La casa del alfabeto (54 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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Aquella tarde, para Petra, los minutos se convirtieron en horas y las horas en fracciones de segundos. Aquellos escasos minutos se abrieron a sus pies como un abismo de soledad y de inseguridad, sentimientos a los que tenía que dar rienda suelta para que pudieran llegar a buen puerto. Al final, Petra hizo acopio de fuerzas y sonrió. Mientras se sonaba la nariz, rió tímida y visiblemente aliviada.

—Puedo confiar en usted, ¿verdad?

—Sí puede —dijo Laureen volviendo a coger su mano—. Si dejamos de lado, claro, que no tengo ni la más remota idea del día de la semana en que nació mi hija.

Laureen se rió y prosiguió:

—¡Cuénteme su historia, venga! Estoy convencida de que nos sentará bien a las dos!

Petra estaba enamorada de Gerhart Peuckert. Había oído decir cosas terribles de él, pero, aun así, lo amaba. Después de que él y un par de pacientes más fueron trasladados a Ensen bei Porz, cerca de Colonia, el estado de Gerhart apenas había mejorado. Petra había tenido que usar todas sus dotes de persuasión y recurrir al soborno para poder seguirlo.

Cuando se proclamó la capitulación, Gerhart seguía estando débil, muy débil. Era capaz de pasarse días echado en la cama, casi inconsciente, ajeno a lo que lo rodeaba. A pesar de que los tratamientos que le aplicaron durante los últimos días de la guerra fueron buenos, el gran número de tratamientos de
shock
y el trato brutal de los oficiales de seguridad y de sus compañeros de habitación de Friburgo casi le habían drenado la vida. Además, había reaccionado como si se encontrara en una especie de
shock
alérgico crónico que nadie tuvo tiempo de destapar y que nadie tuvo la pericia suficiente para tomar en serio. Y lo que es aún peor: este paciente dejó de ser atractivo para los médicos al finalizar la guerra. Su condición cambió de un día para otro. A sus ojos, había pasado a pertenecer al tipo de pasado que era mejor abandonar al olvido. Había otros pacientes que no tenían que soportar la maldición de la cruz gamada. Y éstos recibían un trato preferencial. Tan sólo Petra se preocupó seriamente del estado de salud de Gerhart Peuckert. Sin embargo, ella no disponía de los conocimientos necesarios, ni de la capacidad, ni la pericia que se requerían para saber cómo tratar un caso como el suyo. Le administraron las pastillas de siempre permitiendo, por lo demás, que se pasara el día durmiendo.

Así estaban las cosas cuando aparecieron dos de los hombres de la Casa del Alfabeto.

Llegados a este punto del relato, Laureen se dio cuenta de cuan justificados eran los temores de Petra. Esos dos hombres habían venido para quitarle la vida a su gran amor. Uno de ellos, un hombre de físico poderoso de nombre Lankau, era uno de los que habían huido del hospital junto con su marido.

Los dos hombres llegaron de la calle vestidos con batas. Nadie se fijó en ellos, pasaron totalmente desapercibidos, pues los presuntos observadores de las fuerzas de ocupación entraban y salían libremente de los hospitales. No tuvieron que mostrar ningún tipo de documento de identidad y, aun así, el personal del hospital hizo exactamente lo que ellos les exigieron. Eran tiempos extraños, durante los cuales las autoridades cambiaban de rostro con la misma rapidez de un chasquido de látigo y al compás de la intensificación de detenciones y redadas. Las pequeñas sociedades, sin excepción, se vieron afectadas por ese caos.

Todo se tambaleaba y ningún alemán se oponía a ello.

