La casa del alfabeto (14 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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Algunos de los guerreros curtidos en la batalla parecían embriagados por la euforia y se protegían los ojos con la mano mientras miraban fijamente hacia la bandera ondeante, cegados por su belleza y traspuestos por el gran sentimiento que henchía sus corazones y por la emoción. Bryan examinó la zona que se extendía a sus espaldas. Detrás de la alambrada habían levantado otro cerco; una defensa más bien miserable hecha de palos sin descortezar, entrelazados por alambre de púas. El sendero de cascajos por el que habían llegado en su día seguía más arriba, bordeando las rocas de la montaña. Bryan giró la cabeza unos grados y de nuevo dirigió la mirada hacia el oeste y hacia los guardias, que seguían hablando entre ellos.

Ésa era la dirección que tomaría para huir. Superaría la primera alambrada y pasaría por debajo de la segunda, seguiría el camino y bordearía el arroyo hasta adentrarse en el valle, en dirección a las vías del tren que se extendían a lo largo del Rin hasta Basilea.

Si seguía las vías del tren en dirección sur, en algún momento alcanzaría la frontera suiza. El tiempo diría cómo la cruzaría.

Movido por un sexto sentido, Bryan volvió la cabeza y se encontró con la mirada del hombre de la cara picada. El gigante bajó la mirada al instante y la mantuvo baja. Había habido un destello en aquellos ojos que daba muestra de una cordura absoluta. Bryan decidió que, a partir de entonces, vigilaría al hombre del rostro picado discretamente. Volvió a dirigir la mirada hacia la alambrada. No era demasiado alta, determinó.

Si era posible bascular el asta sobre el perno inferior, podría descansarla sobre la alambrada y utilizarla como puente. Las manchas de óxido que se extendían alrededor de la tuerca de los grandes pernos le hicieron cambiar de parecer. Si hubiera dispuesto de una llave inglesa, podría haberlo hecho. Pequeños detalles como ése eran los que resultaban decisivos; cosas y acontecimientos insignificantes como el encuentro casual con tu futuro socio, frases inesperadas pronunciadas en la infancia, la suerte que te sonríe oportunamente; todos aquellos fragmentos que emergen repentinamente de la suma que constituye el futuro y lo hace imprevisible.

Como aquella mancha imprevista de óxido alrededor de aquel perno cualquiera.

Tendría, por tanto, que trepar por encima de la alambrada y contar con que las púas que la coronaban lo arañarían hasta sangrar. Y estaba, además, el tema de los guardias. Porque una cosa era pasar al otro lado sin ser visto, y otra muy distinta, desaparecer de allí después. Bastaría una sola ráfaga de metralleta en la oscuridad. Aquí el azar volvía a jugar un papel importante. En la medida en que pudiera evitarlo, Bryan no dejaría que el azar decidiera en ese tipo de cuestiones.

Tras la ceremonia, que finalizó con un discurso pronunciado por el comandante en jefe de seguridad con un ímpetu que resultaba difícil atribuir a un personaje tan falto de vigor, todo el mundo prorrumpió en un
«heil»
que se fue propagando como una ola interminable. Posteriormente, la plaza se fue vaciando lentamente de sillas de ruedas y camas que acogían a infinidad de lisiados de sonrisas felices que despedían orgullo y amor a la patria en cantidades ingentes; sin duda, en la seguridad de haber cumplido con su deber y de estar a buen recaudo donde estaban.

Detrás del bloque, los oscuros abetos se mecían suavemente al viento. El frío y los escasos cien metros que recorrieron hasta llegar al edificio entumeció sus articulaciones. De poco sirvió que los guardias los apremiaran. «¡Cuídate! Procura no ponerte enfermo», pensó Bryan. .

Había descubierto una vía de evasión. Si enfermaba, ni él ni James tendrían tiempo de escapar antes de la próxima tanda de electrochoques. Por tanto, había que estudiar las posibilidades rápida y concienzudamente. Y tenía que hacer partícipe a James de sus planes, lo quisiera o no. Sin James no habría manera de llevar a cabo un plan sostenible.

Y sin James tampoco habría fuga.

CAPÍTULO 11

James se encontraba fatal cuando despertó por los dolores que le habían provocado los electrochoques. Así había sido cada vez, Se sentía, ante todo, extenuado. Todas las fibras de su cuerpo estaban aturdidas; los sentidos, embotados y confusos. Y estaban, además, la conmoción, la emoción, el sentimentalismo, la auto-compasión y la confusión; la expresión integral de la mente que se enturbiaba, abandonándolo a un estado mental crónico de terror y tristeza.

El miedo era un señor severo, eso hacía tiempo que lo había entendido; aunque, a medida que fueron pasando los días, aprendió a vivir con él y a dominarlo. Y puesto que la guerra se había ido acercando paulatinamente y el estruendo de las bombas sonaba a lo lejos, desde Karlsruhe, había empezado a abrigar una fe endeble en que pronto acabaría aquella pesadilla. Procurando siempre mantener los sentidos en alerta, James intentaba disfrutar de las horas de las que disponía contemplando inmóvil la vida que se desarrollaba a su alrededor o dejando que los sueños lo trasladaran lejos de allí.

