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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (8 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Las enfermeras ya habían iniciado la ronda de abluciones. Las jóvenes ya no mostraban, en comparación con el día anterior, ninguna alegría. Las profundas ojeras y la transparencia característica de la piel dejaba bien a las claras lo que habían te-mido que soportar. Sin dormir, con cientos de pacientes a su cargo y amenazadas por una acusación de negligencia en el cuidado del general moribundo, sus ojos denotaban estrés y sus Movimientos se habían tornado mecánicos.

Era el tercer día para James y Bryan en territorio enemigo, «Jueves, 13 de enero de 1944», memorizó Bryan, preguntándose a la vez por cuánto tiempo sería capaz de ponerles fecha a los días y hasta cuándo se lo permitirían sus enemigos.

Como por arte de magia, la actividad de la sala se transformó en confusión cuando el oficial responsable de la seguridad apareció en la puerta y empezó a inspeccionar las tropas. No necesitó adoptar un ademán autoritario. Bryan estaba echado sobre el lecho con la cabeza vuelta hacia el lado de James y pudo ver cómo éste cerraba el puño lenta e imperceptiblemente. ¿Miedo o rabia?

Bryan no era capaz siquiera de interpretar su propio estado de ánimo.

Los dos equipos de enfermeras llegaron a las camas de Bryan y James al mismo tiempo, uno por cada lado. Esta vez tiraron de las sábanas con tal fuerza que los cuerpos de los dos pacientes rodaron alrededor de sí mismos. Un chasquido contra un larguero evidenció que James se había golpeado contra el borde de la cama durante la maniobra.

Bryan procuró mantener la axila izquierda apretada cuando las enfermeras lo lavaron. Esta vez, el agua helada tuvo un efecto lenitivo. Las costras de la orina y las defecaciones nocturnas habían dejado de escocer pero, en cambio, provocaron la hinchazón y la comezón de la piel. Sólo las uñas de las mujeres sobre la piel sensible del escroto le causaron malestar.

La sábana era nueva y estaba sin blanquear, todavía no la habían lavado ni una sola vez. Un agradable cosquilleo producido por la tersura de la sábana se mezcló con la irritación por los rígidos pliegues que se le pegaban al costado. Tendría que permanecer en esa postura hasta que todos hubieran abandonado el vagón. Mientras tanto podría observar cómo el personal de enfermería manipulaba el cuerpo de James.

El chasquido que había oído debió de provocar que la herida que James tenía debajo de la oreja volviera a sangrar. Unos riachuelos de desinfectante que se mezclaron con restos de sangre recorrieron su mejilla y murieron alrededor de la mancha oscura. Al lado, en una gasa, había un jirón de piel que se había desprendido del lóbulo de la oreja. El oficial de seguridad que seguía atentamente los acontecimientos se acercó cuando le aplicaron yodo a la herida. Como consecuencia de la supervisión a la que fue sometida, la enfermera se dejó atenazar por los nervios y salpicó involuntariamente la frente de James con el líquido de color ocre.

Mientras la enfermera y la auxiliar se apresuraban a retomar la ronda, el oficial de seguridad se acercó aún más y se quedó mirando la gota que lentamente se iba deslizando hacia el rabillo del ojo de James. Milímetro a milímetro, el líquido ardiente seguía el camino hacia la catástrofe y el descubrimiento. James debió de sospechar que estaba siendo vigilado, si no se habría secado la gota, se habría dado la vuelta y habría cerrado el ojo. En cuanto hubo sobrepasado la raíz de la nariz, la gota siguió su curso libremente.

En el momento en que la gota estaba a punto de introducirse en el ojo, los pantalones negros de montar se desplazaron hasta ocupar el campo visual de Bryan. Con una leve presión del pulgar le retiró la gota y la depositó en la ceja de James. Luego volvió a llevarse las manos a la espalda y se restregó el pulgar manchado de yodo contra el uniforme.

Pese a los dos días que habían pasado sin ingerir alimentos, Bryan no sentía hambre y, dejando de lado la sequedad de la boca, tampoco sed. De momento, el alimento que les procuraban a través de la sonda tendría que bastar.

Ahora habían pasado tres horas desde la última ingestión propiamente dicha. Desde la caída sufrida habían pasado unas cincuenta y cinco horas, más o menos, y llevaban alrededor de cincuenta horas en cama. Pero ¿qué pasaría cuando hubieran transcurrido ciento cincuenta horas más? ¿Cuándo les meterían el tubo de goma en el esófago y cómo iban a soportarlo sin reaccionar, aunque sólo fuera someramente? La respuesta era obvia. ¡No podrían!

Bryan debería procurar que no lo sometieran a dicho tratamiento. En pocas palabras, era necesario que se despertara de su apatía simulada. Y James también tendría que abrir los ojos, alejarse de su estado comatoso y seguirlo.

