Entonces ella suspiró profundamente y se dispuso a realizar las tareas del día, ahora que, de todos modos, la habían despertado.
Algunos de los pacientes se estaban recuperando. El vecino de Bryan ya no yacía rígido en la cama con aquella mirada apática e inmutable, sino que parecía estar tranquilo y relajado. Recibía constantes golpecitos amables de los enfermeros, a los que de vez en cuando hablaba de forma entrecortada. Otros ya habían abandonado la cama definitivamente y pasaban la mayor parte del día sentados a la mesa que había en el otro extremo de la sala, hojeando las revistas de los camilleros, llenas de amor, romanticismo e idilio alpino. De vez en cuando, dos de los camilleros de mayor edad causaban revuelo a su alrededor cuando se ponían a jugar a las cartas.
A medida que fueron abundando las horas de sol, fue creciendo el número de pacientes que se acercaban a las ventanas para contemplar a los hombres de las demás secciones que jugaban y se reían en el patio. Eran soldados heridos de las SS con lesiones normales que jugaban a la pelota o saltaban al potro. Pronto les darían el alta.
Bryan podía seguir todo lo que pasaba en el patio si se sentaba con las piernas cruzadas en la cabecera de la cama y estiraba el cuello. Era capaz de permanecer en esa postura durante horas y horas, contemplando el cielo que se abría sobre las torres de vigilancia que flanqueaban la puerta de entrada y el paisaje quebrado y cubierto de bosque que se extendía detrás de ellas.
Era también cuando adoptaba aquella postura que podía alcanzar los extremos de las patas de la cama, sacar los tapones de madera y echar las pastillas en los tubos de hierro que conformaban la cabecera. Desde que habían cesado los electrochoques, había intentado evitar tragarse las pastillas cuando se las metían en la boca. De vez en cuando se tragaba alguna y otras veces ya estaban prácticamente disueltas cuando por fin tenía ocasión de escupirlas en la mano. Sin embargo, el efecto final fue el esperado. Cada vez se sentía más despejado. Las ansias de huir se iban imponiendo poco a poco.
Entre toda aquella congregación de locos desconcertados y despistados, tan sólo uno lo había visto echar las pastillas en el tubo de la pata de la cama. Era el que había permanecido con los ojos abiertos bajo la ducha el primer día. Al principio, aquel hombre se había infligido tantos castigos corporales que había pasado un buen tiempo con la camisa de fuerza puesta, tumbado en la cama y totalmente aletargado por la medicina. Ahora, tres meses más tarde, solía permanecer totalmente quieto, echado en la cama con la mano debajo de la mejilla y las piernas encogidas, mirando a los demás. Bryan había atrapado su mirada en el mismo segundo en que había dejado caer las pastillas, acción que fue correspondida con una sonrisa exagerada. Más tarde, Bryan abandonó su lecho y recorrió la hilera de camas hasta llegar a la de aquel hombre. Sus facciones estaban relajadas y los ojos no dieron muestras de reconocimiento cuando Bryan se inclinó sobre él.
Mientras la primavera intentaba infructuosamente derretir la nieve negruzca del patio y conferirles vida a las sombras, Bryan inspeccionaba palmo a palmo el paisaje que se abría ante sus ojos.
Su bloque se hallaba en el extremo del complejo, casi pegado a las rocas, y tenía ventanas que daban al oeste. El sol de la tarde se ponía directamente entre las torres de vigilancia, arrojando sus rayos rojos y mates sobre los edificios que había enfrente. A la izquierda, en dirección sur, estaba la cocina, que podía vigilar con mayor facilidad si se trasladaba a la ventana del pasillo que daba a la sala de baños. Hacia el suroeste habían construido unos barracones más pequeños que alojaban a los guardias y a los equipos de seguridad. Desde la ventana de Bryan se apreciaba el frontis del anexo del personal médico auxiliar. A menudo veía cómo algunos se detenían en la entrada y constataba los esforzados intentos de los médicos más jóvenes por llevarse a las enfermeras a la cama. Aparentemente no lo conseguían nunca, lo que hacía que estas escenas resultaran cómicas y sus protagonistas ridículos, aunque no por ello le parecieran a Bryan más humanos.
Hacia el norte, el edificio que habían construido a continuación y paralelamente al suyo ocultaba la sala de gimnasia y toda la zona que se extendía detrás de ésta. También algunas de las secciones que había más abajo quedaban casi ocultas detrás de la aguda esquina amarilla.
A lo largo de las veinticuatro horas del día se veían guardias y patrullas de perros en movimiento a lo largo de la alambrada que rodeaba el complejo. Tan sólo se les permitía el acceso al lazareto a unos cuantos civiles y siempre acompañados por personal de seguridad o soldados rasos de las SS.
Durante las primeras y largas semanas, el miedo a ser confrontado con los familiares del soldado cuya identidad había tomado a la fuerza lo había obsesionado. Pero aunque la sección estaba repleta de hombres para quienes una cara conocida habría contribuido a una mejora significativamente más rápida, nunca venía nadie. Estaban aislados y no querían que se conociera ni su existencia ni, por supuesto, su estado. De hecho, a Bryan le resultaba inexplicable que los mantuvieran con vida.
