La manera de deshacerse de los esclavos, una vez hubieran realizado su trabajo, se la confiaban gustosamente a Kröner y a Lankau.
Dieter Schmidt se ocuparía, además, de que el vagón fuera provisto de documentación de transporte falsa y expedido inmediatamente a una aldea del corazón de Alemania, donde permanecerla cerrado en un apartadero hasta que hubiera terminado la guerra.
En cuanto la mercancía hubiera sido expedida, Kröner debería dar parte de la «liberación» de Lankau. Exactamente corno en el plan original, declararía que Lankau padecía agotamiento psíquico y que, por tanto, debía ser devuelto a Alemania.
Superado un cierto escepticismo, Dieter Schmidt se entusiasmó enormemente con la idea de la demencia. Naturalmente, existía el riesgo de que fueran descubiertos o de que los hicieran desaparecer. Él mismo había dado cientos de órdenes para que liquidaran a los perturbados en el campo de concentración que había codirigido. Sin embargo, el grado de demencia sería decisivo. Habría que procurar convencer al mundo de que no era incurable. De esta forma, cabía la posibilidad de que saliera bien.
Y de todos modos, ¿qué otra alternativa tenían? Durante las últimas semanas, la guerra se había convertido en un infierno sobre la tierra. La resistencia había sido despiadadamente eficaz e interminable. Sería imposible ganar la guerra. Se trataba de sobrevivir a cualquier precio y constituiría una ventaja considerable encontrarse lo más lejos posible de los acontecimientos si se descubría el timo.
La idea de simular una demencia era ideal. ¿Quién iba a sospechar que alguien que había sufrido un
shock
durante un bombardeo, a miles de kilómetros del frente, había robado objetos de valor de un peso total de varias toneladas? Dieter Schmidt confiaba plenamente en esa idea. Debían simular demencia. ¡Todos! Él, Kröner, Lankau y el Cartero.
El plan parecía bueno y seguro. Dejando de lado el enorme premio que les aguardaba, todos ellos tenían razones de sobra para desaparecer.
La «Operación Demente» se pondría en marcha en cuanto el Cartero expidiera la palabra en clave
«Heimatschutz».
En el momento en que llegara el aviso, Kröner se encargaría de asolar un par de aldeas ucranianas sin dejar a nadie con vida y haría ver que Lankau había sido liberado de una de ellas.
Luego, Kröner debería ponerse en contacto con Dieter Schmidt con el propósito oficial de abogar en favor del trato preferencial de las tropas de apoyo del SD en la difícil y aguda situación de abastecimiento.
Durante esa reunión deberían procurar quedarse a solas durante la tarde, cuando la artillería soviética acostumbraba inundar la retaguardia con granadas. En cuanto se fueran aproximando los bombardeos, deberían ponerse a cubierto y hacer saltar el cuartel de Dieter Schmidt. Así se crearía la idea de que una «granada errante» soviética había dado en el blanco. Durante el desescombro de las ruinas encontrarían tanto a Kröner como a Schmidt bajo los escombros, víctimas de un
shock
provocado por la granada. Aquel estado debería prolongarse hasta que terminara la guerra.
El Cartero se ocuparía de prepararse por su cuenta. «Ya llegará el momento de dejarme ver», les había comunicado a través de Dieter Schmidt. Finalmente, éste había conseguido convencer a Kröner y a Lankau de que el Cartero no era un hombre que engañara a sus amigos.
La última noche había sido la tercera en una semana en la que James sólo había dormido superficialmente. Todo su cuerpo estaba empapado en sudor.
—¡Ya verás cómo salimos de aquí, Bryan! ¡Lo prometo!
James sacudió la cabeza como si quisiera librarse de las visiones y, sin querer, golpeó la cabeza contra la cabecera de la cama. La sorpresa por el dolor le hizo abrir los ojos de par en par. El hombre del rostro picado de viruelas ya estaba despierto y descansaba de costado, apoyado sobre la almohada doblada. Tenía la mirada clavada en James, que reaccionó inmediatamente entonando su canturreo atonal. James percibió su mirada insensible cuando se dio la vuelta y pestañeó contra los rayos de luz matinal que se filtraban a través de las fisuras de las contraventanas a prueba de bombas. También años atrás, en el acantilado de Dover, había vivido mañanas como aquélla.
La familia de Bryan tenía una casa en Dover que a James le encantaba visitar. Un impulso repentino podía provocar, incluso a mediados de semana, que toda la familia Young subiera al coche y recorriera las quince millas a través del bello paisaje que los separaba de la costa. Desde los días de soltero del señor Young, la casa había estado siempre lista para recibir invitados. De ello se encargaba la pareja de conserjes.
El señor Young amaba el mar, el viento y la fabulosa vista.
Hubo pocos fines de semana en que James no los acompañara.