A lo largo de los meses que habían transcurrido había aprendido a adoptar a la perfección el papel que el azar le había asignado. Nadie podía sospechar que estaba simulando. Fuera la hora que fuese, el que despertaba a James siempre era recibido con una mirada vacía. No les daba mucho trabajo a las enfermeras, puesto que comía, no ensuciaba la cama y, sobre todo, se lomaba todos los medicamentos que le daban sin mostrar aversión alguna. Por tanto, James se hallaba en una estado de letargo permanente, sus pensamientos se generaban lentamente y pasaba algunos ratos felices en los que todo le daba igual.

Las pastillas eran prodigiosamente efectivas.

Las primeras veces que había visitado al médico tan sólo había movido la cabeza cuando éste alzaba la voz. Jamás había efectuado un movimiento sin que se lo hubieran ordenado previamente. A veces, durante el repaso de su expediente médico, la enfermera lo había hecho en voz alta, con lo que la vida que había tomado prestada, poco a poco, se fue perfilando de acuerdo con aquellas páginas amarillentas. Si alguna vez James se había arrepentido de haber arrojado aquel cadáver por la ventana, ese remordimiento desapareció la primera vez que fue confrontado con la verdadera naturaleza de su salvador.

James y su víctima tenían prácticamente la misma edad. Gerhart Peuckert, tal era su nombre, había hecho carrera con una rapidez asombrosa y había sido nombrado
Standartenführer
de la policía de seguridad de las SS, una especie de coronel. Por tanto, ostentaba la graduación más alta de la sala, dejando a un lado a Amo von der Leyen, la identidad que había adoptado Bryan. Gozaba de un trato especial en la sección; a veces incluso había llegado a tener la sensación de que algunos lo temían o lo odiaban, pues las miradas con las que lo contemplaban eran frías.

A aquel hombre no se le había escapado ni un solo pecado, Gerhart Peuckert había eliminado brutalmente todos y cada uno de los obstáculos que se habían interpuesto en su camino y había castigado despiadadamente a los que le habían desagradado. El frente oriental le había ido a pedir de boca. Al final, algunos subordinados se habían revelado y habían intentado ahogarlo en la misma tina que él había utilizado durante las torturas a las que había sometido personalmente a partisanos soviéticos y a civiles engorrosos.

Aquel ataque lo había postrado en la cama en un estado comatoso en el lazareto. Nadie esperaba que pudiera recuperarse. El proceso contra los agresores fue corto: una cuerda de piano alrededor del cuello y la muerte por asfixia. Cuando finalmente despertó, en contra de todos los pronósticos, decidieron trasladarlo a casa, de vuelta a la patria. Fue durante ese viaje que el verdadero Gerhart Peuckert finalmente pagó por sus actos y James se convirtió en su sustituto.

Su caso era característico de la sala en su conjunto. Era un oficial de alto rango de las SS, mentalmente lisiado, y un lacayo demasiado destacado para que fuera abandonado sin más a su suerte. Normalmente, para este tipo de casos complicados, las SS solían aplicar un único método: la inyección y el ataúd. Sin embargo, mientras todavía hubiera la más mínima esperanza de que uno solo de esos vástagos leales del Führer pudiera recuperarse, todos harían lo imposible por ellos con los medios que tuvieran a su alcance. Mientras tanto, el destino de los pacientes seguiría siendo, en gran medida, un secreto para el mundo exterior. No podían permitir que un oficial de las SS volviera a su casa en aquel estado de demencia. Podría resultar desmoralizante, ensuciaría la grandeza del Tercer Reich y pondría en entredicho la confianza en las noticias que llegaban de! frente y, por añadidura, sembraría la duda entre la población, que empezaría a desconfiar de la invulnerabilidad de sus héroes. Las familias de los oficiales serían deshonradas, habían repetido una y otra vez los oficiales de seguridad a los médicos. Antes un oficial muerto que un escándalo, podrían haber añadido.

Esta circunstancia, unida al hecho de que todos los oficiales heridos de las SS constituían una élite, había convertido la zona en un objetivo estratégico para los enemigos, tanto internos como externos, de la patria y, por tanto, habían transformado el hospital en un fortín al que no podía acceder ningún indeseado y que tan sólo podían abandonar los pacientes que hubieran sido dados de alta y sus vigilantes.

El hospital estaba permanentemente a punto de estallar a causa de los continuos ingresos, aunque el flujo de dementes había cesado. Tal vez, las autoridades habían admitido tácitamente que el Tercer Reich no disponía de tiempo suficiente para sacar provecho a ese tipo de pacientes, tal como se estaba desarrollando la guerra últimamente. Tras el desmoronamiento del Frente Oriental, no podían permitirse perder el tiempo con experimentos ulteriores.

