La casa del alfabeto (59 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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—¡Cállate de una maldita vez, Bridget!

Laureen no se dignó siquiera mirar a su cuñada.

—¿Crees que es sensato llamarlo?

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Tu marido no está en el hotel. No sabemos dónde está. Lo único que sabemos es que hace unas horas se dirigía a Schlossberg para encontrarse con esos hombres. Por tanto, ¿qué podemos hacer si no?

—¡Podríamos llamar a la policía!

—Sí, pero no tenemos nada que denunciar. —Petra miró a Laureen—. ¡Ni siquiera podemos denunciar su desaparición!

En el momento en que Petra se volvió para buscar una cabina de teléfonos, Bridget agarró a su cuñada por el brazo. Su voz era temblorosa.

—Tengo que hablar contigo, Laureen. Tienes que ayudarme. Tengo que salir de ese matrimonio. Así están las cosas, no hay nada que hacer, ¿lo entiendes?

—Tal vez sí, tal vez no —le contestó Laureen sin mostrar mayor interés—. Es tu vida, Bridget. Ahora mismo, sólo puedo preocuparme de mis asuntos. ¡Lo siento, pero las cosas son así!

Los labios de Bridget temblaron un instante.

Cuando Petra volvió a su lado, sacudió la cabeza. Por el semblante de Laureen dedujo que ya lo había adivinado.

—Sólo conseguí hablar con la bruja de esposa que tiene Peter Stich. Estaba sola. Eso significa que está pasando algo.

—¿Y qué se sabe de Kröner y Lankau?

—¡Tampoco he podido encontrarlos!

—¿Qué quiere decir eso?

Laureen notó cómo la inquietud se apoderaba de ella.

—¡No lo sé!

—¡Suena como si estuvierais jugando al escondite con alguien!

Tan sólo un fino borde de máscara de ojos debajo de un ojo desvelaba la emoción de Bridget. Sonreía lo mejor que podía, algo que, por otro lado, siempre hacía cuando no entendía nada de lo que estaba pasando delante de sus narices.

—¿Al escondite?

Laureen miró a Petra. Eran casi las siete menos cuarto. Pronto haría cinco horas que Petra había hablado con Bryan en la taberna de Münsterplatz. Aparentemente, los tres hombres tenían controlada la situación. Podían estar en cualquier sitio y podían no estar en ninguno.

—¿Estamos jugando al escondite, Petra?

—¿Al escondite?

Petra la miró. Laureen notó la creciente desesperación en su corazón.

—Es posible —respondió Petra finalmente—. ¡Sí, podríamos decir que se trata de una especie de escondite, así es!

CAPÍTULO 53

De haberse molestado en volver la cabeza al abandonar el hotel Colombi, Laureen y Petra se habrían dado cuenta de que los saltimbanquis de las calles peatonales del centro se habían trasladado al césped que había delante del hotel. Aquel pequeño parque que llevaba el nombre de Colombi era la zona verde más céntrica de la ciudad. Una excelente base para artistas ambulantes. Detrás de aquellas personas sonrientes se alzaban unas plantas exuberantes contra la oscuridad creciente del verano tardío. Rodeaban otro hotel iluminado. Era un hotel sobrio y elegante, aunque un poco menos exclusivo que el hotel Colombi. Apenas cinco minutos antes, Bryan había aparcado el BMW delante de la puerta principal de ese hotel que llevaba el nombre pomposo de hotel Rheingold. Allí llevaría a cabo el propósito más acuciante de la tarde.

El encuentro con el viejo delante de la casa de Kröner lo había asustado.

La conciencia de que el anciano le había mentido acerca de su domicilio sin siquiera pestañear le había hecho sospechar. Tras los acontecimientos del día, no cabía duda del mensaje que se escondía detrás de aquellas mentiras. Había que tenderle una emboscada. De no haber seguido al viejo hasta la casa de Luisenstrasse, por pura intuición o, mejor dicho, más bien por indecisión, no se habría percatado de que le había dado una dirección falsa.

