Al otro lado de la cama vecina se hallaba la botella de oxígeno que estaba conectada a la mascarilla. Sobre un estante pintado de verde que había encima de la cama, una especie de ventilador despedía unos soplos rítmicos de aire tibio y húmedo. El aspa estaba torcida; era precisamente la que emitía aquel sonido metálico desconocido.
La estancia parecía estar apartada de la realidad del resto del hospital, sin hedores, escenas de locura y sin la habitual falta clínica de decoración.
Bryan echó un vistazo a su alrededor. Estaban solos en la habitación. Había una alfombra en el suelo. Las paredes estaban revestidas de cuadros; grabados con motivos religiosos, fotografías enmarcadas de gran contraste retratando a afectados mozos y mozas del Tercer Reich en posturas fantasiosas y engreídas.
El traslado nocturno era un misterio para Bryan. Probablemente le habían adjudicado la cama que había quedado libre tras la marcha del joven oficial. ¿Pero por qué a él? ¿Acaso habían sospechado algo y lo habían separado de sus torturadores? ¿O es que pretendían tenerlo en observación?
La habitación se encontraba enfrente de la que había abandonado. El personal médico le era de sobras conocido.
El rostro de la hermana Petra no desveló nada que pudiera inquietarlo. Estaba alegre y servicial como de costumbre y no dejaba de sonreír y de acariciarle la mejilla mientras parloteaba en un tono cordial y reverente que parecía dar a entender que el proceso de recuperación iba viento en popa. Bryan tomó una decisión. La enfermera sería testigo de sus progresos. Eso le concedería mayor movilidad.
Sin embargo, esa mejoría no debería ser demasiado precipitada.
Durante una de sus visitas al baño se abrió ante sus ojos un nuevo mundo. El pasillo, que también conectaba con la habitación que ocupaba James, tenía tres metros de ancho. La distancia entre las puertas no era muy grande y parecía indicar que las habitaciones sólo podían albergar un número reducido de camas. A su lado del pasillo, la habitación que ocupaban era la que se encontraba más cerca del frontis del ala. Al otro lado había una habitación más pequeña y, luego, otra habitación de dos camas. Más abajo, se hallaban el consultorio, los lavabos y las duchas. Y hasta ahí se extendía su nuevo mundo. Nunca había llegado hasta el final del pasillo. Al otro lado había otra habitación del tamaño de la de James.
Por lo visto, en su antigua habitación estaba teniendo lugar un reparto de papeles. Kröner había vuelto a ocupar el puesto de ayudante solícito, algo que a nadie parecía molestarle. Gracias a ello podía moverse libremente entre las habitaciones, como si lo hubieran contratado para ello.
Bryan habría preferido que hubiera sido otro.
Petra Wagner era pariente lejana del
gaukiter
Wagner de Badén, un hecho que nunca se había visto obligada a desvelar, gracias al apellido tan común que tenía.
Desde que había sido destinada al lugar, había aprendido a apreciar sus alrededores y la Selva Negra. En la clínica había encontrado su puesto, a pesar de que el tono áspero y autoritario le seguía pareciendo extraño. Las pocas amigas que su duro trabajo le permitía tener se encontraban todas en e) hospital y los momentos plácidos en el bloque del personal, que solían transcurrir entre labores y charlas entre amigas, le resultaban tan hogareños que apenas se daba cuenta de la guerra que los tenía sitiados.
Al contrario de Petra, casi todas sus amigas sufrían por algún novio que estaba en la guerra, por algún ser querido muerto, desaparecido o herido. Convivían con el odio y con el consiguiente miedo. Pero aunque Petra no soportaba el dolor sobre sus espaldas, su vida no estaba vacía; simplemente, era distinta.
En el hospital tenían lugar muchos abusos que no eran del agrado de Petra: experimentos con medicamentos nuevos, decisiones precipitadas, extraños diagnósticos y evidentes tratos preferenciales... Un hospital militar sólo sabía de un orden y ése era el que estipulaban la jerarquía y el código militares. Y por mucho que le pesara, al igual que los esporádicos ajusticiamientos piadosos, las ejecuciones de desertores y simuladores estaban a la orden del día y formaban parte indisoluble de aquel orden. Una realidad con la que, hasta entonces, había evitado enfrentarse, incluso a pesar de que, en un momento dado, se había visto obligada a cuidar a uno de aquellos desgraciados que habían sufrido sus consecuencias.
A Petra aún seguía sorprendiéndole que el paciente al que habían llamado el hermano siamés hubiera conseguido simular durante tanto tiempo. Jamás había sospechado de aquel hombre, que se había pasado los días vagando por la sala como un monito cogido de la mano de su hermano siamés. Desde entonces, aquel desenmascaramiento y el episodio de las pastillas le habían hecho modificar la visión que tenía de la situación.