En los últimos tiempos, muchos de los pacientes habían empezado a dar muestras de mejoría y resultaría muy llamativo si alguno de ellos se retrasaba con respecto a los resultados del tratamiento. James abandonó el canturreo, esperando que tal paso lo ayudaría a evitar los tratamientos periódicos de electrochoque. Esos tratamientos violentos incidían, más que nada, sobre la capacidad de concentración, convirtiéndose, por consiguiente, en una amenaza para la tarea primordial de James: inclinaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos y revivía las películas que había visto en el pasado.

—¿Dónde está el sargento Cutter? —exclamó el sargento Higginbotham.

—Está ocupado —contestó de mala gana Víctor McLaglen desde el alféizar de la ventana.

Se volvió hacia Cary Grant, alias el sargento Cutter, que golpeaba a los soldados que intentaban forzar la escalera.

—¡Mira que comprar un mapa de un tesoro enterrado! Ja, ja. Deberías someterte a un examen mental —le espetó Douglas Fairbanks Jr. con los brazos en jarras.

Cary
Cutter
Grant los sacudió a todos hasta que los
kilts
volaron por los aires y los hombres cayeron escaleras abajo.

—Podríamos haber abandonado el ejército y haber vivido la vida a todo tren, ¿no? —dijo con una mirada feroz.

En ese mismo instante fue torpedeado con una silla. Más arriba había un escocés que miraba sorprendido los pedazos de madera que tenía en la mano. El semblante de Cutter seguía imperturbable, al límite de la amenaza.

—Oh... —dijo, a la vez que señalaba con un dedo acusador al hombre que intentaba huir del lugar—, ¡pero si es el tipo que me vendió el mapa!

Grant alzó la mano en el preciso instante en que Fairbanks Jr. se disponía a agarrar al escocés. Entonces cogió al montañés por el cuello, lo golpeó con un único golpe seco y lo sacó por la ventana.

—¡Eh! —le increpó Higginbotham desde abajo—, ¡suelta a ese hombre!

Cuando llegaba a este punto, a James le solía costar reprimir la risa. Echó un vistazo a su alrededor y reprimió la risa al ver al escocés que se precipitaba al vacío y a Cary Grant abriendo los brazos en un gesto con el que pretendía pedir perdón.

Gunga Din
era una de las películas preferidas de James; una pieza recurrente de su repertorio cinematográfico sonado.

Cuando «interpretaba» una de sus películas, acostumbraba empezar por el principio repasando cada una de las secuencias hasta el final. Una trama que podía contarse en poco más de una hora en el cine podía llegar a durarle toda una mañana o una tarde. Mientras James estuviera ocupado en la disección de una película, el mundo exterior perdía toda importancia. Cuando los pensamientos tristes o el miedo a no volver a ver jamás a sus seres queridos se hacían demasiado presentes, James se consolaba con esta forma de distracción.

A menudo, su generosa madre les había dado unas cuantas monedas a él y a sus hermanas para que pudieran arrebujarse en los asientos del cine los domingos de sesión continua. Buena parte de su infancia había transcurrido frente al parpadeo de la pantalla en la que aparecían Deanna Durbin, el Gordo y el Flaco, Nelson Hedi o Tom Mix, mientras sus padres paseaban por la avenida principal de la ciudad, intercambiando saludos y cumplidos con los demás burgueses de la zona.

Le resultaba fácil rememorar a las hermanas Elizabeth y Jill, que soltaban risitas ahogadas en la oscuridad de la sala y se decían cosas al oído mientras el héroe besaba a la heroína y el resto del público soltaba todo tipo de improperios.

Los recuerdos, las películas y los libros que había devorado a lo largo de los años de escuela impedían que se volviera loco. Sin embargo, cuantos más electrochoques recibía, y cuantas más pastillas tragaba, más frecuentes se hacían las veces en que se quedaba en blanco en mitad de una trama, sobrecogido por un repentino vacío en la memoria.

En esos momentos le resultaba imposible recordar los nombres de Douglas Fairbanks Jr. y de Víctor McLaglen en la película. Pero ya le vendrían a la memoria. Al menos, eso era lo que solía pasar.

James descansó la cabeza pesadamente en la almohada y rozó el pañuelo de Jill que había escondido debajo del colchón.

—Herr Standartenführer, ¿no cree que debería intentar salir de la cama y darse una vueltecita? Lleva toda la mañana sin moverse. ¿Le pasa algo?

James abrió los ojos y se encontró con el rostro de la enfermera. Ella le sonrió y se puso de puntillas para poder pasar el brazo por debajo de la almohada y subirla un poco. Hacía meses que James tenía ganas de dirigirse a ella, contestar alguna de sus preguntas o darle una leve señal de mejoría. En cambio, la miraba con ojos vacíos sin dejar que su rostro mudara de expresión.

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