Cuando Petra hubo repartido la segunda tanda de medicamentos entre los pacientes y bajó a la habitación de Gerhart, él ya no estaba allí. La cama había desaparecido. Uno de los enfermeros le indicó una habitación en la que guardaban la ropa blanca y allí encontró a Kröner y a Lankau inclinados sobre el lecho de Gerhart. En el mismo instante en que los vio, Petra retrocedió hasta el umbral de la puerta, convirtiendo así el pasillo lleno de vida en su defensa. Estaba horrorizada. Gerhart temblaba y su respiración era entrecortada.

Si hubiera llegado un par de minutos después, habría sido demasiado tarde.

Aquellos dos hombres dejaron en paz a Gerhart porque ella estaba allí. Los reconoció y ellos la reconocieron llenos de odio. Dejaron tranquilo a Gerhart y desaparecieron por el pasillo central de la sección. Durante los días que siguieron a su primera visita, fueron apareciendo regularmente, uno por uno, sonrientes y conciliadores. Mientras acudieran por separado, Petra no podría hacerles nada. Siempre quedaría el otro para vengarse. Y Gerhart era un objetivo indefenso.

Ambos corrían peligro.

Así transcurrieron cinco días en los que Petra constantemente buscó la compañía de terceros y, sin embargo, no permitió que Gerhart se quedara a solas más de un par de minutos seguidos. Petra constató que, por cada día que pasaba, Gerhart se iba debilitando. Desde la llegada de los hombres parecía asustado y paralizado y se negaba casi por completo a ingerir alimentos y líquido.

El sexto día apareció el tercer hombre de Friburgo.

Habían estado esperándola fuera. La amiga que la acompañaba cogida del brazo se había separado de ella y había empezado inopinadamente a flirtear con el hombre del rostro picado, que se llamaba Kröner; solía hacerlo con cualquier hombre que fuera bien vestido.

La situación era absolutamente grotesca.

Fue el tercer hombre de Friburgo quien tomó la palabra; un hombrecito amable de nombre Peter Stich del que Petra siempre había pensado que era incurable, hasta que los médicos le dieron el alta y lo destinaron al servicio activo. Mientras tanto, Lankau permanecía a su lado, en posición de piernas abiertas y actitud acechante. Era una situación peligrosa por cuyo desenlace ambas mujeres podrían llegar a pagar. Petra estaba dispuesta a llegar a un acuerdo.

—¡Gerhart Peuckert! —dijo Peter Stich con media sonrisa en los labios—. ¿No deberíamos llevarlo a un sitio más seguro? ¡Teniendo en cuenta los tiempos que corren, quiero decir! ¡Al fin y al cabo es un criminal de guerra! ¡Y a ésos, la gente no les dispensa demasiada simpatía, digo yo!

Entonces el hombrecito le dio una palmada en el codo y le hizo una señal a Lankau que, acto seguido, se alejó.

—¿A lo mejor quiere hablar conmigo de ello? —prosiguió Peter Stich—. ¿Cuándo y dónde le parecería bien?

A Petra no le supuso demasiado esfuerzo mostrarse complaciente. La seriedad de la situación no le era ajena. Enfermo o no, Gerhart Peuckert corría un serio riesgo de tener que pagar por su pasado. Ya por entonces se daban muestras de ello a diario. La batida contra las figuras más destacadas del régimen nazi había empezado. Numerosos ciudadanos de las clases más aventajadas de Colonia habían sido internados y la gente de los cuerpos especiales de la Gestapo y de las SS se había convertido en presa fácil para cualquiera. No se podía esperar misericordia ni ayuda, ni por parte de amigos ni de enemigos.

Era un día veleidoso. Mientras que muchos de sus colegas no habían parado de hacer bromas durante todo el día y, divertidos, se habían negado a realizar siquiera las tareas menos exigentes, unos hombres uniformados habían sacado a un ciudadano más de su escondite en el sótano del hospital y se lo habían llevado. A Petra le dolía el estómago.