Bryan nunca vio a James mirar por las ventanas. Desde principios de abril apenas había salido de la cama, aparentemente debido al efecto que ejercían los medicamentos que le suministraban.
Entraron tres camiones por la puerta principal, que se volvió a cerrar inmediatamente. «¡Quién estuviera metido en uno de ésos y pudiera conducir sin parar hasta llegar a casa!», soñó Bryan. El ruido de los motores pronto se extinguió por detrás de las colinas y los vehículos desaparecieron en el valle. El vecino del hombretón de la cara picada se colocó al lado de la cama de Bryan y se puso a mirar a los guardias sin decir nada. Mientras tanto, sus piernas no dejaron de temblar y sus labios se movieron sin parar. Aquel hombre de rostro ancho había tenido esa conversación muda consigo mismo desde el primer día y, en más de una ocasión, Bryan había visto tanto al picado de viruela y a su otro vecino acercar la oreja a su boca con rostros llenos de expectación y paciencia. Luego solían sacudir la cabeza y reírse como si fueran dos niños deficientes mentales. .
Bryan no pudo evitar reír al pensar en ello y fijó la mirada en los labios que trabajaban incesantemente. El hombre se dio la vuelta y lo miró con una expresión de locura que hacía que su rostro resultara aún más cómico. Bryan tuvo que llevarse la mano a la boca para ahogar la risa. El hombre detuvo los movimientos de la boca por un segundo y sonrió a Bryan; era la sonrisa más ancha que Bryan jamás había visto.
Desde el pasillo se oía música de vals. El barbero volvió a presentarse aquella mañana, a pesar de que ya había estado allí el día anterior y había dejado sus mejillas más lisas que nunca. Como de costumbre, uno de los camilleros, un veterano de la primera guerra mundial, golpeó su garfio de hierro contra la pata de la cama que tenía más cerca, señal habitual de que había que ir a la ducha. Bryan se sentía confuso y preocupado porque se había roto la rutina de siempre.
Y no era el único que se sentía así entre todos aquellos pacientes.
Al serles entregados unos batines limpios y blancos como la nieve, la mayor parte del personal que estaban de guardia sonrieron a la vez que los apremiaban a que se dieran prisa en concluir la rutina. Todo lustre, el oficial de seguridad que había matado de un tiro al simulador en la sala de gimnasia esperaba en la puerta giratoria en posición de piernas abiertas a que formaran delante de sus camas, mientras los observaba con una actitud entre autoritaria y amable. Entonces pasaron lista. Algunos nunca reaccionaban; hacía ya tiempo que Bryan se había separado de aquel grupo.
—Amo von der Leyen —dijo el oficial de seguridad.
Bryan se estremeció. ¿Por qué tenía que ser él el primero? Titubeó pero finalmente cedió cuando un enfermero lo agarró por el brazo.
El oficial de seguridad juntó los tacones y alzó el brazo en un
*heil»
mientras la extraña procesión desfilaba y salía por la puerta giratoria siguiendo el orden establecido por la lista. Atrás dejaron a un par de pacientes que acababan de someterse a una sesión de electrochoque, entre ellos a James.
Bryan miró a su alrededor, agarrotado por los nervios. Entre el grupo que venía detrás había dieciséis o diecisiete hombres que podían considerarse locos de atar. Llevaban ya tres meses allí ¿qué pensaban hacer con ellos? ¿Iban a ser trasladados a otra sección o a otro lazareto? ¿O tal vez estaban pensando en ajusticiarlos ¿Y por qué lo habían llamado a él primero? No le pelaban ni el oficial de seguridad que pisaba el suelo con fuerza, ni los enfermeros, ni los camilleros que se habían colocado a ambos lados de la hilera de hombres. Tal vez era mejor que James no estuviera entre el grupo.
La hilera pasó por la sala de tratamientos, la sala de electro-choque y la de control médico y atravesó la puerta por la que había entrado el primer día y que, desde entonces, no había vuelto a traspasar. Cuando llegaron a la escalera, el desasosiego ya había empezado a propagarse y muy pronto hubo algunos pacientes que se negaron a seguir. Se habían colocado contra la pared, con los brazos alrededor del cuerpo; no querían seguir. Los enfermeros se rieron y los obligaron a volver a la fila, procurando sonreír y utilizar un tono alentador y amable.
Hacía un día espléndido, pero todavía estaban en el mes de abril y la humedad de las alturas seguía resultando penetrante y fría. Bryan echó un vistazo a sus calcetines y a sus zapatillas mientras seguía avanzando, intentando evitar disimuladamente los charcos y el barro del patio. Cuando se dio cuenta de que llevaban al grupo hacia la sala de gimnasia, el pánico empezó a apoderarse de él.
