La casa del alfabeto (26 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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—Esperemos a que vuelva. Y luego cogemos su sábana —dijo el Cartero sonriéndole a James—. ¿No le parece, Herr Standartenführer Peuckert?

James no reaccionó. Mantenía la mirada perdida en el vacío, pero aquel acercamiento le heló la sangre.

—¡No me gusta que vea lo que vamos a hacer!

Lankau miró a James con ojos que rezumaban odio.

—No nos denunciará. ¡No sé por qué, pero no lo hará! —El hombre de los ojos enrojecidos asintió—. ¡Los señores han conseguido domarlo a la perfección!

James dirigió la mirada hacia los abetos y empezó a contarlos inconscientemente. Cuando hubo acabado el recuento, volvió a contarlos. La tranquilidad que tanto necesitaba se-hacía esperar.

Tal como era de suponer, Bryan había tenido un ataque espasmódico después del tratamiento de choque. Había permanecido en observación durante toda la noche. Pasaría mucho tiempo hasta que fuera capaz de defenderse. James no sabía qué hacer. Estaba al borde del aturdimiento, apagado y presionado, tanto anímica como físicamente.

Mientras los enfermeros repartían la comida por las demás habitaciones del pasillo, Lankau había escurrido la sábana de Bryan en el lavabo. Ahora era tan fina y tensa como una cuerda de sisal, lista para ser utilizada debajo de la manta de Bryan y atada por un extremo a la cabecera.

Las enfermeras ya le habían hecho la cama. No volverían a preocuparse por Amo von der Leyen hasta que volviera a despertarse.

—¿Realmente es la mejor manera de hacerlo? Me refiero al suicidio, naturalmente. ¿No podríamos tirarlo por la ventana, sin más? —dijo Lankau, preocupado—. Parecerá un intento de fuga. Al fin y al cabo, los abetos al otro lado de la alambrada están muy cerca. No debe de ser muy difícil llegar hasta allí si coges un buen impulso desde el alféizar.

-¿Y...?

No parecía que el Cartero quisiera que respondieran a su pregunta.

—Bueno, que ha errado el salto, por supuesto.

El Cartero encogió los carrillos.

—Así habrá tenido lugar un intento de fuga en nuestra habitación, y volveremos a atraer una inspección. Por no mencionar que atornillarán las ventanas. Esa vía de escape también la tendremos vedada, si llega el momento en que tengamos que recurrir a ella. ¿Y si sobrevive a la caída? ¡Ni hablar, lo colgaremos en cuanto oscurezca!

James era el único que no disponía de una cuerda sobre la cabecera de su cama para llamar a la enfermera de guardia. La ubicación en medio de una habitación de seis camas era tan sólo una solución de emergencia. La situación era desesperante. Si se enfrentaba a ellos para impedir que llevaran a cabo su plan acabaría como Bryan. Y en aquel momento estaba luchando contra la inconsciencia.

La ayuda tendría que llegar del exterior. Y él debería procurar que así fuera.

Sin embargo, si encontraban aquella soga improvisada, pondrían en marcha una inspección inmediatamente y la profecía del hombre de los ojos enrojecidos se haría realidad en todo su espanto. Tan sólo la hermana Petra podía mitigar el alcance de la catástrofe que se avecinaba desviando la sospecha hacia donde era pertinente.

Pero Petra ya no venía todos los días.

Aquel día oscureció muy pronto. En mitad de la tarde, el día se enturbió, como queriendo simbolizar la vida de Bryan que se apagaba.

Petra entró en la habitación sin razón aparente. Cuando se encendió la luz del techo, Kröner se vio claramente sorprendido. Llenó su jarra de agua del grifo y se detuvo al lado de todas y cada una de las camas para rellenar sus vasos.

Cuando le llegó el turno a James, éste intentó incorporarse en la cama.

—¡Pero señor Peuckert, por favor! —dijo devolviéndolo suavemente a la posición inicial.

James recostó la cabeza contra la almohada de manera que la cabeza de ella lo resguardara de las miradas de los demás. Las palabras no querían salir. La mirada desesperada y los movimientos descontrolados de James eran nuevos e ininteligibles para ella.

Entonces decidió ir a por la supervisora.

Aquel ser autoritario, que sólo en contadas ocasiones había sorprendido al personal y a los pacientes mostrándose sensible, estudió a James minuciosamente. Cuando se inclinó sobre el cuerpo de James, su rostro se despejó. Sacudió la cabeza con indulgencia, se escurrió entre la cama y Petra hasta la ventana y corrió la cortina un poco, tapando las contraventanas ligeramente. De esta forma hizo desaparecer una pequeña superficie de luz grisácea que había interpretado su último y agónico baile sobre la mejilla de James. Momentáneamente triunfante y divertida por su pequeña y sencilla intervención, la supervisora se giró hacia Bryan y palmoteo la mejilla de aquel ser desprotegido con una rudeza inusitada.

Bryan gruñó desde la inconsciencia y retiró la cabeza del borde del que le había llegado el golpe.

