.

—¿Y qué es lo que sabe de todo el asunto, esta tal Laura?

—Nada, Horst. Absolutamente nada, ¡puedes estar tranquilo! Ella apenas se entera de lo que pasa.

La sonrisa de Petra fue lo suficientemente natural como para que Lankau pudiera creerla en ese punto.

—¿Por qué, entonces, no llamaste simplemente a Kröner o a Stich?

Lankau se acercó a Petra. Su cuello era extremadamente fino, constató; las venas eran muy superficiales.

—¡Ellos podían haberte contado lo que pasó en Schlossberg!

—¡Lo intenté! Ya te he dicho que no encontré a nadie en casa. Llamé a Stich, pero sólo encontré a Andrea, y ella no me dijo nada. ¡Ya la conoces!

Petra dejó vagar la mirada por las paredes y los trofeos. Lankau se había preocupado porque no hubiera nada que pudiera levantar sospechas. Había amontonado los restos de la silla delante de la chimenea. De haber estado más atenta, Petra habría echado de menos el trono de Lankau. Hecha astillas, la silla apenas ocupaba lugar.

—Pero ¿dónde están Stich y Kröner? —preguntó Petra finalmente—. ¿Lo sabes tú?

—No.

Petra extendió los brazos y miró hacia la mujer alta y luego hacia Lankau con una leve sonrisa.

—Bueno, la verdad es que me siento aliviada. ¡Gracias! Entonces ya no pensaré más en Arno von der Leyen. ¿Podrías conseguirnos un taxi, Horst? Dejamos que se marchara el que tomamos para venir hasta aquí.

—¡Por supuesto!

El hombre de la cara ancha se puso en pie y gimió. Sin perjuicio de la forma en que se desarrollasen las cosas, había un factor desconocido de más en juego. Lo más probable era que alguien reclamara a la mujer sorda, si las eliminaba a ambas. Tal vez tenía familiares. Ahora lo que debía hacer era reprimirse, aunque la ocasión era única. Siempre podían hacer desaparecer a Gerhart Peuckert y a Petra Wagner en otro momento, si era necesario. Una historia trágica, un final digno a una relación desesperada, un Romeo y Julieta en un presente frío. Todavía había tiempo para escribir ese final. Pero la mujer sorda no pintaba nada en aquel capítulo. De momento tendría que dejarlas marchar.

—Por cierto, ¿dónde está tu coche, Horst? ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Le salió espontáneamente, cosa extraña en Petra.

La pregunta era tan sencilla. Lankau podría haber sonreído y haberse limitado a contestar: «¡De la misma manera que vosotras, querida Petra!» Sin embargo, en un momento de confusión, se sintió desprotegido y transparente y vaciló. Miró incrédulo a la mujer menuda y colgó el teléfono.

—¡Haces muchas preguntas, Petra!

Se miraron fijamente a los ojos durante unos breves e intensos segundos, hasta que ella sonrió confundida y se encongió de hombros.

—A lo mejor te ha llegado el turno de responder a mis preguntas —prosiguió.

La mujer alta reculó al encontrarse con aquella mirada oscura.

—¿Por qué dices que me has hablado antes de esta mujer? ¡Sabes que no es verdad!

Lankau dio un paso rápido hacia Petra, cuyo rostro se ensombreció instantáneamente.

—¿Realmente es sorda? ¡La verdad es que me pareció ver que la hacías callar cuando entrabais por esta puerta!

Petra resultó ser tan ligera como una pluma cuando Lankau dio el último paso y la empujó a un lado. La mujer larguirucha, que se había escondido detrás de ella, se llevó las manos a la cara dejando el bolso colgado del codo. Sin embargo, no le sirvió de nada. Una sola bofetada la tumbó sin que llegara a pronunciar ni una sola palabra. Tampoco podía hacerlo mientras tuviera la mandíbula desencajada y la inconsciencia se hubiera apoderado de su cuerpo. —¿A dónde vas?

Antes de que Petra hubiera llegado a la puerta, las manos de Lankau se cerraron alrededor de sus muñecas.

—¿Pero qué haces, Horst? ¿Qué es lo que te pasa? —Petra intentó retirar el brazo de un tirón—. ¡Suéltame y tranquilízate de una vez, por Dios!