Según la madre de James, Dover no era un pueblo en el que hubiera que quedarse. Era un pueblo que sólo se atravesaba de camino a otro lugar. Pero aparte de que le era indiferente, también representaba para ella algo desconocido y arriesgado. Era una persona inquieta y preocupada, por esa misma razón, James jamás había hablado a sus padres de los experimentos que habían realizado con bombas fétidas y de humo, ni tampoco de los magníficos inventos que él y Bryan habían hecho y que incluían una balsa hecha de barriles de arenques y un enorme tirachinas fabricado con cámaras de aire para bicicletas.
Si la señora Teasdale hubiera sabido que su hijo era capaz de lanzar un ladrillo con tal violencia y precisión como para atravesar un saco de trigo a una distancia de cincuenta metros, sin duda no se habría alegrado demasiado.
Para ellos, Dover representaba un verdadero refugio. «¡Ahí van los dos hijos del señor Young!», comentaba la gente al verlos llegar por el paseo marítimo.
Siempre les había encantado que los tomaran por hermanos y solían agradecer el equívoco agarrándose por el hombro y cantando su himno de guerra a viva voz; una canción banal que uno de los pretendientes de Elizabeth había escuchado en una película que ni él ni Bryan habían visto jamás.
Idon't know what they have to say
it malees no difference anyway
whatever it is, l'm against it
no matter what it is or who commenced it
l'm against it!
Your proposition may be good but let's have one thing understood Whatever it is, l 'm against it
(«No sé qué quieren decirme, de todos modos me da igual, sea lo que sea, estoy en contra, no importa lo que sea ni quién lo empezó, estoy en contra! ¡>Es posible que tu proposición sea buena, pero dejémoslo claro, sea lo que sea, estoy en contra.»)
solían gritar a viva voz. Repetían aquellas estrofas una y otra vez, haciendo enloquecer a los que los rodeaban. La canción tenía uno o dos versos más, pero nunca los aprendieron.
Gracias a las magníficas exposiciones históricas de su amado profesor, el señor Denham, los chicos fueron introducidos en las gestas de hombres y mujeres intrépidos. Cromwell, Thomas Beckett, la reina Victoria y María Estuardo empezaron a pulular por sus mentes. Los jinetes tronaron por el borde de la cátedra.
Las clases preferidas de los chicos. Allí se les había revelado Julio Verne, y los chicos se adentraron en las profundidades de la tierra, se sumergieron en los océanos y volaron en máquinas prodigiosas.
En cuanto uno de ellos garabateaba un par de trazos, el otro sabía inmediatamente de qué se trataba. Pasaban horas y horas añadiendo trazos a la idea del otro, sin que hubiera necesidad de mediar ni una sola palabra.
En aquellos maravillosos ratos llegaron a crear un taladro gigantesco, capaz de taladrar un pozo de mina o un túnel hasta Francia, y un automóvil que podía transportar ciudades enteras hasta un lugar donde hiciera mejor tiempo.
Puesto que a los ojos de los niños era posible llevar a cabo todos estos inventos, siempre quedaba la pregunta de por qué nadie, hasta entonces, los había realizado. Y entonces lo intentaban ellos.
Durante una de las tormentas otoñales, el señor Denham había medido que el viento soplaba con una velocidad de veintisiete yardas por segundo. Bryan y James habían contemplado estupefactos aquel pequeño anemómetro; cincuenta y cinco millas por hora, era un valor formidable.
De camino a casa se habían sentado en el bordillo de la acera, delante de la oficina del Com Exchange, dejando que los transeúntes fueran transeúntes.
En condiciones favorables y con una velocidad de cincuenta y cinco millas, era posible volar a Francia en media hora. Si tomaban un velero que se deslizara sobre el hielo, seguramente tardarían el doble de tiempo.
Antes de que hubiera terminado el día ya habían establecido el interés que en el futuro conformaría el marco de sus destinos. Coserían un globo para que la fuerza fascinante del viento pudiera ser puesta a prueba.
Querían volar.
Retal a retal, fueron robando la lona de las obras que se estaban realizando en el puerto de Dover. Del transporte a Canterbury se encargó el señor Young sin siquiera saberlo. La cavidad que había debajo del asiento trasero era muy espaciosa.
Casi un año entero tardaron los muchachos en coser el globo en la glorieta de la familia Young. Nadie debía saber nada. Tenían que ser rápidos. Después de las vacaciones, el destino les daría alcance. Abandonarían el Kings's College de Canterbury para seguir los estudios en Eton.
Entonces los fines de semana en Dover se espaciarían mucho más.
Tres días después de que empezaron las vacaciones le dieron la última mano a la obra.
Fue Jill quien, sin saberlo, resolvió el problema de trasladar el globo a Dover, donde los aguardaban el acantilado y el viento.