—¡Pronto se despertará! —dijo al abandonar la habitación sin asegurarse de que Petra la seguía—. ¡Ya era hora! —concluyó desde el pasillo.

Petra se inclinó sobre James y le pasó la mano por el cabello con ternura. Un débil e ininteligible susurro escapó de entre sus labios. Los ojos de Petra sonrieron. Los gemidos le hicieron abrir los labios con entusiasmo.

Entonces la reclamó la supervisora.

Los segundos que siguieron fueron como la eternidad misma.

—¡Bueno, amiguito! —Lankau sonrió al Hombre Calendario—. Ahora vamos a jugar un poco. ¡Acércate! —le espetó mientras apretaba la sábana alrededor del cuello de su víctima.

Tal como habían planeado, el nudo cubría la carótida palpitante. Sería una caída corta y eficaz. Si había que colgarlo, también habría que desnucarlo.

Los simuladores sabían lo que hacían. James seguía echado en la cama, hiperventilando, mientras el Hombre Calendario se reía como un niño en mitad de un juego. A instancias de Lankau, se llevó a Bryan al hombro. Le dio unas palmadas en las nalgas desnudas y dio saltos de alegría que el hombre de la cara ancha acompañó con risas, mientras abría de par en par la ventana que había detrás de la cama de Bryan. Los demás simuladores se limitaron a contemplar el espectáculo como si no tuvieran nada que ver con lo que estaba ocurriendo.

Las palmadas, los gruñidos y el ritmo violento del Hombre Calendario despertaron a Bryan, que abrió los ojos de golpe. Confundido por la postura en la que se encontraba y por la superficie fría, dura y angulosa del alféizar, alzó la cabeza gritando como un condenado.

—Pero agárrale los brazos, por Dios —profirió Kröner inmediatamente y saltó de la cama.

Kröner le propinó un fuerte golpe en el hombro a Bryan. De pronto, el Hombre Calendario se detuvo y soltó a su presa, aturdido por el repentino y grave giro que había tomado el juego. Mientras se retorcía y gimoteaba, les iba dando golpes desganados a Lankau y a Kröner con el dorso de la mano. Estaban uno a cada lado de Bryan, intentando sostenerlo. La figura desesperada tenía ya una pierna fuera de la ventana y con la otra se agarraba como podía al alféizar.

El Cartero no se movió de la cama, pero, en cambio, el flaco se incorporó de un salto y, lleno de odio y de ira, se lanzó contra el abdomen de Bryan. El efecto que produjo aquella reacción fue inesperado. Bryan soltó un rugido y su cuerpo se precipitó hacia adelante con tal ímpetu que el chasquido que se produjo al golpear la frente contra la cabeza del flaco sonó como un martillazo. Dieter Schmidt cayó al suelo sin mediar palabra.

—¡Alto! —gritó el Cartero.

Con aquella escueta orden envió a los simuladores a sus camas. Había oído los pasos apresurados que se acercaban por el pasillo antes que los demás.

Los dos camilleros se detuvieron en seco al encontrar a Bryan tendido en el suelo. Su rostro irradiaba locura y los jadeos eran entrecortados debido a la sábana que atenazaba su cuello.

—¡Está totalmente ido! ¡Sujétalo! —dijo uno de los camilleros mientras cerraba la ventana—. ¡Mientras tanto yo iré a por la camisa de fuerza!

Sin embargo, no tuvo tiempo; las sirenas se habían puesto en marcha.

CAPÍTULO 23

La evacuación a los sótanos tuvo lugar a toda prisa e hizo cambiar de idea a los dos camilleros. A medida que pasaron los días, Bryan fue convenciéndose de que se habían olvidado de dar parte de aquel incidente y dio gracias a su Dios de que no hubieran tenido tiempo de ponerle la camisa de fuerza. De haber sido así, habría sido una presa fácil para los simuladores.

El bombardeo de Friburgo no había causado daños en la zona.

Habían empezado a construir unos barracones menores en la plaza de actos, destinados, aparentemente, a aliviar la saturación que sufrían las secciones. Con ello, la fuga por aquella vía había quedado descartada. Además, todas las alambradas habían sido proveídas de aisladores de porcelana y de señales de advertencia. Sin embargo, dejando de lado esta circunstancia y los semblantes compungidos del personal, todo seguía su curso habitual, para todos menos para Bryan.

Durante las siguientes cuarenta y ocho horas no durmió. A pesar de la experiencia traumática y las complicaciones de la última sesión de electrochoque, se sentía fuerte y decidido. Aunque los simuladores lo mantenían bajo una férrea vigilancia y se dirigían a él de forma virulenta y amenazante, Bryan no sentía, en medio de aquella situación desesperada, ni miedo ni impotencia.

El hombre de los ojos inyectados en sangre le sonreía amablemente y pasaba las horas echado de lado en la cama vecina, contemplándolo alegremente con muestras de franca curiosidad. Cuando Bryan intentaba evocar el episodio, tenía la sensación de que aquel hombre le había salvado la vida. El eco de su voz seguía retumbando en su cabeza.

