La casa del alfabeto (31 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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En el instante en que se apagaron las voces, Bryan se encaramó al tejado. Un par de segundos más y se le habría acalambrado la pierna.

La buhardilla no ofrecía nada de interés. Montones de camas viejas y desvencijadas y colchones podridos habían encontrado su última morada sobre los tablones polvorientos. Para los ratones, las virutas y los retales de telas viejas constituían un paraíso donde poder reproducirse y retozar tranquilamente. De no haber sido porque las circunstancias obligaban a Bryan a dejar un rastro que revelaba el camino que había tomado para escapar del lugar, podría haber permanecido allí varios días, hasta que el tiempo se hubiera suavizado y la fuga no estuviera tan marcada por el peligro.

Tal como estaban las cosas, tendría que seguir adelante inmediatamente; antes, no obstante, debería buscar algo que ponerse en los pies, y eso no lo encontraría allí.

La escalera que conducía al piso de abajo acababa en una puerta. Es posible que, en su día, hubiera estado cerrada con llave, pero en ese momento estaba atrancada por la suciedad y la humedad. La estancia que se hallaba en el piso inferior parecía estar vacía; no se oía ningún ruido que anunciara actividad alguna. El estruendo de los bombardeos sonaba distinto desde allí. El tejado inclinado vibraba. La cercanía caótica de la destrucción se percibía grave y entristecedora.

La buhardilla que no había podido abordar desde el tejado debía de encontrarse detrás de una de las tres puertas que tenía delante. Unos sonidos que provenían de la puerta de la derecha y la distancia hasta las otras dos le revelaron el lugar en el que debían de encontrarse el baño y los retretes. Por tanto, la puerta del medio debía de pertenecer a la estancia que se hallaba justo encima del consultorio, y la puerta de la izquierda debía de conducir a la buhardilla.

Detrás de la puerta del retrete alguien tiró de la cadena y se sonó la nariz. Bryan desapareció en el interior de la buhardilla en el momento en que la mujer abrió la puerta. Sus pasos eran cortos y cansados. Al pasar por delante de la siguiente puerta, la golpeó y gritó algo dirigido al ocupante de la habitación. De pronto, un caos de pasos y voces se apoderó del pasillo; una actividad desenfrenada para aquellas horas del día.

Bryan echó un vistazo a su alrededor. Unos montones de ropa blanca, cuidadosamente doblada, aparecieron en medio de los destellos de las detonaciones. Ni un solo zapato. Sólo ropa de cama. Incluso una blusa o unos calzoncillos hubieran servido.

Pero allí no había nada que pudiera aprovechar.

A medida que la actividad del pasillo fue calmándose, los susurros y los zumbidos de las habitaciones fueron sustituyéndola. Las sombras, imposibles de identificar a través del ojo de la cerradura, se desvanecieron. Las posibilidades de Bryan se habían reducido considerablemente. Podía volver a subir la escalera e intentar alcanzar los abetos desde el tejado. Supondría una caída importante. O podía intentar introducirse inadvertidamente en una de las habitaciones, al otro lado del pasillo. Tal vez allí encontraría ropa y un lugar menos peligroso desde el que saltar a los árboles. Ambas opciones lo hicieron estremecerse. «¡Tú sí habrías sabido qué hacer en una situación como ésta, James!», pensó.

Su abdomen se encogió.

Un infierno ensordecedor de estruendos concurrentes hizo vibrar los cristales y las voces de la gente que se encontraba en las habitaciones subieron hasta el piso superior. Se abrieron varias puertas de las habitaciones del lado opuesto del pasillo y unas muchachas se precipitaron hacia las habitaciones orientadas hacia el oeste, que ofrecían mejores vistas. Sin pensarlo más, Bryan abrió la puerta y salió al pasillo. Más abajo, unas jóvenes enfermeras se habían puesto en movimiento. Otra serie de descargas retumbó contra el edificio. Nadie pareció preocuparse por Bryan al verlo desaparecer en el interior de la siguiente buhardilla.

