En condiciones normales, Petra habría interrumpido la ronda de los sábados durante un par de horas para visitar a Gerhart Peuckert. Aquellas tardes de sábado eran suyas y sólo suyas; por así decirlo, se amaban con la mirada todos los sábados, durante algunos segundos. Petra vivía para aquellos segundos.
A las tres, Petra hizo una visita a Herr Frank, un viejo mayorista con úlceras de decúbito. Según el plan, él solía ser la última visita antes de la pausa.
Sin embargo, en lugar de coger el tranvía hasta el sanatorio, aquel sábado cruzó Kártoffelmarkt en dirección contraria. Al llegar delante de un grupo de saltimbanquis que había atraído a algunos espectadores que se habían sentado pacientemente en el suelo para disfrutar de su mímica sincronizada, Petra aceleró la marcha. Cuando estaba a punto de sobrepasar al grupo, chocó con uno de los actores que así perdió el ritmo de la coreografía.
—¿Qué prisas son ésas? —exclamó el mimo del tricot turquesa.
A pesar de ello, Petra logró zafarse de su perseguidora.
Wasserstrasse y Weberstrasse son paralelas. Justo donde desembocan las dos calles hay una parada de taxis y Petra se apresuró a meterse en el primero de la fila.
—Sólo será cuestión de un minuto —le dijo el taxista que ocupaba el taxi de detrás—. Fritz estará de vuelta en seguida, ha ido a hacer un pis.
De pronto, apareció por Wasserstrasse la mujer desgarbada que había seguido a Petra, corriendo a toda prisa. Su rostro estaba encogido de dolor. Petra se recostó en el asiento en un intento de ocultar el rostro. Era evidente que la mujer no sabía qué hacer. De pronto se decidió, dio unos pasos por la acera y echó un vistazo por Weberstrasse. Luego se volvió. Su peinado había dejado de hacer juego con su aspecto elegante. Se apoyó contra la fachada de un edificio y, en un solo movimiento, se inclinó hacia adelante agarrándose las rodillas.
Petra reconoció la sensación y las ganas de encontrar alivio, pero sabía que no le serviría de nada.
No cabía duda de que la mujer la seguía pero, por otro lado, parecía una aficionada. Echó un vistazo a su alrededor, antes de depositar la enorme bolsa de plástico que llevaba en el suelo, y suspiró con tanta fuerza que casi se oyó en el interior del taxi.
—Ahora viene —le gritó el taxista de antes, dándole unos golpecitos al cristal con los nudillos.
En aquel instante, la mujer descubrió a Petra. Su mirada se paseó de los ojos de Petra al taxi en el que estaba sentada, luego al taxi aparcado detrás y de vuelta a los ojos de Petra. Era evidente que sabía que Petra la había descubierto.
—Bueno, señorita, veo que ha sabido acomodarse por su cuenta. ¿A dónde quiere que la lleve?
El hombre rollizo apoyó el brazo en el respaldo del asiento contiguo y se volvió hacia la mujer que estaba sentada en el asiento trasero. Petra apenas se había dado cuenta de su llegada. Entonces abrió su maletín y agarró el estrecho mango metálico que siempre guardaba en la funda central de la tapa. Acababa de cambiar la hoja del escalpelo y sabía que era un arma mortal. Con ella en la mano se dispuso a desentrañar el misterio que aquel día había traído consigo.
La mujer pareció triste cuando Petra se bajó del coche y cruzó la calle.
—¡También los taxistas tenemos derecho a mear! —se oyó desde el taxi que Petra acababa de abandonar—. ¡También nosotros necesitamos una pausa de vez en cuando! ¿Acaso usted sabe lo que significa estar aquí sentado durante todo el santo día?
Entonces alzó la voz aún más, arrancó el taxi y salió disparado de la parada sacando la cabeza por la ventanilla.
—¡Sólo dos minutos! Podría haber esperado, ¿no le parece?
