La casa del alfabeto (50 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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De esta manera transcurrió un tiempo libre de preocupaciones, hasta que el Cartero se enteró de que, inmediatamente antes de la destrucción del lazareto de las SS, habían salido de allí varios transportes, cuyo destino era el Lazareto de Ensen bei Porz, cerca de Colonia. Este lazareto había tenido como misión examinar y descubrir en qué medida aquellas neurosis y psicosis provocadas podían tener un origen orgánico. La mayoría de los pacientes fueron encontrados no aptos como objetos de investigación y dados de alta inmediatamente tras un examen superficial, siendo luego destinados al servicio de campaña. Pero, por lo que pudo averiguar el Cartero, algunos de los antiguos inquilinos de la Casa del Alfabeto seguían allí.

Una vez allí, descubrieron que Gerhart Peuckert no se encontraba entre los pacientes que fueron trasladados y que ya había muerto.

Lankau se recostó en el asiento y miró a Amo von der Leyen. Su historia había tenido un final repentino. No había revelado la verdadera identidad del Cartero. Estaba satisfecho de sí mismo, dejando de lado que todavía seguía atado a la silla.

Amo von der Leyen sacudió la cabeza. Su tez había adquirido un tono gris.

—¿Dices que Gerhart Peuckert murió?

—Sí, eso es lo que he dicho.

—¿En qué hospital?

—En el lazareto de Ortoschwanden, ¡joder!

—¿Es el que también llamas la Casa del Alfabeto? ¿Ése fue el lugar en el que estuvimos ingresados? ¿Murió durante el bombardeo?

—¡Sí, sí, sí! —se mofó Lankau—. ¿Y qué más da?

—¡Quiero oírtelo decir una vez, más! ¡Tengo que estar seguro!

Von der Leyen entrecerró los ojos. Era evidente que intentaba atrapar cualquier convulsión en el rostro de Lankau que pudiera revelar algo. Éste lo miró sin siquiera pestañear.

De pronto, el rostro de Von der Leyen se tornó frío.

—¡Ha sido un relato muy interesante, Lankau! —dijo con voz apagada—. Sin duda, habéis tenido razones más que suficientes para proteger vuestra conspiración. ¡Debe de tratarse de mucho dinero!

—¡Y que lo digas! —replicó Lankau, apartando la vista—. Pero si crees que nos puedes presionar, te equivocas. ¡No lo conseguirás, hagas lo que hagas!

—¿Acaso me has oído poner condiciones? Lo único que te he exigido es saber qué le pasó a Gerhart Peuckert.

—¡Eso ya te lo he contado! Murió entonces.

—¿Sabes qué creo, Lankau?

—¿Acaso piensas que puede interesarme lo que tú creas?

Lankau cerró los ojos e intentó concentrarse en el sonido que acababa de registrar: un crujido insignificante que se repitió en cuanto volvió a echarse hacia adelante. El golpe que Von der Leven le propinó en el pecho lo arrancó de inmediato de aquellos tanteos. El tono gris se había esfumado de su rostro. Volvió a empujarlo con la culata de la pistola. Lankau la miró y contuvo la respiración.

—Te pegaré un tiro ahora mismo, si no me cuentas cómo están las cosas realmente, y qué tiene que ver Petra Wagner en todo esto.

Von der Leyen volvió a golpearle con la pistola. La respiración de Lankau era entrecortada.

—¡De acuerdo! ¡De todos modos, no creas que tengo tanto miedo a esa amenaza!

De pronto, el hombre corpulento sacudió el cuerpo hacia adelante, como si quisiera propinarle un cabezazo a su guardián.

—Pero ¿qué te imaginabas? ¿Que podrías sacarnos el dinero que hemos ido amasando a lo largo de los años? ¿No deberías haber previsto que no iba a ser tan fácil?

