Cada vez que miraba el rostro indiferente de Lankau, le venía a la mente la idea de que Kröner o Petra habían sido hechos partícipes en un plan de emergencia, según el cual Lankau debía conducir a la víctima a la boca del lobo.
Cuando Bryan preguntó por la finalidad de la granja, Lankau rió.
—¡Dios mío, no, no es mi casa! Mi familia y yo vivimos en la ciudad. Pero allí no los encontrarás, si eso es lo que pretendes.. ¡Han desaparecido! —dijo riéndose—. Es mi pequeño refugio, ¿sabes?
Un cartel colocado al borde de la carretera prohibía la entrada a cualquier persona ajena al lugar.
La casa, contrariamente a las granjas vecinas, era de una sola planta, pero se extendía por el terreno en varias alas, compuestas por unas edificaciones parecidas a bungalows.
Si ése era su pequeño refugio, Lankau debía de ser un hombre muy rico. La casa, retirada de la carretera, estaba rodeada de hileras de vides en un número que daba a entender que el cultivo de aquellas tierras era un mero pasatiempo para su dueño.
El patio tenía más bien forma de superelipse. Bryan se agachó y clavó el cañón de la pistola en el costado de Lankau con fuerza. A partir del momento en que se apagara el motor, su vida dependería de la cautela con la que se condujera. Si era una trampa, el ataque podía llegarle desde cualquier lado.
—¡Tranquilo, cobarde! —gruñó Lankau y abrió la puerta—. Aquí sólo viene gente durante la vendimia o para cazar.
Bryan golpeó a su rehén en la nuca con la culata del arma con tal fuerza que se desplomó en el pasillo, incluso antes de llegar al salón. Éste era horripilante. Al menos quinientas cornamentas adornaban las paredes, dando testimonio del inveterado instinto asesino de Lankau. Hileras de platos con grabados, pesados libros de lomos gruesos, cuchillos de monte y viejos rifles, rotundos muebles de roble tapizados de rayas y oscuros cuadros cuyos motivos eran, a grandes rasgos, idénticos y previsibles, en toda su exuberancia de naturaleza y animales muertos.
Olía a moho. Era evidente que todos los días no iba gente a aquella casa.
El cuerpo laxo a los pies de Bryan no se mantuvo quieto por mucho tiempo. Bryan volvió a golpearlo. Era importantísimo que no volviera en sí en seguida.
Bryan se quedó un buen rato callado y alerta. Aparte de algún aullido lejano de algún perro y del susurro de neumáticos en la carretera, todo estaba en silencio.
Estaban solos.
Al otro lado del patio se extendía un cobertizo alargado que ocupaba todo el largo de la plaza. También había cornamentas, pieles desolladas, cráneos y puntillas y cuchillos de todos los tamaños y formas.
Toda la pared del fondo constituía una verdadera quincalla, con estantes que rebosaban de botes de pintura, restos de papel pintado, botes de cola, cajas llenas de herrajes, clavos y tornillos. Y luego había cuerda. Haces de hilo bramante del que antaño se empleaba para atar las gavillas durante la cosecha.
Bryan ató a Lankau enérgicamente a una silla de respaldo alto. Utilizó un ovillo entero, hasta sentirse seguro de que aquello podría cortar cualquier intento inesperado del hombre de la cara ancha por liberarse.
Aunque la postura de Lankau era incómoda, cuando finalmente despertó, el hombre pareció indiferente a su infortunio. Bajó la vista hacia los brazos de la silla y constató, sin que se moviese ni un solo músculo de su rostro, que sus brazos y sus piernas estaban atados. Luego volvió la cabeza hacia Bryan y esperó. Durante aquel corto espacio de tiempo pareció viejo.
Para Bryan, la cuestión sobre la mejor manera de sobrevivir a cualquier situación difícil siempre había estado estrictamente ligada a la capacidad de comprender y analizar las reacciones de los demás lo mejor posible. En el lazareto de las SS, los simuladores habían atentado contra la vida de él y la de James porque podían desenmascarar su engaño. La reacción de aquellos hombres había sido lógica. Al igual que Bryan, sabían qué les pasaba a los simuladores que eran descubiertos.