Aquel día acordaron que un poco más tarde se encontraría con los pacientes de Friburgo en la sala de espera casi provisional de la estación de ferrocarril. Los alrededores estaban prácticamente desiertos. Ni uno solo de los autobuses que normalmente salían de allí había llegado. En la misma sala de espera, esparcida por el suelo, había gente durmiendo o descansando. Había equipaje por todos lados: cartones ligados con papel, mantas que envolvían todo tipo de pertenencias y artículos de primera necesidad, maletas, bolsas y sacos. El lugar había sido elegido con gran acierto. Petra había exigido que todos los simuladores estuvieran presentes, aunque sólo hablaría con uno de ellos. Y, además, había decidido que la reunión se celebraría en un lugar atestado de gente.

No podría haber elegido un lugar con más gente que aquél.

Una familia se había instalado en el centro de la sala. El grupo estaba integrado por al menos seis niños pequeños y dos adolescentes. La madre estaba arrugada, preocupada y cansada. El padre dormía. Petra se colocó en medio del grupo y esperó, mientras un par de niños no dejaban de tirar de sus faldas mirándola con semblante burlón.

Peter Stich la vio en seguida. A un par de pasos lo seguían Kröner y Lankau. Se detuvieron.

—¿Dónde están los otros, los dos que faltan? —preguntó Petra echando un vistazo por encima del hombro.

Uno de los niños se sentó en el suelo entre ellos y alzó sus enormes ojos por debajo de la falda de Petra para luego dirigirlos hacia Peter Stich. Estaba relajadísimo.

—¿Quiénes? —preguntó.

—Los que desaparecieron la noche en que también escapó Lankau. Arno von der Leyen y el otro, ¡no recuerdo su nombre!

—¡Dieter Schmidt! Se llamaba Dieter Schmidt. ¡Están muertos! Murieron la noche en que huyeron. ¿Por qué?

—Porque no me fío de vosotros y, por tanto, necesito saber cuántos sois.

—Sólo somos tres, ¡y luego usted y Gerhart Peuckert! ¡Confíe en mi!

Petra volvió a echar un vistazo a su alrededor.

—¡Aquí tiene! —dijo y le entregó un sobre abierto.

Stich sacó la hoja de papel que había dentro y la leyó en silencio.

—¿Por qué ha escrito esto? —preguntó mientras le pasaba el documento a Kröner.

—Es una copia. He depositado el original junto con mi testamento. Será la garantía de que no nos ocurrirá nada malo, ni a mí ni a Gerhart.

—¡Se equivoca! Si nos delata, Gerhart caerá con nosotros. Supongo que lo sabe...

Petra asintió.

—Según usted, ¿este documento la ayudará a mantenernos en jaque?

Petra volvió a asentir.

—Lo siento mucho —dijo Stich después de haber parlamentado un momento con los demás—, pero no podemos permitir que este documento tenga que preocuparnos eternamente. Los seguros de vida entre socios deben ser mutuos. Tenemos que pedirle que destruya el original. No podemos aceptar que esté en manos de un abogado.

—¿Entonces qué?

—Podemos ofrecerle un contrato, que podrá depositar en el despacho de su abogado. El contrato comprenderá ciertas concesiones a su favor. Podemos formularlo de manera que su muerte sea provechosa para nosotros, lo que, sin duda, nos pondrá en la picota, en caso de que su muerte levantase sospechas.

—¡No! ¡Ni hablar!

Petra percibió la ira de Lankau al verlo sacudir la cabeza.

—¡Depositaré el documento en otro lugar!

—¿Dónde?

Stich ladeó la cabeza.

—¡Eso es asunto mío!

—¡No podemos aceptarlo! ¡De ninguna de las maneras!

Tan pronto como se oyeron las palabras de Stich, Petra se volvió resuelta y se dirigió hacia la salida. No se detuvo hasta que Stich la hubo llamado por tercera vez.

Stich se acercó a ella.

