Puesto que ya habían tratado la situación de Gerhart Peuckert, sólo había una pregunta que Petra deseaba que le contestaran:
—¿Cómo debemos comportarnos con la visita del Gruppenführer Devers, Herr Thieringer? ¿Podemos permitirnos el lujo de ofrecerle comida cuando viene tan a menudo?
—¿Cuan a menudo viene?
—Varias veces a la semana. ¡Prácticamente todos los días, creo!
—Se le puede ofrecer comida, sí. ¡Pregúntele usted misma! Puede suponer una distracción para Amo von der Leyen.
Miró serenamente a su adjunto y añadió:
—Sí, eso sería estupendo. Yo mismo hablaré con ella en cuanto la vea.
Petra había envidiado a la esposa del Gruppenführer Devers desde el primer momento. No por su fisonomía ni tampoco porque, aparentemente, su vida no le exigía gran cosa, sino sólo por su ropa. Cuando pasaba por delante de la sala de guardia, toda estirada y orgullosa, solía saludarla con un gesto de la cabeza. La hermana Petra sólo tema ojos para sus medias y su traje. Todo «seda de Bamberg», les había comentado a sus compañeras de habitación. Ninguna de ellas había llevado unas medias así en toda su vida.
Petra había aprovechado la ocasión para tocar a Gisela Devers furtivamente mientras estaba sentada en la cama de su esposo leyendo; la tela era extraordinariamente lisa, diríase que casi fresca al tacto.
Amo von der Leyen no le quitaba ojo a la esposa del Gruppenführer Devers, de eso se había dado cuenta Petra. Para sus adentros daba gracias a Dios porque Gerhart no pudiera disfrutar de aquella vista.
Los guardias del pasillo recién instituidos eran dos muchachos paliduchos que, al igual que tantos otros, llevaban grabadas las más profundas heridas en sus miradas. Los uniformes recién planchados de Rottenführer de las SS eran nuevos y relucientes, pero las insignias estaban deslucidas y daban testimonio de batallas pasadas. La insignia de la división estaba compuesta de dos granadas de mano cruzadas. Petra las había visto antes; no le sentaban demasiado bien a nadie.
La sola presencia de Gisela Devers era capaz de hacer que aquellos dos jóvenes guardias se cuadraran y se mantuvieran alertas a su paso. Era una mujer elegante, esposa de un oficial de las SS y la única familiar cuya visita se aceptaba en aquella ala.
Sin embargo, una vez había pasado de largo, los jovencitos empezaban a cuchichear confidencialmente con los rostros siempre sonrientes. A todos los demás, incluidos los médicos, los miraban con indiferencia. Conocían su trabajo y lo llevaban a cabo con eficacia y sin rechistar. Mientras cumplieran su cometido e hicieran el papel que se les había asignado no tendrían nada que temer. Antes dieciocho horas de guardia diarias que una sola en el frente.
Petra tenía que darle la razón a Thieringer. Horst Lankau ya no era el mismo de antes. Aquel ancho y curtido rostro, rubicundo y jovial, había dejado de sonreír. Los demás pacientes parecían tenerle miedo. El médico mayor también había tenido razón al decir que lo habían encontrado en la habitación de Devers y del héroe de la sección, Amo von der Leyen, sin motivo aparente.
Cuando finalmente le prohibieron abandonar su habitación, su ira se había desbocado. Las protestas se habían tornado sorprendentemente concretas y ricas en insultos cuando lograron administrarle un sedante.
Desde entonces había recuperado algo de su antiguo don de gentes.
Habían ocurrido muchas cosas últimamente. Wilfried Kröner mejoraba a pasos agigantados y se movía con toda libertad por la Casa del Alfabeto. Para gran regocijo de todos, llevaba la ropa sucia al sótano y empujaba el carrito de la cantina por todas las plantas. Aparte de los espasmos crónicos que sufría y que sobre todo se traducían en incontinencia urinaria y esporádicas convulsiones que le ocasionaban ciertas disfunciones a la hora de expresarse verbalmente y que, de vez en cuando, le provocaban tortícolis, parecía que el tratamiento, a grandes rasgos, estaba tocando a su fin.
El extravagante Peter Stich, de sonrisa casi sardónica, había dejado de mirar fijamente el chorro de agua de la ducha pero, en cambio, había empezado a hurgarse la nariz con tanta fruición que parecía que, de esa forma, intentara eliminar las jaquecas que sin duda padecía. Cuando sufría uno de aquellos ataques, la sangre le salía a chorros. Petra lo odiaba. Lo ensuciaba todo y, además, irritaba sobremanera a los enfermeros.
Y luego estaba el chapaleo del dedo escarbando la nariz frenéticamente; le provocaba náuseas.
Los guardias habían encontrado un nuevo objeto merecedor de su atención. Habían ingresado a un Obergruppenführer que había sufrido un colapso nervioso en la habitación contigua a la de Amo von der Leyen. Aunque los camilleros que lo habían subido a la planta lo describieron con toda suerte de detalles, nadie, aparte de un par de médicos y de Manfried Thieringer, conocía la verdadera identidad del general. Petra sólo sabía que se trataba de un señor distinguido de mediana edad que parecía que chocheaba.