El 10 de julio de 1934, Jill cumpliría dieciocho años. En aquella zona se había convertido en una cuestión de moda que las chicas de las mejores familias, al igual que habían hecho las hijas de la servidumbre durante siglos, empezaran a prepararse para el matrimonio. Antes de la boda era costumbre que hubieran empezado a reunir su dote, que consistía en vajilla y cubertería.
Según Jill y sus amigas, había que tener una vitrina para guardar tales alhajas. Y Jill no disponía de una. «Vitrina en venta —rezaba un anuncio en el diario—. Posibilidad de trocarla por una bicicleta de señora de una buena marca. Razón: Riggs & Cgo.» Cuando Jill leyó la dirección en voz alta, los chicos saltaron de entusiasmo.
Irían a Dover.
Fue la señora Teasdale quien finalmente pagó el pato y tuvo que poner su bicicleta en aquel trueque.
Y la lona del globo fue el envoltorio.
Cuando llegaron a su destino, los chicos escondieron la lona debajo de un cargadero mientras el señor Teasdale y la hija se encargaban del trato.
La vitrina ya tenía dueño. Jill estaba desconsolada. Durante el viaje de vuelta. James tuvo que darle unas palmaditas de consuelo a su hermana mayor. «¿Quieres que te preste mi pañuelo?», fue su última oferta. Jill miró con incredulidad los restos que había depositados en aquel trapo y se echó a reír. «¡Creo, hermanito, que necesitas más el mío que yo el tuyo!»
James todavía era capaz de evocar sus hoyuelos.
El pañuelo que ella le había ofrecido era de color azul con una cenefa que Jill había bordado.
En los tiempos que siguieron, Bryan vio con asombro cómo su amigo se ataba todas las mañanas su talismán —el pañuelo—al cuello. Los chicos llevaban dos semanas esperando que llegara el viento.
Por fin llegó el día. El viento se había levantado, en la cresta del acantilado soplaba con tal frescura que las gaviotas apenas eran capaces de dirigir sus agresivos vuelos en picado contra ellos y los dos muchachos habían rellenado las camas con almohadas y edredones. Los chicos se cogieron por el hombro dejando volar la mirada hacia la Tierra Prometida, al otro lado del canal.
La dirección del viento era idónea.
Luego recogieron el baúl de mimbre con la leña que habían escondido entre los árboles de la ladera de tierra en otoño. Ataron aquella cesta, aquel modelo de góndola, con cinco buenos cabos por debajo de la abertura del globo. Luego depositaron los leños debajo del árbol cuya copa ornaba la lona. Cuando desapareció la oscuridad, el fuego llevaba horas crepitando bajo el globo creciente.
Antes de que se hubieran llenado las tres cuartas partes del globo, salió el sol sobre un cielo despejado que les permitió vislumbrar el contorno del continente europeo. Unos cuantos pensionistas madrugadores paseaban a lo largo de la hilera de cabinas de baño de la playa pública.
James jamás olvidaría aquellas voces.
Durante los minutos críticos que antecedieron a su viaje, James cometió varios errores. En el mismo instante en que aparecieron los primeros bañistas de la mañana, exigió que emprendieran el vuelo inmediatamente para que no los descubrieran. Bryan había protestado; la lona todavía no estaba suficientemente llena.
—Confía en mí —le había dicho James—. ¡Todo irá como estaba previsto!
Cuando finalmente el viento levantó el globo la primera pulgada del suelo, James se había sentido seguro. La lona se hinchaba de forma imponente sobre sus cabezas; oval, abarquillada y enorme. Entonces soltó el último amarre y arrojó un par de leños más por la borda.
La silueta gigantesca del globo cabeceó un instante en el borde del acantilado. Bryan había alzado la vista asustado y con el dedo había señalado una de las costuras del globo que dejaba escapar aire caliente con los golpes de viento.
—Dejémoslo para otro día. James —había dicho.
Sin embargo, su compañero había sacudido la cabeza dirigiendo la mirada hacia el cabo de Gris Nez. Entonces volvió a apoderarse de él un diablo y en menos de un segundo hubo arrojado el resto de los leños, sus víveres y sus mudas por la borda.
En el preciso instante en que la cesta se elevó de un salto elegantemente en el aire, e] globo se aplanó desplegándose como una vela, presa de las ráfagas de viento imprevisibles. Por entonces, Bryan ya había dado un salto a tierra mientras James contemplaba, atónito, el espectáculo.
Y entonces fue cuando el viento arrastró la nave por el borde del acantilado.
Más tarde, los espectadores de la ciudad contaron que el globo había sido arrojado contra las rocas por la turbulencia y que se había enganchado en un saliente con un sonido desgarrador.
—¡Gilipollas! —había gritado James dirigiéndose al rostro pálido de Bryan, que asomaba por el borde del acantilado.