Y a partir de esto, la lógica dejó de funcionar. Delante tenía a una persona para quien todas esas cosas ya no tenían ninguna importancia. ¿Por qué iba entonces a arriesgar su vida por una historia más que superada? ¿Qué era, pues, lo que podía alcanzarlo ahora? Bryan lo miró. La comisura de los labios de aquel grandullón casi le llegaba a la barbilla rolliza. Su mirada era fría y expectante. Bryan se volvió y se encontró con la mirada de cristal de un trofeo de caza. Dos de los simuladores se habían jugado la vida al intentar cazarlo aquella noche del invierno de 1944. No cabía duda de que habían tenido sus razones para hacerlo, sin embargo, Bryan jamás había llegado a comprender qué era lo que los había llevado a actuar como lo habían hecho. Y esa incertidumbre había estado a punto de costarle la vida.
No estaba dispuesto a cometer ese error una vez más.
—¡Cuéntamelo todo! —se limitó a decir—. ¡Si quieres seguir viviendo, tendrás que contármelo todo!
—¿Qué es todo?
El hombre corpulento respiraba con cierta dificultad.
—¿Para que puedas hacerte con nuestro dinero?
El grandullón farfulló algo ininteligible.
—¡Olvídalo! No lo tendrás, hagas lo que hagas. Como habrás podido comprobar, no se encuentra escondido en pequeñas arcas por la casa, ¿no es así?
—¿Dinero? ¿Qué dinero?
Bryan se volvió y miró a Lankau directamente a los ojos.
—¿Acaso creéis que busco dinero? ¿Acaso se ha tratado todo el tiempo de dinero?
Bryan dio un paso hacia adelante, acercándose al hombre del rostro ancho.
—¿Realmente hay tanto dinero en juego?
Bryan se detuvo y contempló tranquilamente a Lankau. Ni siquiera había pestañeado. Parecía un hombre de negocios en medio de una negociación. En tal caso, se habla introducido inadvertidamente en un terreno que Bryan dominaba a la perfección. Bryan se inclinó sobre el hombre atado de pies y manos y lo miró a los ojos.
—No me faltan recursos, Lankau. Los cuatro cuartos que tú puedas ofrecerme, sin duda, sólo podrían satisfacer las necesidades de mis animales domésticos. Si quieres volver a ver a tu familia, harás bien en esforzarte por contestar a mis preguntas ahora mismo. Cuéntame lo que ocurrió entonces, y luego me cuentas lo que ha pasado desde entonces.
Bryan tomó asiento delante de él y señaló hacia su ojo sano.
—Creo que deberías comenzar por el principio. ¡Empieza por el lazareto!
—¡El lazareto!
El desprecio no daba lugar a confusiones.
—No me apetece entrar en esos temas. De haber dependido de mí, tú ya estarías muerto; te habría matado entonces. No hay nada más que decir al respecto.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué no me dejasteis en paz? ¿Qué podía haceros? ¡Pero si yo también era un simulador!
—¡Podías hacer lo que, de hecho, hiciste! ¡Podías desaparecer! ¡Y de haberlo querido, podrías habernos traicionado!
—¡Pero no lo hice! ¿Qué habría sacado yo traicionándoos?
—¡Podías quitarnos el vagón, cerdo de mierda! —susurró Lankau entre dientes.
—¡No te he oído, vuelve a decirlo!
Bryan dio un paso atrás. Entonces Lankau intentó escupirle. El desprecio iluminaba su rostro. El resultado de aquel torpe intento tuvo como resultado que la baba le corriera mentón abajo.
En ese mismo instante, Bryan dirigió la pistola hacia el hombre corpulento y efectuó un disparo tan cerca del rostro de Lankau que la llama de la boca del cañón le chamuscó la ceja sobre el ojo sano. Lankau envió una mirada enfurecida a Bryan y volvió la cabeza en un intento de ver el agujero, apenas visible, que había dejado la bala en el respaldo tapizado, a escasos centímetros de su pómulo.