La sección era para pacientes con afecciones mentales y la gran mayoría estaban gravemente enfermos y, probablemente, nunca se recuperarían. Las angustiosas sesiones de electrochoque parecían administrarse al azar y eran, al menos, cuestionables. Los pocos pacientes a los que se les había dado el alta desde su llegada al hospital se enfrentaban a un futuro incierto, debilitados y de reacciones retardadas, inmaduros desde un punto de vista terapéutico. Demasiado vulnerables para recibir el alta. El médico mayor era de su misma opinión, Petra lo sabía, pero había que respetar que otros estuvieran más necesitados de aquellas camas.
Y pronto le darían el alta a más de uno en su sección.
Algunos de los pacientes no reaccionaban cuando se dirigían a ellos, estaban lingüísticamente bloqueados, como por ejemplo, Werner Fricke, que se había encerrado en sí mismo y no era capaz de abarcar nada, fuera de las fechas que iba anotando en unas hojas de papel. Ni siquiera el ilustre Amo von der Leyen parecía entender lo que le decían, mientras que Gerhart Peuckert lo captaba todo, estaba segura, aunque todavía no había logrado comunicarse con él.
Muchos de los síntomas que presentaba Gerhart Peuckert no podían explicarse por el
shock
que había sufrido durante un bombardeo que seguía arrasando en su mente. Un buen número de sus reacciones recordaba a las dolencias con las que había sido confrontada anteriormente en la sección de cuidados médicos. Comparado con los demás, parecía absurdamente debilitado y falto de fuerzas y presentaba ciertas reacciones irracionales que recordaban a un
shock
alérgico. Los médicos rechazaban esa posibilidad, lo que la llevaba a angustiarse aún más y la hacía sentirse impotente.
Era el hombre más guapo que había visto jamás. No podía creer que fuera el demonio que describía su expediente; o habían exagerado, o sus documentos habían sido cambiados erróneamente por los de otro. Hasta allí alcanzaban sus conocimientos sobre el ser humano.
Sin embargo, no llegaba a comprender lo que había llevado a Gerhart Peuckert a infligirse lesiones tan graves. Las marcas de los múltiples golpes y la enorme pérdida de sangre que había sufrido despertaron sus sospechas. Los designios del autocastigo eran, no obstante, irrefutables. El miedo estaba profundamente arraigado y proporcionaba alimento al alma cuando uno menos lo esperaba. Petra lo había visto muchas veces antes. Podía resultar incomprensible que alguien se mordiera la lengua hasta casi partírsela como había hecho Arno von der Leyen. Y, sin embargo, ocurría. Entonces, ¿porqué no Gerhart Peuckert? Al menos era un consuelo que hubiera mejorado últimamente, aunque seguía estando muy débil.
Cuando, con sus primeros intentos de formular palabras, había reaccionado al cariño que ella le había dispensado, Petra había decidido intentar eliminar el miedo que agarrotaba a Gerhart Peuckert, con el solo fin de que no corriera la misma suerte que tantos otros habían tenido que soportar.
Si de ella dependía, Gerhart Peuckert seguiría en el lazareto hasta que hubiera terminado la guerra. Munich, Karlsruhe, Mannheim y docenas de ciudades alemanas estaban siendo bombardeadas intensamente. Nancy estaba ocupada. Incluso Friburgo había sido atacada. Los norteamericanos avanzaban, los aliados se habían reunido en territorio alemán. Y cuando todo hubiera terminado, deseaba que Gerhart Peuckert siguiera con vida.
Tanto por ella como por él.
«Nuevas directrices de Berlín. El cuartel general de la asistencia sanitaria de la Wehrmacht ha llegado finalmente a una conclusión con respecto a la conferencia celebrada en el mes de agosto. —Las mangas de la bata de Manfried Thieringer se doblaron y dejaron al descubierto sus delgadas muñecas—. Se exigirá la máxima atención ante posibles casos de simulación. El lazareto de Ensen ya ha tomado medidas al dar de alta a todos los casos discutibles, destinándolos inmediatamente al frente.» El médico paseó la mirada por la pequeña estancia. Él había decidido personalmente desalojar la antigua sala de conferencias y convertirla en una sala hospitalaria cuando la presión sobre las secciones se hizo insostenible. La construcción de nuevos barracones no bastaba para satisfacer las necesidades. Las luchas en el frente oriental y, recientemente, la batalla de Aquisgrán les había dado demasiado trabajo. Hasta entonces no les habían brindado la oportunidad de volver a la situación normal.
Las directrices de Berlín les proporcionarían más espacio.
Los ojos del doctor Holst se empequeñecieron detrás de los gruesos cristales de sus gafas.
—El lazareto de Ensen apenas trata a pacientes que no padezcan neurosis provocadas por la guerra. ¿Oué tiene eso que ver con nosotros?