Era, pues, la segunda vez que el hombre de los ojos inyectados en sangre había acudido en su ayuda. Durante la visita médica, tomó nota de su nombre: Peter Stich. Bryan le devolvió la sonrisa, como si entre ellos se hubiera cerrado una alianza reconfortante y prometedora.

La pequeña Petra entraba en la sala una y otra vez para echarle un vistazo a James. Bryan sólo conseguía atrapar la mirada de su amigo en contadas ocasiones, pero tenía el presentimiento de que las cosas le iban mal. Y, sin embargo, Petra parecía estar enormemente satisfecha.

Durante la siguiente visita médica, el equipo médico había pasado un buen rato discutiendo a los pies de la cama de James. Posteriormente, lo habían llamado en varias ocasiones a la consulta, al fondo del pasillo, para examinarlo a fondo.

Contra su costumbre, aquella misma noche, el médico mayor había apretado la mano de James jovialmente. Mientras tanto, Petra había aguardado sonriente a su lado, con los brazos cruzados y dando unos saltitos retozones apenas disimulados. Le hablaban con toda normalidad, pero James no les contestaba aunque sí los miraba fijamente a los ojos, como si entendiera todo lo que le estaban diciendo.

Bryan se alegró por el curso que estaban tomando las cosas. La confianza en que pronto podría incluir a James en los planes de fuga empezaba a crecer.

Durante la noche siguiente, los simuladores discutieron entre sí de forma controlada y vigilante. Incluso el hombre de los ojos inyectados en sangre había dado a conocer su parecer, comentando desapasionadamente la charla de los demás mientras mantenía la mirada clavada en el techo. Bryan lo interpretó como si estuviera mofándose de los demás, atribuyendo a su demencia y a su brutalidad el que los demás lo dejaran tranquilo. Cada vez que Bryan lo había mirado, le había parecido que James irradiaba desagrado.

Bryan no le dio mayor importancia.

Una de las enfermeras nuevas encendió la luz e hizo una reverencia ante los ocupantes de la habitación, que se apresuraron a dar fin al cuchicheo. Luego abrió la puerta giratoria y la sostuvo para dejar pasar a un oficial hasta entonces desconocido que, a su vez, iba acompañado por un Thieringer que sonreía ampliamente. El joven oficial dijo unas palabras dirigidas a la habitación y luego le dio la mano, tanto a la enfermera como al médico. Dio un taconazo y profirió un respetuoso
«heil»
y volvió a abandonar la estancia.

Los simuladores parecían afectados por el incidente y siguieron cuchicheando en la oscuridad hasta que el sonido silbante de sus voces, sorprendentemente cercanas, acabó por adormecer a Bryan.

El joven oficial había llegado al hospital al mismo tiempo que él. Así pues, se había recuperado lo suficiente para que lo devolvieran al teatro de la guerra, más vivo que muerto, más sano que enfermo. Un buen ejemplo para todos.

Los pensamientos se fueron fundiendo unos con otros, de la misma manera en que las voces fueron desapareciendo. Todos los cabos que lo mantenían con vida habían sido cortados. La cuerda sobre la cama de Bryan que estaba conectada a la campanilla había desaparecido. James no tenía. El joven oficial volvió a proferir un último
«heil»
en los límites del sueño.

Y entonces Bryan se durmió.

Todos los sonidos metálicos transportan su propio mensaje. Cuando es una ala de un bombardero B-17 que se desgarra suena distinto de cuando lo hace el fuselaje. Un martillo pesado que golpea un clavo pequeño suena distinto de un martillo pequeño golpeando un clavo grande. El sonido se propaga totalmente en sus elementos metálicos, dando cuenta de su viaje a través del aire. Sin embargo, aquel sonido era difícil de descifrar, metálico y sonoro, pero nuevo. Los párpados de Bryan eran tan pesados que tuvo que conformarse con dejar la pregunta sin contestar un rato más. Un resplandor blanquecino le dijo que volvía a ser de día y que había sobrevivido a la noche. La estancia parecía otra.

A medida que aquel sonido perturbador y agudo adquiría carácter, fue apareciendo la imagen de un aparato del futuro, bombeante y crepitante. Como uno de aquellos inventos de H. G. Wells, o como una diabólica máquina cósmica de aquellas que, con la curiosidad innata de la infancia, había podido contemplar en el carro de un circo o en las plazas de mercado a cambio de un mísero penique.

Bryan abrió los ojos. La estancia le era desconocida.

Pegada a la suya había otra cama. Eran las dos únicas camas en toda la habitación. En el borde de la otra cama colgaba un matraz transparente unido a un tubo. Unas pequeñas gotas de color amarillento se deslizaban constantemente por su interior. La botella estaba un cuarto de llena. Debajo de la manta respiraba una persona entrecortadamente. No conocía aquel rostro que estaba medio cubierto por una mascarilla.

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