Y entonces, sin duda habría desaparecido de la faz de la tierra a la mañana siguiente, en la zona alrededor de la calle que llevaba el nombre de Lángenhardstrasse.

Aparte del engaño patente, había otra cosa del anciano que había asustado a Bryan: una sensación indefinible de imágenes,

palabras, formas y pensamientos que, una y otra vez, buscaban fundirse en un todo.

Sin embargo, aquel todo se resistía a mostrarse.

Aquellas circunstancias habían afectado el empeño que Bryan hasta entonces había movilizado para profundizar en el asunto. Las ganas desaparecieron imperceptible aunque porfiadamente. Aún podía abandonar Friburgo aquella misma noche y conducir hacia el este un par de horas. Aún estaba a tiempo de asistir a la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos de Munich del día siguiente, de acuerdo con el plan trazado originalmente. Desde allí podría desplazarse a París.

Un día más o menos en la gran contabilidad no significaba nada.

En cambio, si Bryan decidía quedarse en Friburgo y cometía aunque sólo fuera un pequeño error, tanto Kröner como Lankau y el viejo estarían esperándolo en algún lugar. Y teniendo en cuenta el gran riesgo que corría, ¿por qué quedarse en la ciudad? Al fin y al cabo, ahora ya sabía lo que podía esperar de ellos. Y siendo así, haría bien en marcharse y volver en otra ocasión, si no podía ser de otra manera. Dejaría en manos de sus compinches el pequeño problema que suponía encontrar a Lankau y liberarlo. Un par de días de ayuno no le harían ningún daño a un hombre de la corpulencia de Lankau.

Bryan había repasado aquella posibilidad varias veces cuando se detuvo casualmente delante del hotel Rheingold. Lo único que en aquel momento le importaba era si Laureen accedería a encontrarse con él en París, la capital del romanticismo.

El conserje del hotel Rheingold era gordo y servicial y su rostro se iluminó al ver el dinero de Bryan. Sin dudarlo ni un segundo, lo condujo a un apartado que había detrás del mostrador y lo dejó allí para que pudiera llamar tranquilamente por teléfono.

Fue la señora Armstrong quien cogió el teléfono. Eso quería decir que Laureen no estaba en casa. En el mismo instante en que la mujer de la limpieza aparecía por la puerta con su cuerpo huesudo, Laureen solía coger su bolso en el vestíbulo y desaparecer disimuladamente.

—No, la señora no está en casa.

—¿Sabe cuándo volverá, señora Armstrong?

Bryan estaba convencido de que no lo sabía.

—No, lo siento mucho.

—¿Sabe a dónde ha ido?

Tampoco lo sabía, de eso estaba seguro.

—No, todavía no he mirado la nota que ha dejado.

—¿La nota? ¿Qué nota, señora Armstrong?

—La que dejó antes de que se fueran al aeropuerto.

—¿Quiénes? ¿Se ha ido con la señora Moore al aeropuerto?

—Sí, seguro. Además han cogido un avión las dos.

—¡Vaya!

Bryan no se sorprendió.

—¿Y ahora están en Cardiff?

—¡No!

—Escúcheme un momento, señora Armstrong, le agradecería no tener que sacarle toda la información con pinzas. ¿Sería tan amable de contarme dónde están mi mujer y Bridget Moore?

—No lo sé. La señora Scott me dijo que lo había escrito en la nota. Pero lo que sí sé es que no están en Cardiff. Están en algún lugar de Alemania.

Aquel comentario dejó a Bryan fuera de combate.

—¿Sería tan amable de leerme lo que dice esa nota, señora Armstrong?

Bryan intentó calmarse.

—Un momento.

