—¡Los sábados juego al golf, joder! El club de golf de Friburgo es mi refugio. Y siempre almuerzo en Colombi con mi contrincante, entre el noveno y el décimo hoyo, ¿no es así? —Lankau no esperaba ninguna respuesta y prosiguió—: Y cuando mi hija mayor iba a dar a luz, tampoco quise que nadie me interrumpiera. ¡Ya lo sabéis, diablos! Entonces, ¿qué es lo que os ha llevado a molestarme? ¡Hacedme el favor de ser breves! —dijo y tomó asiento.
—Relájate, Horst, tenemos unas noticias interesantísimas que contarte.
Peter Stich volvió a carraspear un par de veces y puso brevemente al hombre de la cara ancha al corriente de la situación. El color abandonó el rostro del fortachón repentinamente. Se había quedado mudo. Juntó sus manos regordetas y se inclinó hacia adelante. Seguía siendo un gigante.
—¡Pues ya ves, Horst! Si quieres mantener tu pequeño refugio en el campo de golf o, si vamos a eso, en cualquier otro lugar, vas a tener que llamar a tu socio y compañero de golf para decirle que esta tarde tendrá que darle a la pelota solito. Podrías decirle, por ejemplo, que han venido a verte unos amigos del pasado, ¿no?
El viejo tuvo que volver a carraspear en lugar de reír.
—Ahora mismo tendremos que dejar todo lo demás de lado —dijo Kröner, intentando ignorar la mirada rebelde de Lankau. Unos años atrás, el orden jerárquico establecido entre ellos había sido más claro—. ¡Hasta que no haya acabado todo, propongo que nuestras familias dejen la ciudad durante un par de días!
Lankau frunció el ceño y el ojo seco se cerró completamente; la tarjeta de visita que Amo von der Leyen le había dejado la última vez que se vieron.
—¿Crees que ese cerdo sabe dónde vivimos?
Se volvió hacia Kröner. Éste estaba convencido de que Lankau temía más por los enseres de la casa que por su familia. Sin embargo, el resultado era el mismo. Por fin había conseguido que Lankau prestara atención a sus palabras.
—Estoy seguro de que Amo von der Leyen ha venido preparado y que en este mismo momento está organizando su próxima jugada. Stich no está de acuerdo conmigo. ¡Confía en el azar!
—¡No sé qué creer! Pero lo que hagáis con vuestras familias es asunto vuestro, siempre y cuando seáis discretos. Además, no creo que logréis que Andrea se mueva de aquí, ¿verdad, Andrea?
La mujercita sacudió la cabeza y dejó las tazas de café sobre la mesa.
Kröner la observó. Era un apéndice de su marido. A sus ojos, no era una persona independiente, sino una mujer sin pulir y ruda. Contrariamente a la esposa actual de Kröner, que era la inocencia y el candor personificados, Andrea Stich lo había probado todo. Una larga vida al lado de su esposo la había vuelto inmune a toda preocupación o dolor. La esposa de un comandante de un campo de concentración no porta la inocencia pura en su corazón. Si su marido tenía un enemigo, había que eliminarlo, era así de sencillo. Jamás lo cuestionaba. Era un asunto de hombres. Mientras tanto, ella ya se ocuparía de la casa y de sí misma. Sin embargo, Kröner no podía permitirse el lujo de implicar a su familia en aquel juego; no podía ni quería hacerlo. A su lado, Lankau refunfuñó, inclinándose hacia adelante en el asiento.
—¡Y ahora debo acabar con él! Es eso lo que queréis, ¿no es así? ¡Lo haré con mucho gusto! Llevó años esperando una oportunidad como ésta. ¿Pero no podíais haber elegido un lugar más adecuado que Schlossberg para este tipo de encargos?
—Tranquilo, Lankau. Es un sitio ideal. A las tres de la tarde, los colegiales ya habrán abandonado el lugar y, sin duda, la columnata estará desierta. ¡No te preocupes, tendrás tu venganza para ti sólito!
El anciano mojó otra galleta en el café, un privilegio de los sábados que su médico reprobaría. Kröner sabía de qué hablaba por su hijo. Los diabéticos tienen cierta tendencia a la desobediencia.
—Mientras tanto, te ocuparás de que ambas familias se vayan de fin de semana, ¿verdad, Wilfried? Propongo que volvamos a encontrarnos a las cinco de la tarde en Dattler, cuando todo haya terminado. Así podremos deshacemos del cadáver juntos. ¡Ya se me ocurrirá una solución para este problemilla! Pero antes tenemos que hacer un par de cosas más. Ante todo, tengo una pequeña misión que confiarte, estimado Wilfried.
Kröner lo miró, distraído. Había estado ausente un instante, mientras rumiaba sobre lo que le diría a su esposa; ella le haría preguntas. Peter Stich posó su mano sobre la suya.
—Pero antes de hacer nada, Wilfried, tendrás que ponerte en contacto con Erich Blumenfeld.
La alegría y el dolor, la tensión y el alivio, el miedo y la melancolía lo invadían sin cesar en oleadas imprevisibles y contradictorias. Ora se quedaba sin aliento y cerraba los ojos, ora se quedaba con la boca abierta y los pulmones dilatados.