No permitían que nadie entrara en su habitación sin que estuviera acompañado por el médico mayor. Lo único que necesitaba era un poco de paz y tranquilidad para reponerse, decían. El escándalo sería sonado si se divulgaba que uno de los pilares del Tercer Reich estaba ingresado en aquel lazareto.
Gisela Devers había intentado, hábil pero vanamente, obtener un permiso para saludarlo. Era así como había alcanzado la posición que ostentaba actualmente, había quien insinuaba. Petra no lo tenía tan claro. Su bolso llevaba el logotipo de la casa I. G. Farben. Se rumoreaba que pertenecía a la familia de los propietarios, algo que tanto sus ropas como su matrimonio parecían corroborar; una razón plausible que explicaba que pudiera ir y venir con tanta libertad.
De pronto un día Lankau dejó de importunar a Bryan.
Fuera mandaban los guardias. No sabía por qué los habían apostado en la puerta, pero su compañero de habitación no era, desde luego, un cualquiera.
Los dos soldados de las SS eran, si cabe, más jóvenes que él y sus ojos más fríos que los de un cadáver.
Solían dejar la puerta abierta de par en par dos o tres veces al día, para que se aireara el pasillo. En aquellas ocasiones, el hombre del rostro picado de viruela acostumbraba pasar por delante de la puerta murmurando frases ininteligibles.
La dulzura que intentaba transmitir no engañaba a Bryan; bajo aquella fachada afable asomaba una gravedad alarmante y embrutecida.
La combinación era aterradora.
Cuando entraba en la habitación, siempre empezaba por ajustar la almohada del vecino y luego le acariciaba la mejilla. Entonces solía volverse hacia Bryan con una expresión feroz y se llevaba un dedo a la garganta trazando una línea que quería significar que le cortaría el cuello en cuanto se le presentara la ocasión. Volvía a darle una palmada cariñosa al paciente inconsciente y seguía la ronda con una sonrisa bonachona en los labios.
También el flaco solía detenerse para contemplarlo con una mirada férrea cuando la puerta estaba abierta. Los guardias no le permitían hacer nada más.
Despreciaban sus formas.
De noche, Bryan estaba solo. Tan sólo hacía falta un solitario jadeo de su vecino inconsciente para que se incorporara en la cama de un sobresalto.
Solían dejarle las pastillas sobre la mesita de noche para que se las tomara él mismo.
Al caer la noche cerraban la puerta con llave y Bryan ya no podía abandonar la habitación para ir al baño hasta la mañana siguiente. La habitación no tenía lavabo. Tras unos cuantos intentos de disolver las pastillas en la orina del orinal habla abandonado aquel método para deshacerse de ellas. Por tanto, siempre esperaba a que la sección estuviera totalmente en calma y no se oyera ni el más mínimo ruido. Entonces, y sólo entonces, se dirigía a la cama de su vecino, le retiraba la mascarilla y le metía las pastillas trituradas en la boca. Solía toser un poco cuando Bryan le acercaba el vaso de agua a los labios, aunque la verdad es que, un rato después, siempre acababa por tragárselas.
Las enfermeras también le administraban medicamentos. Bryan no sabía si la mezcla tenía como objetivo que siguiera durmiendo o que despertara de una vez por todas, pero lo que sí le preocupaba era si la combinación resultaría tener consecuencias fatales. Sin embargo, no pasó nada. Simplemente, su respiración se volvió más calmosa, más fluida.
Si los simuladores seguían teniendo la intención de acabar con su vida, tendrían que actuar de noche. Por tanto, las noches de Bryan debían convertirse en días y tos días en noches para que pudiera mantenerse alerta por si aparecían.
Les plantaría cara. Si gritaba con todas sus fuerzas, la sala de guardia estaba lo suficientemente cerca para que alguien acudiera a tiempo en su ayuda.
Gritaría hasta despertar a los muertos, incluso a su vecino.
Y entonces fue cuando apareció Gisela Devers e interrumpió su descanso; una interrupción peligrosa pero a la vez embriagadora.
Su presencia le traía recuerdos de las fiestas que la familia había celebrado en la casa de Dover, cuando declinaba el período estival y la burguesía estaba a punto de dispersarse a los cuatro vientos hacia sus domicilios de invierno. Allí había sido donde Bryan había aprendido a embriagarse de los olores de las mujeres.
La Señora Devers tenía un par de años más que él. Su porte era majestuoso y sus ropas elegantes y ajustadas al cuerpo. La primera vez que Bryan la había visto, había dejado los ojos entreabiertos.
Aquel perfil gracioso y aquel cabello suave que despuntaba por la nuca debajo del recogido lo tenían atrapado. Bryan respiraba silenciosamente, husmeaba su perfume mientras el deseo iba creciendo en su interior. El aroma era suave y etéreo, como una brazada de frutas frescas.
Ella se había sentado ligeramente ladeada, la falda seguía las curvas de sus muslos.