—Hasta hace diez minutos no sabía de qué iba todo. ¡Y desconocía por completo que hubiera dinero de por medio! ¡De hecho, aún no lo sé! Estoy aquí porque quiero saber qué fue de Gerhart Peuckert.

Lankau volvió a oír el crujido.

—¡Anda ya, cállate de una maldita vez, gusano de mierda! —le espetó, mientras intentaba tomar nota de los movimientos de la silla—. ¿No pretenderás que te crea? Me parece que has olvidado que pasamos varios meses juntos en el mismo lazareto. ¿Acaso crees que he olvidado cómo te movías en la cama mientras prestabas oídos a lo que hablábamos? ¿Acaso crees que he olvidado cómo intentaste escapar con todo lo que sabías?

—En cualquier caso, olvidas que no entiendo el alemán. Jamás entendí nada de lo que decíais. Lo único que quería era salir de allí y perderos de vista.

—¡Ya puedes irte a otro lado con ese cuento!

Lankau no creía ni una sola palabra de lo que le decía aquel tipo.

El hombre que tenía delante había jugado su juego durante décadas. Era astuto, peligroso y voraz. Las dudas que había albergado Stich acerca de la verdadera identidad de Von der Leyen le llegaron como el eco de un lejano pasado. Poderoso es el enemigo capaz de sembrar la duda en su adversario; superior es quien es capaz de hacerse invisible. Lankau jamás había dudado ni un solo momento. Para él, Von der Leyen era visible, ahora como entonces.

Bajó la comisura de los labios en una mueca y, por primera vez, echó un vistazo por su cuerpo. Había perdido la sensibilidad en las piernas embutidas en calcetines de deporte. Intentó tensarlas sin que por ello se intensificara el riego sanguíneo. Ya no le dolía nada. De un tirón que volvió a descubrir el crujido, abrió la boca y profirió una retahila de sonidos inarticulados. Por un momento, la figura que estaba sentada delante de él pareció sorprenderse.

—Y tampoco has entendido lo que acabo de decir, ¿verdad, Herr Von der Leyen?

Se rió brevemente de esta burla y se quedó callado un buen rato. Cuando el color de su rostro hubo vuelto a la normalidad, cerró los ojos y volvió a hablar en inglés, en una voz tan baja que su guardián apenas fue capaz de oír lo que decía,

—En cuanto a Petra, no pienso contarte una mierda. De hecho, no pienso contarte nada más. ¡Estoy harto de ti! ¡Pégame un tiro o déjame en paz!

Cuando sus miradas se encontraron, Lankau supo que, de momento, Von der Leyen le perdonaría la vida.

CAPÍTULO 43

El Restaurant Dattler, en Schlossberg, no era el restaurante preferido de Kröner. Aunque el menú era elegante y la comida, lo que su esposa acostumbraba llamar exquisita, las raciones solían ser escasas y los camareros corteses de una manera que podía llegar a resultar despectiva. Kröner prefería que sus comidas fueran sencillas, abundantes y caseras. Su anterior esposa, Gisela, no sabía cocinar. A lo largo de los casi veinte años que habían compartido, habían desgastado a un sinnúmero de cocineras sin que por ello hubieran obtenido resultados dignos de mencionar. En cambio, su actual esposa era un sueño en la cocina. Kröner apreciaba ese don y la recompensaba por él. Por ese don y por mucho más.

Stich estaba sentado frente a él y volvía a mirar su reloj, por quinta vez en un par de minutos. Había sido un día agitado. Kröner todavía notaba el abrazo que su hijo le había dado al despedirse de él y de su madre. Por aquella sensación y por todos los futuros abrazos, Arno von der Leyen debía desaparecer de la faz de la tierra.

Stich se pasó la mano por la barba blanca y volvió a echar un vistazo por la ventana panorámica que dejaba postrada toda la ciudad a sus pies.

—¡Me pasa lo mismo que a ti, Wilfried!

Miró fijamente a Kröner y empezó a dar unos golpes secos en la mesa con sus nudillos finos y marchitos.