Las lágrimas emborronaron el contorno de las cosas.
James no lo había conseguido. No le vino como una sorpresa, sino más bien como una acusación.
El sentimiento de traición ya no era sólo latente.
—¿Has visto la tumba? —le preguntó Welles, al otro lado de la línea. Bryan se imaginaba su rostro incrédulo.
—¡No, todavía no!
—¿Sabes con certeza que ha muerto?
—¡Eso me dijo la enfermera, sí!
—¡Pero todavía no has visto su tumba! ¿Quieres que siga el resto del fin de semana, tal como acordamos?
—¡Haz lo que quieras, Keith! Creo que hemos llegado al final.
—¡Lo crees! —Keith subrayó así las dudas que Bryan aún albergaba—. ¿No estás seguro?
—¿Seguro? -—Bryan suspiró y se llevó la mano a la nuca—. Sí, creo que lo estoy. Ya te informaré al respecto, cuando esté preparado para hacerlo.
Una de las camareras le dirigió una mirada indignada a Bryan. El teléfono público constituía su mayor obstáculo en el camino de la cocina al comedor de la cafetería. Todos hacían un gesto con la cabeza, señalando el texto que había grabado sobre el teléfono. Bryan no sabía lo que decía, pero suponía que hacía referencia a una de las cabinas que había visto en la planta baja de los grandes almacenes. Bryan se encogía de hombros cada vez que los camareros sacudían la cabeza y se abrían paso por su lado con una bandeja repleta de servicio. Ésta era su tercera llamada, o mejor dicho, el tercer intento de llamada.
Después de varias llamadas tuvo que admitir que no había manera de encontrar a Laureen en casa. Todo parecía indicar que se había ido a Cardiff con Bridget.
La próxima llamada fue a Munich. No lo habían echado en falta en la Villa Olímpica. El intercambio de palabras fue breve. Sólo hablaron de la victoria de Inglaterra en el pentatlón femenino; por lo visto, aquel triunfo eclipsaba todos lo demás. Mary Peters había superado los mágicos 4 800 con un solo punto; una proeza. El récord mundial brillaba en el firmamento olímpico. A pesar de las pausas que se dieron a lo largo de la conversación, ninguno de los interlocutores se sintió obligado a comentar los acontecimientos trágicos de los últimos días. Incluso antes de que las víctimas hubieran recibido sepultura, la profanación de los Juegos ya había tenido lugar a base de artículos, comentarios y gritos. Ésas eran las condiciones del deporte. Concentración absoluta.
Cuando finalmente se encontró delante de la entrada principal, situada en la plaza de Münster, el corazón le latía con una fuerza y una velocidad peligrosas. El establecimiento estaba casi lleno. Bryan no vio nada ni a nadie, excepto a Petra. Estaba sentada cerca de la puerta que daba a la plaza con el abrigo puesto, bebiendo de una enorme jarra de cerveza. La espuma en la parte superior de la jarra parecía haberse solidificado. Debía de llevar un buen rato esperándolo. Entonces no importaba que hubiera llegado antes de la hora convenida; faltaban diez minutos para las dos.
Antes de que dieran las dos, Petra lo despojó de la última esperanza que Bryan había albergado hasta entonces. La certeza hizo temblar sus labios. Petra bajó la mirada y sacudió la cabeza levemente, luego lo contempló un instante y posó la mano en su antebrazo.
El taxista tuvo que consultarle tres veces, hasta que por fin entendió adonde quería ir Bryan. Ya había empezado a arrepentirse de no haberse quedado al lado de Petra para repasar juntos los sucesos de antaño. Pero no se había sentido capaz de hacerlo.
Tenía que salir de allí, desaparecer.
Petra le había confirmado que Gerhart Peuckert había muerto. La conmoción había sido inmediata. James estaba enterrado en una fosa común, en una arboleda conmemorativa; un
shock
lo había cogido desprevenido. Hubo muchos muertos en la ofensiva del 15 de enero de 1945. Y muchos otros habían acabado en aquella fosa, sin ser identificados previamente, un hecho en el que hasta entonces Bryan no había reparado. James había sido enterrado sin nombre, sin lápida y sin distintivo alguno. Eso era lo más terrible.
Las conversaciones mantenidas con el capitán Wilkens, que había dirigido los bombarderos de los aliados sobre el lazareto, se volvieron demasiado nítidas; dolorosamente nítidas.
Cuando Bryan finalmente se halló en la avenida mirando el Volkswagen destartalado que el día anterior había aparcado cerca del Kuranstait St. Úrsula, su interior se agitó violentamente.
Todos reaccionamos de formas muy diversas ante la poción que supone poner a prueba la paciencia en una situación tensa. Bryan recordó con todo lujo de detalles cómo James, ante ese tipo de situaciones, solía quedarse adormilado, buscando inmediatamente algún lugar donde tumbarse. Así había sido siempre cuando se relajaban antes de iniciar una de sus incursiones en avión, y así había sido en los días de exámenes, en Eton y Cambridge. Más de una vez, un examinador adusto y ceñudo había tenido que sacudir a un James dormido antes de poder examinarlo.