La estancia era pequeña y estaba a oscuras, alguien acababa de abandonar la cama. Una cortina oscura de dibujos discretos de un color negruzco tapaba la ventana por completo. En el armario que había al lado de la puerta, Bryan encontró algo de lo que había andado buscando: una blusa descolorida, unos calcetines largos de lana y unos calzoncillos anchos. Sin dudarlo ni un segundo, abrió la ventana y arrojó sus hallazgos hacia el abeto más cercano, que las descargas de lo que parecían unos fuegos artificiales iluminaban intermitentemente. Los calcetines chocaron contra las ramas y se precipitaron al vacío por el costado equivocado de la alambrada.

Antes de saltar, le vino a la mente si el ocupante de la habitación se daría cuenta de que la ventana se había quedado abierta detrás de las cortinas corridas.

En el chasquido que se produjo cuando Bryan cerró los brazos alrededor de las ramas húmedas, que lo azotaron despiadadamente, la herida que tenía en la mano volvió a abrirse. Había sido un salto horrible. De pronto se precipitó un par de metros más abajo y las agujas del abeto se le clavaron en el rostro. Bryan se quedó colgado un rato de un manojo de ramas punzantes, preparándose para emprender el descenso que tuvo lugar a tirones; el último lo dejó tendido en el suelo tras una vertiginosa caída.

A pesar de haber recibido un golpe en el cuello, elevó la cabeza del suelo y echó un vistazo a su alrededor. A tan sólo un metro de donde había aterrizado se erguía una roca escarpada. Los calzoncillos y la blusa se habían posado a su lado. Justo delante de sus ojos, la alambrada centelleaba con una luz gris. Sólo unas bandas de luz tenue evidenciaban que había vida en el edificio al otro lado de ella.

No se veía a una alma, excepto en una ventana de la segunda planta, donde le pareció vislumbrar una figura borrosa aunque también conocida.

CAPÍTULO 27

Tuvo que pasar un rato hasta que Bryan se vio con fuerzas para ponerse las prendas de vestir que había robado. Echaba en falta los calcetines; sus pies estaban tan fríos que habían empezado a arder. En cuanto pusiera los pies sobre una superficie que no fuera rocosa, echaría a correr para recuperar el calor. Aunque todavía tenía el tobillo hinchado y estaba lesionado, el dolor había desaparecido. El frío había acudido en su ayuda.

Una actividad desenfrenada recorría la zona.

Desde las aldeas del interior llegaban camiones por la carretera estrecha, en dirección oeste, que lo obligaron a correr por el borde de las zanjas.

Durante el primer tramo de la ruta siguió un arroyo traicioneramente oscuro y tan frío como un infierno invertido. Sólo aquí Bryan se sentía seguro de que los perros no podrían rastrearlo.

Aquella seguridad valía por todos los tormentos y peligros que había atravesado.

El aire vibraba con las órdenes prorrumpidas incesantemente por soldados dispersados por toda la zona. Desde el nornoroeste le llegaron los profundos bramidos de los cañones. Esa noche, el aire tenía vida propia.

Unos tejados anunciaron la proximidad de la aldea y obligaron a Bryan a retomar las laderas. En noches como aquélla, todo el mundo estaría despierto. Cada estampido significaba que un hijo, un marido o un padre no volvería jamás a casa.

En una noche como aquélla se aprendía a rezar.

Al otro lado de la aldea se hallaba un pueblo de mayor tamaño y, más allá, los viñedos que se extendían hasta la orilla del Rin. Aquel paisaje, en toda su exuberancia idílica, sólo era deslucido por el nervio vital de Renania, una ancha carretera de hormigón que dividía el valle en dos. Ése era el terreno que tendría que superar.