—Preferiría que todo hubiera terminado ya. ¡Ahora todo depende de Lankau! Esperemos que todo haya ido según lo planeado. Hasta ahora hemos tenido suerte. ¡Menos mal que encontraste a Gerhart Peuckert a tiempo! Ya sospechaba yo que sería necesario. ¿Estás seguro de que Von der Leyen no te vio?

—¡Totalmente!

—¿Y Frau Rehmann? ¡No fue capaz de decir nada concreto sobre el propósito de su visita!

—Nada más, fuera de lo que ya te he contado.

—¿Y ella se creyó el cuento? ¿Que era psiquiatra?¿Que era miembro de no sé qué comisión?

—¡Sí, así es! No le dio motivos para desconfiar.

Tras unos instantes de reflexión, Stich volvió a sacar sus gafas y examinó la carta una vez más. Eran las cinco y cuarto. Hacía un cuarto de hora que tenía que haber aparecido Lankau. Entonces volvió a quitarse las gafas.

—Lankau no vendrá —constató.

Kröner se frotó la frente e intentó sondear la fría mirada de Stich. De pronto notó un escalofrío en el pecho. El abrazo del niño y su mirada cándida y abierta volvieron a llevar sus pensamientos por otros derroteros,

—¿No creerás que le ha pasado algo? —dijo y volvió a frotarse la frente.

—¡Creo lo que haga falta creer! Arno von der Leyen no ha aparecido repentinamente en el sanatorio por casualidad. ¡Y no es normal que Lankau se retrase de esta manera!

La piel le pareció rugosa cuando se frotó la frente por tercera vez.

—-¿A lo mejor se está deshaciendo del cadáver por su cuenta?

Kröner dirigió la mirada hacia el teleférico.

—¡Siempre es tan malditamente terco!

Aunque, con el paso de los años, Kröner se había suavizado y la gente que lo rodeaba se había vuelto más benévola con él, la ingenuidad no era uno de sus pecados capitales. La manera en que se habían ido sucediendo los acontecimientos aquel día y, sobre todo, la tardanza de Lankau eran razones suficientes para inquietarse. Durante años, la fraternidad de los simuladores se había preparado para que pudiera surgir alguien que amenazara su posición. Por esa misma razón, en algunos momentos de su vida, Horst Lankau había jugado con la idea de realizar su empresa y emigrar. A Argentina, Paraguay, Brasil, Mozambique, Indonesia; eran tentadoras las historias de países más calurosos y ambientes cerrados y seguros. Sin embargo, su familia se había opuesto: desconocían sus motivaciones.

En cuanto a Stich y a Kröner, siempre habían antepuesto la comodidad a todo lo demás. Ahora las cosas habían cambiado; Kröner ya no estaba dispuesto a correr ningún riesgo en aras de la comodidad. En los últimos años, en los que había fundado una familia nueva y había aprendido a hacerles sitio a los sentimientos, habían ido cobrando peso otras y más trascendentales consideraciones. Se había hecho mayor, un trasplante no era deseable, aunque posible. En cambio, su mujer era joven y podría adaptarse a cualquier rincón del mundo. Un mundo nuevo de acuerdos mutuos y los sueños menudos y cercanos de un niño lo habían clavado al lugar sin provocar ningún tipo de aversión.

Kröner también echó un vistazo a su reloj.

—¡Petra! —dijo.

—¡Petra, claro!

El viejo asintió con la cabeza.

—No cabe otra posibilidad.

Carraspeó una vez más, se secó la comisura de los labios y prosiguió:

—¿Quién sabe? A lo mejor ha estado esperando todos estos años a que surgiera la ocasión adecuada. ¡Y, por lo visto, le ha llegado ahora!

—¡Debe de habérselo contado todo!

—¡Es posible, sí!

—¡Eso quiere decir que Lankau ya no está vivo!

—¡Probablemente, no!