El rostro de la mujer era de sorpresa al ver la hoja del escalpelo escondido en la manga del abrigo de Petra. La mujer parecía hipnotizada por el brillo del metal y no hizo ningún ademán de salir corriendo.
Entonces Petra dejó caer el brazo.
Era la segunda vez en un día que se había enfrentado a un perseguidor, y era la segunda vez que se habían dirigido a ella en inglés. Amo von der Leyen y aquella mujer tenían algo en común, además del idioma, de eso estaba convencida.
—¿Qué le he hecho yo? —le dijo la mujer.
—¿Cuánto tiempo lleva siguiéndome?
—Desde esta mañana. ¡Desde que se encontró con mi marido en el parque!
—¿Su marido? ¿Cómo?
—¡Se ha encontrado con él dos veces hoy, no puede negarlo! ¡La primera vez, en el parque de la ciudad y la segunda, en el bar del hotel Rappens!
—¿Está casada con Amo von der Leyen?
Petra miró a la mujer alta. Sus palabras le habían sorprendido.
Parecía que la mujer intentaba serenarse.
—¿Amo von der Leyen? ¿Es así como se hace llamar?
—Ése es el nombre que conozco, desde hace casi treinta años. ¡No conozco otro nombre!
Por un segundo, la mujer larguirucha pareció desconcertada.
—Es un nombre alemán, ¿no es así?
—Sí, por supuesto —le respondió Petra. —De acuerdo. No sé si me parece obvio a mí, puesto que es mi marido y es inglés y, desde luego, no se llama Arno, sino Bryan Underwood Scott. Siempre ha sido ése su nombre. Lo dice su fe de bautismo y es el nombre que utilizó su madre hasta su muerte. ¿Por qué insiste en llamarlo Amo von der Leyen? ¿Me toma el pelo? ¿O simplemente tiene pensado pincharme con ese instrumento que tiene en la mano?
La diatriba febril que le había soltado la mujer le resultó fascinante. Petra sólo había entendido la mitad de la parrafada que le había servido en apenas unos segundos. Ni siquiera un pastel de crema caro podría haber ocultado la "indignación encendida de la mujer. Parecía más que sincera.
—¡Dése la vuelta! —dijo Petra—. ¿Qué ve?
—Nada —repuso Laureen—. Una calle desierta. ¿Es a eso a lo que se refiere?
—¿Ve aquella C en la fachada de aquel edificio? Es la cafetería del hotel Gamis. Si me promete que me seguirá ahora mismo y sin rechistar, no utilizaré este trasto.
Petra blandió el escalpelo y luego volvió a metérselo en la manga.
—¡Creo que lo mejor será que hablemos!
Sin siquiera inmutarse, el camarero le sirvió té en una taza de café. Laureen dejó que humeara una eternidad antes de probarlo a regañadientes. Ninguna de las mujeres decía nada. La mujer menuda parecía estar a punto de reventar. Miró varias veces el reloj y cada vez pareció que iba a decir algo, aunque, finalmente, no se decidió a hacerlo.
De pronto alzó la taza y bebió un sorbo.
—¡Tiene que entender que para mí todo esto es un rompecabezas! —dijo finalmente.
Laureen asintió.
—Y tengo la sensación de que hay más de uno que hoy puede llegar a lastimarse seriamente, si no le ponemos remedio. ¡Tal vez ya sea demasiado tarde, y entonces no habrá nada que podamos hacer nosotras! Por tanto, debemos intentar recomponer el rompecabezas cuanto antes mejor. ¿Me sigue?
—Sí, eso creo al menos —dijo Laureen, intentando parecer solícita y complaciente—. Pero ¿quién corre peligro? Supongo que no será mi marido, ¿verdad?
—Pues es posible, sí. Pero tendrá que disculparme, ahora mismo no me parece importante. No me fío ni de usted ni de él, ¿lo entiende?