Ese cambio de actitud les reportarla muchas ventajas. Podrían seguir los acontecimientos a su alrededor y apoyarse mutuamente mediante signos. Podrían fingir una lenta recuperación física. Y una vez llegados a ese punto, podrían ingerir alimentos y tal vez incluso se les permitiría salir de la cama para satisfacer sus necesidades fisiológicas en un orinal.

Tal vez lograrían escapar.

Tras este breve repaso, Bryan volvió a la pregunta de siempre: ¿qué tenían y por qué estaban allí?

La gran mayoría de los que estaban en su mismo vagón no mostraban lesión alguna. Naturalmente, podrían esconder alguna que otra lesión grave bajo un par de las mantas acolchadas, pero, hasta entonces, la desnudez de las abluciones matinales no había ofrecido ninguna pista acerca de la enfermedad que sufrían los pacientes del vagón. Una cosa sí había quedado clara: aparentemente, todos estaban profundamente inconscientes y algo debía de haberlo provocado. Un par de ellos llevaban la cabeza vendada. Estos casos hablaban por sí solos. Podían tener sobradas razones para permanecer inmóviles. Pero ¿y el resto?

¿Qué enfermedad habían tenido los dos hombres muertos que habían arrojado a la zanja hacía ya tiempo? Y por tanto, ¿de qué se suponía que estaban aquejados él y James?

Si de pronto abrían los ojos y empezaban a responder a los estímulos, ¿qué significada eso para su situación? ¿Funcionaría? ¿Qué consecuencias acarrearía?

¿Nuevos análisis? ¿Radioscopias? ¿Y cuál sería la reacción cuando lo único que encontraran fueran dos cráneos perfectos e intactos?

Todas las preguntas acerca de su identidad, su enfermedad y de lo que ocurriría si las familias los visitaban llevaban a una única solución lógica.

Bryan debía abrir los ojos.

¡Tendrían que jugar el juego lo mejor que pudieran!

CAPÍTULO 5

Cuanto más lo pensaba Bryan, más seguro estaba de que había techo lo único que podía hacer. Había abierto los ojos y había exhibido su nuevo estado cautelosamente. A lo largo del día hubo un incesante trajín de enfermeros y soldados a través del vagón, pero nadie se fijó en él.

A su lado yacía James, totalmente inmóvil. Aparentemente dormía, tal vez desquitándose de toda una larga noche pasada en vela. Cada vez que una de las mujeres de la Gestapo que los vigilaban se desperezaba o se quedaba ligeramente adormecida, Bryan intentaba alargar una mano hacia la cama vecina para atraer la atención de su compañero. Una sola vez volvió la cabeza y suspiró profundamente. No pasó nada más, lo que preocupó a Bryan mucho más que los golpes que daba la puerta delantera cuando los soldados de las SS hacían su ronda. El oficial de seguridad aparecía regularmente. La primera vez que Bryan advirtió los ojos fríos que lo escudriñaban, su corazón dejó de latir. La segunda vez procuró que las sombras neutrales del techo fueran lo único que vieran sus ojos. Y pese a que el oficial de negro fijó repetidamente la mirada en sus ojos abiertos y mortecinos, no se detuvo ni una sola vez. Por lo visto, tampoco él veía nada raro en su comportamiento Bryan disponía de tiempo de sobra para echar un vistazo a su alrededor regularmente. De vez en cuando, un débil rayo de sol penetraba a través de las sombras aleteantes de la ventana y se posaba difusamente en ondas sobre los rostros marcados por la muerte de sus vecinos.

El tiempo se arrastraba lentamente.

Desde la salida del sol, el tren se había movido a una velocidad muy baja. El convoy llegó a detenerse casi por completo en un par de ocasiones. Los ruidos de coches y de actividad humana eran claros signos de que volvían a atravesar una población
.

Según los cálculos de Bryan, se dirigían hacia el suroeste y ya habían dejado Würzberg atrás. Su destino podía ser Stuttgart Karisruhe o una de las demás ciudades que todavía no habían quedado paralizadas por los bombardeos. Sólo era una cuestión de tiempo hasta que estos monumentos a empresas pretéritas fueran devastados. Los compañeros de la Royal Air Force sobrevolarían la zona de noche, y los norteamericanos de día, hasta que no quedara nada por que venir.

Durante la hora que precedió a la puesta del sol, Bryan estuvo esperando únicamente a que James se despertase En el siguiente cambio de guardia, su vigilante se sentó agotada en la silla. Era su tercer turno. Era una mujer bella, ni ágil ni joven pero con el mismo atractivo tempestuoso de las mujeres sonrientes y maduras de pechos abundantes que Bryan y James habían intentado desnudar con la mirada en la arena de las playas de. Dover. Bryan se obligó a apartar la mirada. Debía concentrarse en su situación. Aquella mujer, su vigilante, no sonreía Estaba profundamente marcada por lo que había vivido; pero era bella, eso sí.