Por delante de las arterias de salida del pueblo se diseminaban algunos edificios. Ganado inquieto en los establos, ropa olvidada en los tendederos, palas que despuntaban de la tierra, listas para la siguiente palada en el patatal. Todo ello evidenciaba que la vida seguiría a la mañana siguiente, y a la otra también. Más adelante aparecieron nuevos edificios, chozas abandonadas, almacenes destartalados, más zanjas.

A sus espaldas resonaba el fragor de los cañones en suaves ecos que llegaban de la Selva Negra. No había estado nunca tan cerca de una batalla terrestre. Varios cañones que estaban enterrados a aquel lado del Rin intentaban replicar en vano. La zona parecía un abismo vibrante de muerte y adversidad, a pesar de que Bryan no vio caer ni una sola granada.

Y aquello tan sólo era la antesala del infierno.

La irrealidad, el ajuste de cuentas con la razón y el amor al prójimo hecho realidad estaban teniendo lugar al otro lado del río.

Y finalmente apareció la carretera.

A Bryan le resultaba casi imposible imaginar que lograría cruzarla sin ser visto. La calzada estaba mojada y reflejaba la luz de los estrechos faros de los vehículos. Los pedazos de hormigón formaban una larga banda sobre la que destacaría inevitablemente. Aunque las farolas no estaban encendidas, el riesgo de ser descubierto parecía inminente.

Una interminable sucesión de camiones transportaba tropas y material bélico hasta las zonas calientes. A escasos cien metros de Bryan, varios ordenanzas motorizados intentaban moderar el insistente flujo de vehículos, envueltos en largos abrigos de piel. Detrás, un enorme rótulo roto se retorcía sobre el carril derecho de la calzada. En sus tiempos, había anunciado la proximidad de una vía de acceso desde las montañas, un par de kilómetros más allá.

Bryan se dirigió hacia el rótulo. La razón que lo llevó a decidirse fue la tenue luz que atravesaba la calzada intermitentemente, precisamente en el punto en el que se encontraban los ordenanzas. Si los vehículos podían cruzar la autopista, él también podría hacerlo.

El viaducto estaba a oscuras la mayor parte del tiempo. Sólo de vez en cuando las luces de los furgones cargados de materiales y los coches que transportaban a civiles desde las aldeas más próximas al Rin lo iluminaban. Unas voces apagadas que llegaron desde las fauces del viaducto le hicieron sospechar y recular hacia la autopista. En algunos puntos aislados de la carretera que cruzaba la autopista aparecieron algunos lugareños poco abrigados delante de sus casas que contemplaban el espectáculo con los brazos cruzados.

Confundido por la coincidencia de explosiones fulgurantes que de pronto iluminaron el cielo, el chófer de uno de los camiones no advirtió las indicaciones de los ordenanzas que aconsejaban aminorar la velocidad. Los chirridos de los frenos cuando el conductor divisó, en el último momento, el rótulo retorcido, advirtieron a los ordenanzas del inminente peligro y saltaron inmediatamente a la cuneta profiriendo alaridos. Bryan detectó el pánico en sus voces. En el momento en que el camión hubo superado el viaducto, el conductor bloqueó los frenos y el remolque atravesó la calzada. Finalmente, el camión, llevado por la inercia de la pesada carga, derrapó en esta maniobra y fue a dar contra el rótulo que, dando un bandazo, se desprendió aún más de su soporte y acabó colgando libremente, al otro lado de la valla de protección. Y aquel enorme trasto se detuvo definitivamente. Por entonces, los camiones que lo seguían se encontraban ya tan cerca del lugar del accidente que les fue imposible dar marcha atrás. De esta manera, se formó un embotellamiento que detuvo el tráfico durante un buen rato y, por tanto, el alumbrado intermitente de la calzada.