Esa capacidad era una bendición digna de envidia.
Sin embargo, nunca había sido así para Bryan. Las esperas lo ponían nervioso. La espera dolorosa comportaba tener que levantarse y sentarse repetidamente. Tenía que mover los pies, saltar a la calle, releer el temario una última vez, soñar con la libertad. Hacer algo.
Aquella sensación volvió a apoderarse de él, por primera vez durante años. La fiebre de la espera lo estaba venciendo. Faltaba una hora hasta que pudiera subir a Schlossberg y visitar la tumba de su mejor amigo. Mientras tanto, tendría que dejarse llevar por la inquietud y los actos desestructurados. Estaba en tensión y estaba impaciente.
Volvió a echarle un vistazo al adefesio de Volkswagen que había comprado. Destacaba entre los demás coches que estaban aparcados en la calle. Aunque resultaba difícil imaginárselo, el coche estaba más sucio que antes. El polvo no había dejado de cubrir ni un solo centímetro cuadrado de su superficie. Ahora era gris y no negro.
Su intención había sido conducir el Volkswagen hasta el pequeño bar cerca del puente de la estación y aparcarlo, para que su anterior propietario pudiera recuperarlo, tal como habían acordado.
Bryan echó un vistazo hacia el Kuranstait St. Úrsula, al otro lado de la calle, y juntó las manos sobre el techo del coche. No se dio cuenta de la suciedad que se había pegado a las mangas de su abrigo. Los edificios del sanatorio sobresalían entre las demás construcciones de la avenida.
Al igual que las demás casas que albergan pacientes psiquiátricos, también el Kuranstait St. Úrsula guardaba algún que otro secreto. Bryan había depositado todas sus esperanzas en que James fuera uno de ellos. Pero no iba a ser así, eso ya había tenido que aceptarlo. En cambio, el hombre de la cara picada de viruela, el asesino Kröner, formaba parte de aquella casa, una parte oculta. Podía tratarse de cualquier cosa.
El Volkswagen tembló levemente cuando Bryan descargó un puñetazo sobre su techo. Había tomado una decisión rápida.
La fiebre de la espera había surtido efecto.
Pasaron varios minutos hasta que la directora, Frau Rehmann, apareció en la sección administrativa del sanatorio. Antes, un enfermero reacio había intentado deshacerse de él. Sin embargo, el ramo de flores con el que Bryan se había enfrentado a él lo había desarmado, abriéndole el camino al antedespacho de Frau Rehmann. Bryan miró el ramo, que ya había empezado a marchitarse por el calor, y se felicitó por su resolución. En realidad, estaba destinado a la tumba de James.
El antedespacho estaba totalmente despejado. No se veía ni un solo papel. Bryan asintió con un gesto aprobatorio de la cabeza. El único objeto decorativo que había en la sala era un marco, desde cuya foto una joven miraba por encima de la cabeza de un niño moreno que, a su vez, guiñaba el ojo. Bryan concluyó, por tanto, que la secretaria de Frau Rehmann era un hombre y se preparó para lo peor.
Y acertó, pero sólo en parte.
Frau Rehmann era tan inexpugnable en persona como por teléfono. Desde un principio, su intención fue echar a Bryan a la calle. Pero cuando se disponía amablemente a conducirlo hasta la salida, el gesto repentino de Bryan con el que depositó el ramo de flores en su mano extendida la pacificó el rato suficiente para darle tiempo a sentarse en el borde de la mesa del secretario y premiarla con una sonrisa amplia pero autoritaria.
Era cuestión de negociar, y Bryan era un experto en negociaciones, incluso en aquella extraña situación en la que se encontraba, sin saber cuál era su objetivo ni, por descontado, su motivación.
—¡Frau Rehmann! ¡Discúlpeme! Debo de haber malinterpretado al señor MacReedy. Me he encontrado con una nota en mi hotel que decía que usted no podía recibirme por la mañana. Y yo he dado por supuesto que podía acercarme por la tarde. ¿Quiere que me vaya?
—Sí, gracias, señor Scott. Se lo agradecería mucho.
—¡Pues qué pena, ahora que ya estoy aquí! A la comisión no le gustará oírlo.
—¿La comisión? ¿Qué comisión?
—¡Sí, claro! Naturalmente, tenemos constancia de que dirigen esta clínica de acuerdo con los mejores principios de gestión. Y, sin embargo, estoy convencido de que me dará la razón, Frau Rehmann, probablemente no exista ni un solo enclave administrativo al que no le iría bien una ayudita de los fondos disponibles.
—¿Los fondos disponibles? No sé de qué me está hablando, señor Scott. ¿A qué comisión se refiere?
—¿He dicho comisión? Bueno, tal vez es decir demasiado, puesto que todavía no se ha instituido, pero digamos entonces junta. Supongo que esta definición se ajusta más a la realidad.
Frau Rehmann asintió.
—¡Vaya! ¡Una junta!