Una larga serie de ruidos le decían que la mujer trabajaba en el asunto. Bryan no paraba de moverse. El teléfono hacía tictac sonoramente. El conserje no tardaría en pedirle más dinero. Se sobresaltó al oír a Bryan gritar el nombre del hotel en el que se hospedaba Laureen.

—¡Hotel Colombi de Friburgo!

Mientras Bryan salía por la puerta, el conserje protestó por su grito indisimulado. Consideraba que era absolutamente innecesario que un cliente hiciera publicidad a viva voz de la competencia, sobre todo cuando había tenido la deferencia de poner a su servicio el teléfono privado del hotel. Bryan ni siquiera lo oyó.

La recepcionista que estaba de guardia tras el mostrador del hotel Colombi supo en seguida a quién buscaba.

—La señora Scott ha salido, pero podrá encontrar a la señora Moore allí mismo —dijo señalando con una uña fulgurante y roja hacia un rincón del vestíbulo.

—¡Pero Bryan! —exclamó Bridget, sinceramente sorprendida—. ¡Vaya, vaya! Hablando del rey de Roma...

No era, desde luego, la primera vez que Bryan la veía achispada.

—¿Dónde está Laureen?

—¡Acaba de marcharse con la mamarracha extranjera! ¡Y a mí que me zurzan! ¡No le importa que me quede sola!

Se interrumpió a sí misma y soltó una risita tonta, obligando al botones que estaba más cerca a volverse y mirar en otra dirección.

—Bueno, vaya, sola, sola tampoco estoy. ¡Supongo que Ebert bajará pronto!

—¡No sé de qué me estás hablando, Bridget! ¿Quién es ese tal Ebert, y con quién dices que se ha ido Laureen?

Bryan la cogió del brazo suavemente, obligándola a concentrarse.

—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Habéis venido por mí? ¿Con quién está Laureen?

—¿Con...? Con Petra, me parece —dijo en un intento de parecer normal.

Bryan se quedó helado.

—¡Petra!

Agarró a Bridget de los hombros y la miró fijamente a los ojos.

—¡Bridget! ¡Concéntrate ya de una maldita vez! Tienes que entender que es posible que Laureen esté en peligro.

—Veamos, ¿no eras tú el que corría peligro? ¡Pues a mí me pareció oírles decir eso!

Bridget lo miró como si acabara de verlo por primera vez.

—¿Adonde se dirigen?

Bridget vaciló a la hora de responder y volvió a perder la concentración. Bryan la sacudió, gesto que hizo que el botones se sonriera.

—¿Te ha dicho algo?

—Mencionaron algunos nombres; no los recuerdo, pero era evidente que no les gustaban. Esa Petra los llamó los tres diablos.

Desde el nacimiento de su hija, cuando de pronto Laureen empezó a sangrar tanto que una de las enfermeras se había puesto a llorar, Bryan no había sentido aquel miedo cortante. Respiró entre dientes tan pausadamente como le fue posible y miró a su cuñada, que empezó a parpadear mientras hablaba.

—¿Mencionaron a un tal Kröner?

Bridget pareció despertar de su letargo.

—¿Cómo lo sabes, Bryan?

—¿Y a un tal Lankau?

Bryan estaba a punto de ahogarse en su intento de evitar hiperventilar. Bridget lo miró, perpleja.

—Entonces, ¿supongo que podrás decirme el tercer nombre? Eso sí me impresionaría.

—¡No, no puedo!

Bridget sonrió.

—Pues entonces estás de suerte, porque es el único nombre que recuerdo. ¡Porque da la casualidad que es un nombre divertido!

Sus labios se fruncieron formando el nombre.

—¡Como un sonido de un cómic!

—¡Venga, Bridget, suéltalo ya!

—¡Se llama Stich! ¿No te parece un nombre formidable? Y se llama Peter, Peter Stich, de eso me acuerdo. De hecho, es de quien más hablaron.

Bryan se quedó paralizado.