—Si no te avienes inmediatamente a contarme lo que ocurrió a partir de entonces, te mataré —prosiguió Bryan volviendo a levantar la pistola—. Sé que Kröner se encuentra en la ciudad. Sé dónde vive. He hablado con su hijastra, Mariann. Lo he visto con su nueva esposa y con su hijo, y conozco todos sus pasos. ¡Si tú no me cuentas lo que quiero saber, él sin duda lo hará!
En lugar de volver la cabeza y mirar a su guardián, Lankau dejó caer su cuerpo ligeramente hacia adelante. El reconocimiento de que su carcelero también conocía los movimientos y el paradero de Kröner parecía haberlo conmocionado, incluso más que el disparo. Entonces pareció sobreponerse a la situación y alzó la cabeza.
—'¿Por dónde quieres que empiece? —dijo Lankau impasible, alejando la mirada del póster pardusco que colgaba de la pared que daba a la cocina y al recibidor y que, durante un rato, parecía haber captado toda su atención.
«Cordillera de la Paz», rezaba el póster, en letras demasiado vistosas y de color naranja, lo que le daba un aire aún más desolador, si cabe. Miró a! hombre que tenía delante. Era todo un enigma. El arma que sostenía descansaba en el dorso de la mano. El seguro estaba puesto. Estaba sentado delante de él tranquilamente. Lankau rezó porque siguiera así.
Ahora mismo la situación parecía bastante desesperada. Lankau entrecerró los ojos. Sus brazos palpitaban.
Si el hombre que tenía delante decía la verdad, no había forma de que supiera nada respecto a la historia y al papel que había jugado Peter Stich. Y eso era bueno. Si había que darle la vuelta a la situación para tornarla en su favor, tal vez fuera de ese lado del que tendría que llegarle la ayuda. A pesar de su decrepitud, Stich sería, sin duda, un digno adversario de Arno von der Leyen.
En todos los juegos se trata de ganar tiempo, ésta es, en definitiva, la primera regla. Arno von der Leyen tendría su historia.
La siguiente regla fundamental del juego consiste en mantener alejado al adversario hasta haber detectado sus puntos débiles. Eso todavía quedaba pendiente. A menudo, la mayor debilidad de un hombre se esconde en el porqué de sus actos. La pregunta era, pues, dónde buscar. ¿Era Amo von der Leyen codicioso o rencoroso? Eso se vería con el tiempo.
Sin embargo, lo más importante en todo tipo de juegos es ocultar la fuerza y el alcance de las propias armas el máximo de tiempo posible. Ésta es la tercera y última regla fundamental y, por tanto, debería mantener el verdadero papel y la identidad de Peter Stich fuera de su relato.
Era probable que Amo von der Leyen hubiera oído hablar del Cartero durante las largas noches en el hospital. Pero era imposible que supiera que Peter Stich y el Cartero eran la misma persona, por la simple razón de que el Cartero se había dado a conocer en un momento en que Arno von der Leyen asistía a un tratamiento de choque.
Después de haber tomado buena nota de estas tres precauciones, Lankau podía contarle su historia tranquilamente. Juntó los labios y se quedó mirando a su adversario un buen rato. Cuando el silencio hubo alcanzado su cénit, su guardián se inclinó hacia él, rompiéndose así el muro que se había alzado entre ellos.
—Podrías empezar por el Rin —dijo, intentando sostener la mirada de Lankau, como si se hubiera creado una especie de familiaridad entre ellos—. Allí creí que estabas acabado, muerto y desaparecido de la faz de la tierra para siempre.
El gesto de la cabeza que le dirigió Von der Leyen era una invitación a seguir hablando.
—Cuéntame, ¿qué pasó después?
Lankau se incorporó en la silla. Examinó detenidamente a su guardián por primera vez. El aspecto fibroso de su juventud había desaparecido. El cuerpo estaba en decadencia. Sin aquellas cuerdas que lo sujetaban a la silla, podría haber acabado con él rápidamente. Lankau volvió a comprobar la fuerza de las cuerdas y apretó cautelosamente los nudillos contra los brazos de la silla.