—¿Ah, no? ¿Pues sabe qué le digo? Yo no sé nada de usted. ¡No la había visto en mi vida! ¡Usted puede ser cualquiera! Dice que hace treinta años que conoce a mi marido, pero por otro nombre. ¡Y tengo la extraña sensación de que tiene información que tal vez pueda haber afectado a nuestro matrimonio durante años! Siendo así, ¿realmente cree que yo puedo fiarme de usted?
Laureen disolvió otro terrón de azúcar en el líquido turbio que el camarero había llamado té y le dispensó una amplia y agridulce sonrisa a Petra:
—Por otro lado, ¿tengo elección?
—¡No, podría decirse que no!
La carcajada que soltó la mujer no se correspondía con su envergadura. Fue profunda, sonora y convincente, pero se interrumpió rápidamente.
—¿Sabe qué? Me llamo Petra. Puede llamarme así: Petra Wagner. Conocí a su marido durante la segunda guerra mundial, aquí, en Friburgo. Estuvo ingresado en un gran lazareto en el que yo trabajé de enfermera, al norte de la ciudad. Desde entonces, no había vuelto a verlo, hasta que de pronto apareció esta mañana. Usted ha sido testigo de nuestro primer encuentro en los últimos treinta años. Su marido me dijo que había sido fortuito. ¿Lo fue?
—No tengo la menor idea. Hace días que no hablo con mi marido. Ni siquiera sabe que estoy aquí. Simplemente no sé nada, y nunca he oído nada acerca de una estancia en Alemania durante la guerra. En cambio, sé que estuvo ingresado un tiempo cuando volvió a casa. Por entonces, había estado fuera casi un año.
—¡Eso quiere decir que estuvo ingresado en Friburgo aquel año!
Esa parte del pasado de Bryan y que ahora le era revelado a Laureen no era como ella lo había esperado. Parecía increíble. Sin embargo, estaba convencida de que la mujer que estaba sentada con ella en aquel café no mentía. «El miedo y la verdad están unidos, de la misma manera en que lo están la mentira y la presunción», solía decir su padre. Detrás de la apariencia sosegada de Petra Wagner se vislumbraba el miedo.
Teman que encontrar la manera de confiar la una en la otra lo antes posible.
—¡Bien! La creo, aunque todo esto me suene a chino.
Laureen volvió a darle un sorbo a aquel brebaje amargo antes de continuar:
—Mi nombre es Laureen Underwood Scott. Y puede llamarme Laureen, si le parece bien. Mi marido y yo nos casamos en 1947. Celebraremos nuestras bodas de plata dentro de un par de meses. Vivimos en Canterbury, ciudad en la que nació mi marido. Se licenció en medicina y actualmente trabaja en la industria farmacéutica. Tenemos una hija y somos lo que suele decirse extraordinariamente privilegiados. Hasta hace quince días, mi esposo no había vuelto a visitar Alemania desde que nos casamos. Y hasta hace un par de días, yo jamás había oído hablar de esta ciudad, "algo por lo que le pido disculpas.
Las dos mujeres se miraron a los ojos cuando Laureen dijo en un tono implorante:
—¿Sería tan amable, Petra Wagner, de decirme dónde está mi marido?
En cuanto a Petra, aquella mujer larguirucha podría haberle hablado en hebreo, pues no la escuchó. En su lugar, concentró todos sus sentidos en adivinar sus puntos débiles. Las palabras suelen recubrir lo esencial con un velo nebuloso. En ese contexto resultaba primordial determinar si podía fiarse o no de aquella extraña mujer.
Ante todo, debía pensar en Gerhart. Si no hacía nada, estaba convencida de que tampoco pondría en juego la integridad de Gerhart. Él estaría protegido, como lo había estado hasta entonces.