El jefe de sala se apresuró a acercarse a la mesa en cuanto Peter Stich lo llamó.

—¡Nos vamos! —dijo.

Las huellas en el suelo de la columnata evidenciaban que había tenido lugar una pelea. En cuanto Stich y Kröner se hubieron asegurado de que no habían pasado por alto ningún rastro de sangre u otra señal que pudiera dar una pista del desenlace de la contienda, se dirigieron rápidamente hacia el piso de Peter Stich en Luisenstrasse, donde, unas horas antes, habían dejado a Gerhart Peuckert al cuidado maternal de Andrea.

Aparte de Petra, Andrea era la única persona capaz de arrancarle una sonrisa a Gerhart. Sólo ocurría muy de vez en cuando y solía ser una sonrisa torpe, pero ocurría. Y Andrea pagaba por la confianza que él le brindaba. Cada vez que habían instalado a Gerhart Peuckert en el piso de Stich, Andrea se había desvivido por él. Kröner alzó la vista hacia los edificios que aparecieron al doblar la esquina. Jamás había comprendido por qué Andrea se mostraba tan generosa; normalmente no era así.

A lo largo de todos los años, durante los que el marido de Andrea y sus amigos habían pagado por la estancia de Gerhart Peuckert en el sanatorio, Kröner siempre supo que ella había considerado a Gerhart un ser indigno. La sociedad debía desembarazarse de los parias, ésa había sido siempre su opinión. Lo había visto puesto en práctica en los campos de concentración y le había gustado. El exterminio decidido significaba menos gastos y menos trabajo. Tan sólo el extraño afecto que su esposo y los amigos de éste mostraban para con el demente la hacía mostrarse falsamente solícita.

Andrea era buena fingiendo.

En general, había muchas razones por las que Kröner se oponía a que su esposa la tratara.

Andrea percibió su nerviosismo antes de que hubieran entrado al corredor. Kröner la vio desaparecer como una sombra por el estrecho pasillo. Antes de devolverles el saludo, había agarrado a Gerhart Peuckert por el brazo y se lo había llevado al comedor. Allí solía dejarlo a menudo a oscuras.

Esta vez, Andrea encendió una de las lámparas de la pared.

—¿Qué ha pasado? —dijo, a la vez que señalaba una botella de vino de Oporto que había en el aparador.

Stich sacudió la cabeza.

—¡Nada que podamos remediar, me temo!

—¿Dónde está Lankau?

—No lo sabemos. ¡Ése es el problema!

Andrea Stich se secó las manos en una toalla y, sin decir nada, fue a por el listín de teléfonos de su marido que estaba sobre la carpeta, en su estudio. Peter Stich lo cogió sin darle las gracias.

Ni la llamada a la casa de Lankau ni a su segunda residencia surtieron efecto. Kröner se mordió la cavidad bucal. Frunció el ceño e intentó rememorar su casa y sus alrededores al despedirse de su esposa y de su hijo. No había notado nada fuera de lo normal. De pronto un escalofrío le recorrió el cuerpo y sus hombros empezaron a temblar. Había que reprimir los malos presentimientos. Ahora se trataba de Lankau. Era como si se lo hubiera tragado la tierra.

—Veamos —dijo Stich colocándose detrás de Kröner, desde donde disfrutaba de una amplia vista de los aparcamientos y de la calle en la que todavía se respiraba vida a la luz tardía y pálida del atardecer.

—En el caso de que Von der Leyen haya acabado con Lankau, cabe suponer que muy pronto pasará algo. Por lo visto, Gerhat Peuckert es importante para Amo von der Leyen. Pero ¿por qué lo es? ¿Puedes decírmelo tú, Wilfried? ¿Por qué ese diablo no escatima ningún medio para ponerse en contacto con nuestro amigo mudo?

—¡Creo que es todo lo contrario! Estoy convencido de que nosotros somos su objetivo. ¡Peuckert no es más que una herramienta para dar con nosotros!

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