—¿Que qué pasó luego? Veamos, ¿qué pasó?
Von der Leyen se acercó a él y volvió a asentir con la cabeza.
—Ante todo, tenía un agujero en el costado y había perdido un ojo.
El hombre que tenía delante no pareció reaccionar. Lankau volvió a apretar los nudillos contra los brazos de la silla.
—Ésta fue la maldita situación en la que me dejaste, cerdo, y no era precisamente una situación fácil para mí. No podía volver al lazareto en aquel estado, y menos aún sin traer de vuelta a Dieter Schmidt.
Lankau cerró su ojo malo. La piel del cuello de su guardián era fina. El cuello estaba atravesado por venas superficiales.
—Sin embargo, el odio que sentía hacia ti, patán, me mantuvo con vida, ¿sabes? Era un invierno extremadamente frío, ¿recuerdas? ¡Pocas veces en mi vida he visto tanta nieve! Pero la Selva Negra te acoge con misericordia. Sólo tuvieron que pasar dos días, y entonces supe que sobreviviría. Cualquier granja y casa de jornalero tiene su cobertizo o su despensa en estas tierras.
Lankau sonrió.
—Por tanto, supe salir adelante, a pesar de las patrullas de perros que enviaron en nuestra busca. Pero, verás, la situación se hizo bastante más complicada para los que se quedaron atrás, ¡sobre todo para Gerhart Peuckert!
Lankau se dio cuenta con satisfacción de que Von der Leyen se echaba ligeramente hacia atrás. Un estado de alerta que había intentado ocultar se manifestó acusatoriamente. Había empezado el juego.
La debilidad del adversario estaba a punto de salir a la luz.
Durante la hora que siguió, Lankau dejó que viviera el pasado. Se descorrieron muchos velos.
Lankau registró cada reacción y cada movimiento al que se abandonó Von der Leyen. Lankau no omitió ningún dato importante de su relato, salvo la identidad del Cartero, al que no nombró ni una sola vez. Donde lo encontró necesario, se saltó algunos acontecimientos, sustituyéndolos por otros.
Sin embargo, la verdad estuvo constantemente cerca del relato.
Cuando el camillero y enfermero Vonnegut se despertó aquella mañana de finales de noviembre, descubrió horrorizado que faltaban tres hombres en la planta. Se llevó las manos a la cabeza y se mesó los cabellos mientras corría de una habitación a otra sin tocar nada. Las ventanas abiertas en las dos habitaciones hablaban por sí solas. Los pacientes que aún quedaban en las habitaciones estaban echados en sus camas, sonrientes como de costumbre, esperando a que sacaran las palanganas y a que llegara la hora del desayuno. El Hombre del Calendario incluso se levantó y le hizo una ligera reverencia.
Menos de diez minutos más tarde se personaron los guardias de seguridad; estaban exasperados, no entendían nada y la ira brillaba en sus ojos. Incluso los médicos tuvieron que soportar que los interrogaran brutalmente, como si fueran criminales, o como si ya los hubieran encontrado culpables de lo ocurrido. Separaron a los cuatro pacientes que quedaban en la habitación de Lankau durante un par de días para luego, uno a uno, llevarlos a la sala de tratamientos de la planta inferior. Allí los interrogaron, les pegaron con bastones envueltos en cuero y los torturaron con el instrumental que tenían a mano. Cuanto más tiempo pasó sin que aquellos torturadores se convencieran de la inocencia del interrogado, más brutal fue el castigo. Sobre todo se habían empleado a fondo con Gerhart Peuckert. A pesar de que era un oficial de alto rango del SD, el interrogador no dio muestras de sentir ningún tipo de lealtad profesional. Ninguno se libró, ni Peter Stich, ni Kröner, ni el Hombre del Calendario. Incluso al general, cuya habitación estaba al otro lado del pasillo, se lo llevaron abajo. Pasadas unas cuantas horas, lo soltaron. Nunca dijo ni una sola palabra.