Nadie hacía caso de Bryan. No esperaban que reencontrara su nivel de actividad habitual hasta pasados cuatro días. De esta forma, podía contemplar tranquilamente a Gisela Devers desde la cama, envuelto en una agradable nube de somnolencia, en el límite entre el sueño y la conciencia.
De pronto, la noche del tercer día, el cuerpo de Gisela había empezado a temblar, como si estuviera a punto de romper a llorar. Se inclinó sobre la cama de su marido y dejó que la cabeza colgara sobre el libro que tenía en el regazo. Era una visión desconsoladora. Bryan la comprendía.
Y entonces los temblores se concentraron en un segundo de silencio para, acto seguido, derivar en una risa ahogada y extraña que lentamente se fue propagando por todo su cuerpo. Cuando de pronto irrumpió en una risa desenfrenada, Bryan no supo contenerse y la acompañó con su risa.
Gisela Devers se dio la vuelta inmediatamente. Había olvidado por completo la presencia de Bryan y nunca lo había mirado directamente. Sus ojos brillaban, embriagados por la risa.
Y aquel brillo la dejó paralizada.
En los días que siguieron, Gisela Devers se fue acercando cada vez más a la cama de Bryan. Por lo visto, el silencio y la distancia que Bryan mantenía la habían cautivado. Bryan no había oído nunca hablar tanto alemán. Gisela era ceremoniosa, rigurosa en la elección de las palabras y hablaba lentamente, como si supiera que se requería algo especial para romper las barreras de Bryan.
Y lo consiguió. Poco a poco, la repetición les fue infundiendo significado a las palabras. Finalmente Bryan empezó a dar muestras de que la entendía. A ella le divertía, y cuando él asentía apasionadamente con un gesto de la cabeza, ella solía cogerle la mano y le daba una palmadita. Más tarde empezaría a acariciarla cariñosamente.
Gisela Devers era encantadora.
El flaco ya había traspasado el límite de la paciencia de los guardias. En una de sus eternas rondas, durante las que solía fisgonear por toda la sección, había ignorado por enésima vez sus advertencias. En el vano de la puerta de la habitación de Bryan, uno de los guardias lo agarró por detrás sin previo aviso, mientras que el otro le metía los dedos en lo más profundo de la garganta. Unos sonidos guturales acompañaron los vómitos que le obligaron a limpiar con las mangas del camisón después de propinarle una patada que lo envió de cabeza a aquel mejunje. Durante la inspección de la tarde, Bryan pudo escuchar cómodamente cómo la supervisora lo regañaba por la cochinada que había dejado en el suelo.
Gisela se sorprendió al oír que los guardias se reían.
La joven señora Devers no se daba cuenta de la mayoría de las cosas que pasaban en aquella sección. Por lo que Bryan alcanzaba a comprender, ella suplía ese desconocimiento hablando de sí misma con entusiasmo. Aunque nunca dudó, ni por un instante, de que ella lo denunciaría si conociera la verdad, la deseaba con todas sus fuerzas. Sentía la misma pasión por ella que ella sentía por Amo von der Leven.
A pesar de aquel engaño, resultaba delicioso cuando ella deslizaba su mano por debajo del edredón y le susurraba palabras dulcemente extrañas al oído.
Un día, cuando Bryan menos esperaba que ella fuera a hacer realidad sus insinuaciones, la hermana Petra había aparecido en el umbral de la puerta y se había quedado allí hablando un buen rato, echando miradas furtivas al traje negro de Gisela Devers.
La señora Devers apenas se había inmutado, y se había limitado a saludar a Petra secamente con un gesto de la cabeza, sin preocuparse siquiera por participar en la conversación, ni por mostrar el más mínimo interés por las palabras de la enfermera.
En el momento en que una llamada desde la sala de guardia arrancó a Petra de la puerta, Gisela Devers giró la cabeza y miró a Bryan a los ojos. Sus labios se separaron. Dejó caer al suelo el libro que tenía en el regazo y cerró la puerta cuidadosamente. Se quedó un rato apoyada en el vano mirándolo fijamente. Entonces adelantó la rodilla y empezó a suspirar profundamente. Aquellos suspiros se hicieron audibles.
El escalofrío liberó el cuerpo de Bryan de la tensión que había acumulado, dejándolo ardiente y traspuesto. Entonces Gisela dio un paso adelante y se le acercó tanto que los pliegues de su traje que moldeaban la curva de sus muslos ocuparon el campo visual entero de Bryan. Gisela se inclinó hacia adelante y subió la rodilla hasta el borde de la cama. Bryan la tomó en sus brazos cuando ella le rodeó el cuello. Todas las capas de ropa eran lisas, flexibles y frescas. Su piel estaba húmeda.
Aquellos abrazos se repitieron muchas veces, aunque por poco tiempo. Los ritmos que regían la sección cambiaban constantemente. Resultaba difícil encontrar un momento de tranquilidad en medio de todo aquel ajetreo. Ambos tenían razones más que sobradas para mostrarse cautelosos.