Lankau la soltó y la empujó hacia la mujer, que estaba echada en el suelo.

—¿Quién es? —inquirió, señalando hacia ella. —Es Laura. La llamamos Laura, pero en realidad se llama Laureen.

—¡Coge su bolso y dámelo!

Petra suspiró y le quitó el bolso a la mujer inconsciente. Lankau constató que pesaba más de lo que había dado a entender la mujer menuda.

Antes incluso de que hubiera vaciado el bolso por completo, su contenido cubría toda la superficie del aparador que había al lado de la puerta. Sin dudarlo ni un segundo, Lankau cogió el monedero de color rojizo que, por sus dimensiones, constituía por sí solo otro tesoro.

El monedero era un arco iris de tarjetas de distintas instituciones de crédito. Lankau las hojeó. La mujer se llamaba realmente Laureen. Laureen Underwood Scott. Lankau se quedó un buen rato mirando la dirección y el nombre. No le decían nada. —¡Tu amiga es inglesa! —exclamó Lankau mientras agitaba una de las tarjetas.

No, es de Friburgo. De ascendencia inglesa y casada con un inglés, ¡eso sí!

—Resulta sorprendente el montón de ingleses que aparecen hoy por todas partes. ¿No te parece?

—¡No es inglesa, te he dicho!

Lankau le dio la vuelta al monedero. Entre los recibos encontró una foto de tamaño carnet. Petra contuvo la respiración.

—Por lo visto tiene una hija —dijo Lankau—. ¿Cómo se llama? Eso deberías saberlo, ¿no?

—¡Se llama Ann!

Lankau miró el dorso de la foto, soltó un gruñido y se colocó debajo de la lámpara de techo del pasillo para examinar la foto detenidamente.

—¿De qué conoces a esa tal Laureen? ¿Y por qué la has traído aquí?

De pronto, el hombre del rostro ancho se volvió y agarró el brazo de Petra con fuerza.

—¿Quién es, Petra? Dímelo ya. ¿Qué tiene que ver con Amo von der Leyen?

Lankau apretó el brazo de Petra, que empezó a jadear.

—¡Suéltame ya! —dijo Petra intentando retener las lágrimas y mirándolo fija y obstinadamente a los ojos—. ¡Nada, idiota! ¡Suéltame!

La lucha había sido excesivamente desigual. El hombre corpulento se pasó la mano por la nuca y alargó el cuello dolorido. Conocía el malestar del campo de golf, cuando golpeaba mal la pelota. Un golpe en falso siempre se propagaba a los músculos de la nuca. Sin embargo, el dolor desaparecería al cabo de un par de horas. La enclenque Petra no había ofrecido suficiente resistencia a sus golpes.

Había sido como dar golpes en el aire.

Colocó a la mujer largirucha precisamente donde Amo von der Leyen lo había abandonado, sentada en una silla parecida a la que él había ocupado. A pesar de que ligó sus tobillos con tal fuerza que las rozaduras empezaron a soltar líquido, la mujer no se movió. Seguía inconsciente.

Al pasar por el lavadero con Petra al hombro, apagó el interruptor principal y la luz del patio se extinguió, y el cielo estrellado se abrió sobre sus cabezas.

En la sección central del ala accesoria se hallaba su tesoro, del que se sentía muy orgulloso. Aunque no solía producir más de un par de cientos de botellas de buen vino al año, se había dejado llevar por las ansias de poseer y había adquirido una prensa digna de unos viñedos más extensos. Dentro de unas semana habría que volverla a limpiar para que cumpliera con su cometido. Hasta entonces, sería un lugar adecuado al que atar a Petra, que todavía no había entendido que le resultaría imposible librarse de sus ataduras. Lankau tiró del pañuelo con el que la había amordazado; estaba suficientemente ceñido.

—¡Todo irá bien si no te mueves! —dijo Lankau, a la vez que le daba unos cuantos golpes al perno gigante sobre el que la había depositado.

Sin duda, Petra conocía su función, como cualquier persona que vive en una zona vinícola. Sencillamente sacaba todo el jugo de las uvas, cosa que también podría hacer con ella fácilmente.

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