Bryan miró hacia el sur. Dentro de pocos segundos solventarían aquella interrupción pasajera del tránsito y bloquearían la calzada. Se quedaría atrapado en aquella posición. También tenía vía libre por el norte. Aprovechando las circunstancias favorables que el destino le había deparado, Bryan cruzó velozmente la calzada a la pata coja y desapareció en medio de la oscuridad.

Al mirar hacia atrás, queriendo asegurarse de que ni los aldeanos ni los ordenanzas se habían percatado del asalto a la autopista que acababa de protagonizar, le pareció ver que otras sombras habían aprovechado el momento para cruzarla.

Hacía tiempo que la vendimia había finalizado. Habían arado la tierra entre las cepas, dejando al descubierto numerosas ramas podadas que sobresalían traicioneramente del suelo y que convertían cada paso en un ejercicio de equilibrismo. Bryan tuvo que apretar los dientes y soportar aquel suplicio, si no quería lastimarse los pies. Habría hecho lo que fuera con tal de conseguir un par de zapatos.

El frío era penetrante. Los pies habían dejado de protestar. Era como si el tobillo torcido hubiera desaparecido entre el cuadro traumático de dolor generalizado. Durante un repentino alto en el bombardeo se oyeron los chasquidos de armas ligeras desde la otra margen del río. Cuando éstos también cesaron durante unos segundos, Bryan percibió un ligero susurro entre los árboles del bosque que acababa de dejar atrás. Se incorporó rápidamente
y
escrutó las cepas desnudas y marchitas. A menos de diez hileras de donde se encontraba, volvió a ver aquellas sombras grises y desconocidas que avanzaban hacia él.

Bryan apretó el paso.

Más adelante se acababan los viñedos, irguiéndose las sombras de un seto de abrigo a lo largo de la linde más lejana, aparentemente infranqueables e infinitamente profundas. Pronto se dio cuenta de que se estaba aproximando al río que atravesaba aquel extraño paisaje. El chapoteo era cada vez más pronunciado. El suelo estaba resbaladizo y Bryan estuvo a punto de caerse. Un pájaro asustado que de pronto levantó el vuelo lo hizo detenerse. Como un eco retardado de sus pasos vacilantes, oyó un leve sonido viscoso a sus espaldas. Se volvió y tensó todos los músculos de su cuerpo.

No estaba solo.

A menos de diez pasos apareció su perseguidor con las manos sólidamente plantadas en las caderas. Bryan no pudo distinguir su rostro pero sí reconoció su contorno. Se quedó helado: era Lankau, y no estaba dispuesto a dejarlo escapar.

El hombre de la cara ancha no dijo nada, ni tampoco se abalanzó sobre Bryan, a pesar de que se encontraba a escasos pasos de él. Su actitud era respetuosa, aunque no sólo eso; era expectante. Bryan aguzó el oído. Se oyó un leve susurro proveniente de la maleza. Jamás había visto una cosa igual. El terreno que lo separaba del Rin era, a la vez, pantano y jungla; arroyos y bosque en una sola y enmarañada obra maestra botánica; un lugar perfecto en el que desaparecer en una noche perfecta. Sin duda, unas condiciones que entraban en los cálculos de su perseguidor.

Permanecieron un buen rato examinándose mutuamente; teniendo en cuenta la gravedad de la situación, más tiempo del que podía considerarse razonable. De pronto, Bryan comprendió que Lankau disponía de todo el tiempo del mundo. Bryan volvió a echar un vistazo por encima del hombro. Volvió a oír susurros entre la maleza. Y entonces fue cuando se dio cuenta de la situación, en todas sus dimensiones: alguien estaba a punto de caer sobre él desde la espesura del bosque. En lugar de refugiarse en la oscuridad de aquella maleza intransitable, Bryan optó por dirigirse hacia el sur, bordeando la linde del bosque. Su maniobra cogió desprevenido a Lankau, que tuvo que saltar por encima de unas cuantas cepas, hasta encontrarse en el lugar que Bryan acababa de abandonar.

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