Tal vez fuera el botones el que más sorprendido se quedó. El acceso de tos de Bryan llegó tan repentinamente y fue tan violento que la saliva le salió de la boca como si fuera agua de un surtidor.

Nadie acudió en su ayuda.

La experiencia de que en un solo segundo se junten todas las piezas de un rompecabezas no la tiene todo el mundo; la extraña sensación de que las grandes preguntas dejan de pronto de estar abiertas. Y, sin embargo, el esclarecimiento del enigma fue tan rotundo que Bryan se vio totalmente superado, y cuando Bridget pronunció aquel nombre, olvidó dónde estaba y qué hacía allí.

Era Peter Stich al que Bryan había visto en destellos al encontrarse con el anciano. Y era ese reconocimiento subconsciente que lo había asolado durante las últimas horas. Peter Stich, el anciano de la barba blanca de Luisenstrasse, el propietario de Hermann Müller Invest. Él era el Cartero. El hombre de los ojos enrojecidos de la Casa del Alfabeto.

Era todos en una sola persona.

La cabeza empezó a darle vueltas. Vio imágenes de un hombre sonriente echado en la cama muchos años atrás. Destellos de un ser humano que, en su locura, dejaba los ojos abiertos bajo el chorro de la ducha. Ojos que le sonrieron mientras escondía las pastillas en el tubo de acero de la cama. Recuerdos de un hombre recatado y apacible que le había salvado la vida en dos ocasiones. Confundido, pensó en la primera vez en que el hombre de los ojos inyectados en sangre le había señalado al oficial de seguridad el rudo postigo antibombas y en la segunda vez, cuando los simuladores estuvieron a punto de arrojarlo por la ventana. Una coincidencia total de acontecimientos y hechos, nuevas explicaciones y reacciones en cadena que estaban a punto de provocarle un desmayo.

¡Todo aquello había formado parte de la misma mentira grandiosa!

Y de pronto, Bridget le golpeó la espalda.

Pasaron varios minutos hasta que Bryan logró recuperarse. Tras algunas explicaciones vagas, entendió que sólo podía fiarse de Laureen.

Y ahora sin duda iba de camino a la casa de Peter Stich acompañada de Petra, la misma Petra que lo había enviado a los brazos de los tres lobos.

CAPÍTULO 54

Aparte del piso en Luisenstrasse, la casa de Kröner era la única que Gerhart conocía en aquel barrio. Fuera hacía frío, el alumbrado era masivo y extraño. Los gritos y las risas provenientes de una taberna lo llevaron a cambiar de acera desviándolo ligeramente de su rumbo. Frunció el ceño y se abrochó la cazadora. Luego se enderezó y se dirigió resuelto hacia la casa de Kröner, como una paloma mensajera de camino a su palomar. Allí estaría Kröner esperando a Stich.

Pero no sería Stich quien se presentaría en su casa.

No se detuvo ni una sola vez hasta que llegó a la puerta principal del palacete. Evaluó toda la fachada en su conjunto. Tan sólo se veía luz en el primer piso. Dejando de lado el estudio de Kröner, estaban corridas todas las cortinas. De pronto se levantó una suave brisa. El cancel de la entrada apenas ofrecía abrigo. Gerhart se quedó mirando su dedo índice mientras éste se acercaba indeciso al timbre de la puerta.

Tal como tenía por costumbre, Kröner se quedó de pie, de espaldas a la ventana, mientras estuvo hablando por teléfono. Una mala costumbre, según su mujer. «Pero quédate sentado, hombre —solía decirle—, al fin y al cabo, no tienes al emperador al teléfono!» Sin embargo, así se sentía mejor. Y aquel día, en que Arno von der Leyen estaba en algún lugar allí fuera y podía aparecer en cualquier momento, más que nunca. Se sentía intranquilo. En aquella postura, al menos podía echarse hacia atrás y mirar por la ventana sin que nadie pudiera verlo desde la calle.

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