El grupo estaba encabezado por un oficial de las SS que tan sólo avanzaba a un paso de Bryan. La funda del revólver colgaba pesada y amenazadoramente de su cinturón, a unos pocos centímetros del brazo de Bryan. ¿Tendría tiempo de cogerla? Y en tal caso, ¿en qué dirección correría? Más de doscientos metros lo separaban de la alambrada que asomaba por detrás de la sala de gimnasia y una profusión poco habitual de guardias y soldados se arremolinaban a muy poca distancia de allí. Y entonces pasaron por delante de los barracones. Detrás de la sala de gimnasia había una gran plaza abierta. A lo largo del césped se erguían las casas que Bryan hasta entonces sólo había podido imaginar pero no ver. Un edificio paralelo a la sala de gimnasia, dos dormitorios y un complejo que seguramente albergaba los despachos y las oficinas de la administración, con pequeñas ventanas y puertas de dos hojas de color marrón. El grupo se detuvo al llegar a un corredor bajo que unía la sala de gimnasia con el edificio que había detrás. El oficial de seguridad los abandonó un instante.
«Éste será el último sol que veré salir», pensó Bryan, a la vez que alzaba la mirada hacia la luz titilante que se extendía sobre las copas de los abetos y la paseaba por la hilera de hombres que estaban de espaldas al muro. El hombretón de la cara picada de viruela, que había adoptado una posición de firmes con la cabeza echada hacia atrás, despuntaba por encima de los demás.
El tipejo de la ancha cara de goma se encontraba justo entre los dos, masticando las palabras que nunca permitía que oyera nadie. Al oír unos pasos que se acercaban, Bryan se estremeció y los labios parlantes de su vecino se paralizaron.
Los primeros rayos de luz cortantes inundaron la plaza desde atrás, dotando a los uniformes negros y verdes de una pomposidad, una elegancia y una dignidad que contrastaban en todo con lo que Bryan había esperado. Un carnaval de condecoraciones, cruces de hierro, correajes relucientes y botas lustradas ahuyentó la idea del pelotón de ejecución. Se veían emblemas de las SS y calaveras por doquier. Todos los cuerpos, todos los tipos, todas las edades y toda clase de heridas. Ésa era la marcha de los heridos, una muestra completa de vendajes, cabestrillos, muletas y bastones; la prueba de los soldados de élite de que una guerra no puede ganarse sin un derramamiento de sangre.
Los soldados hablaban en pequeños grupos de forma distendida y desfilaban lentamente hacia el asta de la bandera que se erguía en medio de la plaza. Los seguían una retaguardia de soldados en sillas de ruedas empujadas por enfermeras. Y cerrando filas, por el sendero enlosado, aparecieron unas cuantas camas sobre enormes ruedas, conducidas por camilleros sudorosos.
El aire era milagrosamente fresco, pero también helado, teniendo en cuenta los ropajes apenas suficientes para resistir el frío que, al fin y al cabo, constituían una bata y un camisón. La dentadura del vecino de Bryan empezó a castañetear. «Deja de preocuparte por ello», pensó Bryan alzando la vista hacia la bandera de la cruz gamada, la esvástica que en aquel preciso instante estaban izando en el más estricto silencio, sólo roto por algunos reverentes
«heil».
Habían colocado al grupo de locos detrás de todos los demás, en la esquina noroeste del recinto. Bryan se inclinó hacia un lado, como si estuviera a punto de quedarse traspuesto, y echó mi rápido vistazo por detrás de la esquina del edificio. Desde donde estaba, podía ver un pequeño edificio de ladrillo construido en el borde de la roca; probablemente, la capilla del hospital. En el otro extremo, cerca de la alambrada, en dirección oeste, apareció otra entrada flanqueada por unos guardias en posición de firmes que contemplaban el espectáculo a lo lejos. Los brazos alzados seguían dirigidos a la bandera cuando de pronto todos, llenos de entusiasmo, entonaron el
Horst Wesset,
canto que hizo que los pájaros levantaran el vuelo precipitadamente.
No había ni un solo loco que cantara. Algunos susurraban mientras otros permanecían pasivos, mirando a su alrededor, confundidos por esta nueva situación. El eco y la fuerza de las numerosas voces llenaron la plaza y el aire de embriaguez y voluntad y dotaron la bandera de una exuberancia deslumbrante. Bryan seguía petrificado por la belleza grotesca del acontecimiento, y hasta que no descubrieron el retrato del Führer no comprendió por qué los habían reunido en aquella plaza y por qué los habían afeitado a deshora. Cerró los ojos y volvió a ver el papelito que ayer colgaba sobre la cama del Hombre Calendario. Ayer había sido 19 de abril y, por tanto, hoy era 20, el cumpleaños de Hitler.
Los oficiales llevaban la gorra debajo del brazo, apretada contra el cuerpo. Parecían columnas, a pesar de sus heridas, mientras contemplaban respetuosamente el retrato de su Führer; un contraste muy fuerte con las caricaturas de Hitler que solían adornar los barracones de la RAF, mancilladas con pintadas, dardos y groserías.