Naturalmente, esperaba que Stich, Kröner y Lankau hubieran llegado finalmente a un acuerdo amistoso con Amo von der Leyen en la cima de la colina. Sin embargo, seguía sintiéndose incómoda, impotente e insegura. ¿Y si las cosas no iban como había previsto y aquella mujer, pasara lo que pasase en Schlossberg, tenía malas intenciones?, se preguntó. ¿Cuál sería entonces su posición? ¿Cuál sería entonces la situación de Gerhart?
La mujer que tenía delante no era una profesional, era imposible que lo fuera. Probablemente no mentía al decir que Amo von der Leyen era su marido.
—-¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo con una voz extrañamente jadeante.
Laureen pareció sorprenderse, aunque asintió con un gesto de la cabeza.
—¡Entonces respóndame rápidamente! Puede considerarlo una especie de examen. ¿Cómo se llama su hija?
—Ann Lesley Underwood Scott.
—¿A-n-n-e? —deletreó Petra.
—No ¡sin la «e»!
—¿Su fecha de nacimiento?
—El 16 de junio de 1948.
—¿Qué día de la semana?
—Un lunes.
—¿Cómo es que se acuerda?
—Simplemente, me acuerdo.
—¿Qué pasó ese día?
—Mi marido lloró.
—¿Y qué más?
—Comí
mujfins
con mermelada.
—¡Qué cosa tan extraña de recordar!
Laureen sacudió la cabeza y preguntó:
—¿Tiene usted hijos?
—No.
Dejando de lado las preguntas escabrosas a las que Petra, de vez en cuando, se había visto expuesta cuando visitaba el Palmeras Café sola, después de haber hecho la compra en Eram, ésa era la pregunta que más odiaba.
—¡Si los tuviera, sabría que no es extraño! ¿Está satisfecha ya?
—¡No! Respóndame a una pregunta más. ¿Qué quiere su marido de Gerhart Peuckert?
—Sinceramente, ¡no lo sé! ¡Usted debería saberlo mejor que yo!
Laureen apretó los labios, de manera que las arrugas alrededor de la comisura trazaron grietas en su rostro.
—¡Pues no lo sé!
—¡Escúcheme bien, Petra Wagner!
El camarero pasó por delante de la mesa, sosteniendo la bandeja por encima de la cabeza. La mirada que le dirigió a Laureen cuando ésta agarró la mano de la otra mujer expresaba si no desaprobación, sí cierto pesar.
—¡Cuénteme lo que sabe! ¡Puede confiar en mí!
Laureen se sentía confundida y escéptica. Le costaba asimilar el pasado. Aquel pasado que su marido había vivido era el de un extraño. No tenía ni idea de nada, absolutamente de nada. Petra Wagner era una buena guía.
Poco a poco, el lazareto y la vida allí, y las habitaciones que había ocupado Bryan, fueron cobrando vida. «¡Terrible!», fue intercalando de vez en cuando. «¿Es eso cierto?», susurró con igual frecuencia sin esperar respuesta alguna.
El relato de los meses pasados en el lazareto de la montaña desterraba un yugo de horror; un mundo clínico de tratamientos equivocados sistemáticamente, soledad y terror mudo, infligido por tres hombres que manipulaban y dirigían la vida de sus compañeros de habitación.
Y de pronto, un día, desaparecieron Arno von der Leyen y dos hombres más.
—¿Y usted dice que mi marido y ese tal Gerhart Peuckert no tenían absolutamente nada que ver el uno con el otro en el hospital?
—Nada. Más bien todo lo contrario. —Petra parecía abatida—. Gerhart siempre se volvía hacia otro lado cuando Arno von der Leyen estaba cerca.
—-¿Y qué fue de ese tal Gerhart Peuckert?
En el mismo instante en que cayó la pregunta, Petra retiró la mano. Se sintió mal. Entonces se volvió y liberó su pañuelo del respaldo de la silla. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de atárselo se quedó helada; de forma casi imperceptible, el color había abandonado su rostro. Aceptó el pañuelo de Laureen sin dudarlo ni un instante cuando empezaron a correr las lágrimas por sus mejillas.