—Tiene que ver, doctor Holst, que si no hacemos lo que han hecho ellos, nuestros resultados parecerán demasiado pobres. Y entonces nos exigirán que les demos la última inyección a los restantes, o que les aumentemos la dosis de sus queridos clorales, trionales y veronales, doctor Holst. Y luego, siempre podemos ofrecernos para servir en el frente, ¿no le parece? —El doctor Thieringer miró fijamente a su adjunto—. ¿Es consciente de lo privilegiados que somos, doctor Holst? De no haber sido porque la esposa de Goebbels apeló a su marido para que exigiera que los lazaretos, en general, dispensaran un trato más favorable a sus pacientes, nuestra labor primordial ahora mismo consistiría en liquidar a dementes. Más ajusticiamientos piadosos, ¿no es así? Causa de la muerte: gripe. ¿Se lo imagina? Al menos ahora sólo son los pocos chillones que acaban en el sótano los que nos dan problemas.
El doctor Thieringer sacudió la cabeza y prosiguió:
—No, señor mío, haremos lo que esperan de nosotros. Empezaremos a dar de alta a algunos de nuestros pacientes. En caso contrario, se habrán terminado los experimentos en la Casa del Alfabeto, doctor Holst. Se acabaron sus problemáticos experimentos con preparados de cloro y todo ese tipo de remedios. Se acabó el evaluar los efectos de los diferentes tipos de tratamiento de choque. Adiós a la vida relativamente placentera que vivimos aquí. —El doctor Holst bajó la mirada—. Nada, ¡que estuvimos de suerte cuando la esposa de Goebbels logró que su marido diera protección a nuestros soldados de élite! Nos concedió material para nuestro trabajo, ¿no es así? ¡Para que pudiéramos contribuir a mantener la confianza que el pueblo alemán ha depositado en la infalibilidad del bravo cuerpo de las SS!
Manfried Thieringer miró a Petra y a las demás enfermeras de la sección. Hasta entonces no se había dignado siquiera dispensarles una mirada. Sin embargo, aquella mirada los instaba a que desoyeran los últimos comentarios que había hecho. Agarró un montón de expedientes.
—Lo que significa que vamos a tener que reducir las dosis en la sección IX. A partir de hoy mismo, cesarán todas las terapias de insulina. A Wilfried Kröner y a Dieter Schmidt se los apartará de la quimiopsicoterapia antes del mes de diciembre. Creo que a Werner Fricke pronto tendremos que darlo por perdido. Mucho me temo que no podemos esperar demasiada sensatez por su parte. Es de una familia acaudalada, ¿verdad? —Nadie contestó. El médico mayor siguió hojeando los expedientes—. A Gerhart Peuckert lo mantendremos en observación durante un poco más de tiempo, pero parece que se está recuperando.
Petra retorció las manos.
—Y luego tenemos a Amo von der Leyen, por supuesto —prosiguió—. Nos han llegado noticias de que pronto, alrededor de Navidad, recibirá una visita importante de Berlín. Tendremos que concentrar todas nuestras fuerzas en su recuperación. He oído decir que ha intentado suicidarse. ¿Hay alguien que pueda corroborarlo?
Las enfermeras se miraron y sacudieron la cabeza.
—De todos modos, no podemos permitirnos correr riesgos. Me han concedido dos pacientes que están a punto de recibir el alta de la sección somática para tratamiento ulterior en esta sección. Podrán montar guardia para garantizar que no vuelva a ocurrir. Podremos retenerlos durante tres meses. Supongo que será suficiente, ¿verdad?
—¿Montarán guardia las veinticuatro horas del día?
Como era su costumbre, la supervisora de las enfermeras se aseguró de que a su plantilla no le fueran impuestas más guardias.
Thieringer sacudió la cabeza.
—¡Devers y Leyen duermen por la noche! ¡De eso tendrá que encargarse usted!
—¿Y qué pasará con el compañero de habitación de Amo von der Leyen? —comentó el doctor Holst, inseguro.
—Es poco probable que el Gruppenführer Devers se recupere. El gas ha dañado demasiado sus pulmones y su cerebro. Haremos todo lo que podamos, pero se le seguirá administrando la dosis completa. ¡Tiene amigos muy influyentes! ¿Entendido?
—¿Pero realmente es el más adecuado? Quiero decir, para compartir habitación con Amo von der Leyen. Quiero decir... —El doctor Holst apenas sabía cómo plantearlo y reculó en el asiento al encontrarse con la mirada desagradable que le dispensó Thieringer—, AI fin y al cabo, está totalmente ido.
—¡Pues sí, estoy convencido! Por lo demás, les recomiendo encarecidamente que procuren que ni Horst Lankau ni cualquier otro paciente de la habitación número tres entren en la habitación de Amo von der Leyen y del Gruppenführer Devers.
—¡Wilfried Kröner nos echa una mano con las tareas! ¿También lo incluye a él? —incidió la hermana Lili.
—¿Kröner? —Manfried Thieringer sacó el labio inferior y sacudió la cabeza—. No. ¿por qué? Al fin y al cabo, parece encontrarse en plena recuperación. En cambio, no me parece que el comportamiento del Standartenführer Lankau esté evolucionando satisfactoriamente. Parece inestable. Hasta que le demos el alta definitiva, deberemos procurar que se mantenga en calma y deje de importunar a los demás pacientes.