Pasaron toda la noche hablando, envueltos por la muchedumbre y las miradas curiosas. Peter Stich aceptó su propuesta y parecía estar muy abierto a todo comentario, a la vez que no hizo ni el menor esfuerzo por ocultar que tanto Petra como Gerhard Peuckert lo pagarían caro si ella, alguna vez, llegaba a abusar de su generosidad.

Peter Stich había logrado calmarla. Como ya era sabido, aquellos hombres, al igual que Gerhart Peuckert, eran antiguos oficiales de las SS y habían ocupado puestos en lo más alto de la jerarquía nazi. Si los descubrían y se veían envueltos en juicios, corrían el riesgo de ser condenados a cadena perpetua o incluso de ser ejecutados. Lo único que podía protegerlos era que su verdadera identidad no fuera revelada. Por tanto, deberían mantenerse unidos, y ella también, si quería que Gerhart Peuckert siguiera con vida. Tendría que garantizarles su silencio y el de Gerhart.

Si así lo hacía, a cambio, tenían una oferta que hacerle. Le ofrecerían una nueva identidad a Gerhart Peuckert, precisamente la que, en un primer momento, había estado destinada a Dieter Schmidt.

En caso de aceptar la propuesta, su nueva identidad sería la de Erich Blumenfeld. A primera vista, sus rasgos marcados podían pasar por los de un judío, siempre y cuando le afeitaran el pelo rubio al uno. Si se atenían a esa historia, todo iría bien. Con los tiempos que corrían, resultaría fácil convencer a la gente de que algunos judíos podían estar necesitados de cuidados psiquiátricos. Los simuladores le ofrecían una nueva vida y se comprometían a hacerse-cargo de los cuidados que requiriese en un futuro.

No veían ningún inconveniente en que Petra siguiera a Gerhart y se estableciera cerca de él.

—¿Y así fue cómo aterrizaron en Friburgo? —Laureen meneó la cabeza—. ¡Pero si aquí ninguno de ustedes podría sentirse seguro jamás! ¡Precisamente en esta ciudad, de entre todas las que hay en este mundo!

—¡Así fue! Los demás ya lo habían decidido. Y tengo familia en la zona. ¡Al fin y al cabo, yo no tenía por qué ocultarme!

Petra juntó las manos y alejó la taza con los nudillos.

—Y todo salió bien, ¿no? Hasta que aparecieron usted y su marido. ¡Durante veintisiete años, todo fue a las mil maravillas! Y para los simuladores, la ciudad tenía muchas ventajas. En primer lugar, está cerca de Suiza, y en segundo lugar, todos aquellos que podrían haberlos reconocido habían muerto durante el bombardeo del lazareto o habían sido trasladados con anterioridad. Además, ninguno de los simuladores se crió en la ciudad
y
nada los vinculaba a ella. Visto lo visto, fue una buena elección.

Dicho y hecho. Todos adquirieron una nueva identidad, tal como había propuesto Stich. Él se convirtió en Hermann Mü-11er, Wilfried Kröner en Hans Schmidt, Horst Lankau en Alex Faber y a Gerhart Peuckert lo ingresaron en un sanatorio privado bajo el nombre del judío Erich Blumenfeld. Por una módica suma, un anciano médico de Stuttgart que, aunque había sido absuelto en Nuremberg, no las tenía todas consigo, eliminó los tatuajes de los cuatro hombres. Les costó dos mil marcos borrar todas las pruebas físicas de su pasado.

—¡Creo que Bryan todavía tiene ese tatuaje! —reconoció Laureen.

Hacía ya muchos años que no se fijaba en aquella mancha que siempre había pensado era el resultado de la vanidad estúpida de un joven soldado.

El traslado de Gerhart Peuckert no les causó ningún problema. Desde Colonia lo llevaron a Reutlingen y, desde allí, fue trasladado a Karisruhe. Cuando finalmente fueron a buscarlo para llevárselo a Friburgo, hacía tiempo que su nueva identidad era una realidad.

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