La mujer se desperezó y dejó caer los brazos mientras clavaba los ojos en el crepúsculo que se cernía como una sombra sobre la nieve que volvía a caer en grandes copos. Las privaciones y predestinaciones de toda una vida se fundieron en su mirada Entonces se puso de pie lentamente y se acercó a la ventana Apoyo la frente contra el cristal empañado y dejó que el presente desapareciera durante un rato, dejando así que Bryan pudiera actuar.

James retrocedió hasta el fondo de la cama cuando Bryan lo golpeo. Las leves sacudidas que le había propinado no habían surtido efecto.

Ni un solo jadeo ni una boqueada de sorpresa se le escapó a James durante el tránsito entre el sueño y el repentino despertar; era precisamente esa capacidad de autocontrol que Bryan siempre había admirado en él.

Los ojos, todavía entumecidos, seguían tranquilamente los gestos de Bryan en un intento de leer los movimientos exagerados de sus labios. De pronto su mirada volvió a enturbiarse y los parpados recobraron la pesadez, protegiendo así traicioneramente el sueño confiado que acababa de abandonar. Los ojos de Bryan relampaguearon advirtiéndole lo que podía llegar a suceder si James no reconsideraba la situación y se esforzaba por cambiarla.

James empezó a cabecear. «Mantén los ojos abiertos», indicaron los dedos de Bryan. «Haz ver que estás loco, chiflado», formaron sus labios. «Así aún tendremos una posibilidad de escapar», suplicaron sus ojos con la esperanza de que James lo entendiera.

«Tú sí que estás loco», le hizo saber James con gestos; era evidente que su compañero se sentía molesto por las propuestas de Bryan.

«Y llegado el caso de un posible interrogatorio, ¿qué pueden hacernos si no contestamos?», intentó seguir razonando Bryan. Sin embargo, James ya había tomado su propia decisión. «¡Tú primero!», parecían decir sus gestos, que no admitían ser contradichos. Bryan asintió con la cabeza.

De hecho, ya había empezado.

Aquella noche apagaron las luces en el vagón; pero antes, el médico hizo su ronda. La mujer de la Gestapo lo saludó con un gesto de la cabeza en respuesta a su saludo imponente y lo siguió en cada uno de sus movimientos. Todo tuvo lugar en cuestión de minutos.

Después de haberles tomado el pulso a dos de los recién llegados, paseó la mirada por las hileras de camas examinando a cada uno de los pacientes por separado mientras seguía pasando revista. Al ver a Bryan, que estaba tendido con los ojos abiertos de par en par y las mantas medio caídas, se giró sobre las puntas de los pies en mitad de un paso y requirió la presencia de la vigilante. Tras proferir unos cuantos comentarios en un tono impetuoso se precipitó hacia el fondo del vagón, dejando atrás el eco del estampido que dio la puerta al abrirla de un tirón.

Tanto el médico como la enfermera que habían venido del otro vagón se inclinaron sobre el lecho y acercaron las cabezas al rostro de Bryan.

A éste le resultaba extremadamente difícil seguir sus movimientos mientras tuviera que mantener la mirada perdida. Una sola vez rozaron su campo de visión, dándole otra cosa en que pensar que las maniobras físicas a las que lo estaban sometiendo.

Una operación sucedió a otra. Primero dirigieron una luz a sus ojos, luego lo increparon. Acto seguido lo golpearon en la mejilla y le hablaron empleando un tono suave. La enfermera posó la mano en su mejilla e intercambió algunas palabras con el médico.

Bryan esperaba que la mano buscaría la herramienta afilada, la insignia de enfermera que llevaba en el escote, pero no podía permitirse girar la cabeza hacia ella. Contuvo la respiración y, tenso, esperó el momento en que ella se la hundiría en las carnes. Cuando ocurrió, su reacción al dolor fue dejar que los ojos dieran vueltas en sus cuencas hasta que el techo del vagón empezó a girar como una noria y se mareó.

Cuando volvió a pincharle, Bryan repitió el proceso y puso los ojos en blanco mientras los movía intermitentemente de un lado a otro en las cuencas lagrimosas.

Luego deliberaron un rato sobre él, volvieron a dirigir la luz a sus ojos y finalmente lo dejaron en paz.

En mitad de la. noche, James empezó a canturrear con voz apagada y la boca abierta. La vigilante alzó la vista y, confusa, paseó la mirada por toda la sala. Por un momento pareció que estuviera esperando una invasión de enemigos procedente de todos lados.

Bryan abrió los ojos y consiguió ponerse de lado antes de que se encendiera la luz. El contraste deslumbró momentáneamente a Bryan. También él se había perdido en las profundidades del sueño.

La ilusión estaba muy lograda y resultaba extremadamente convincente. La expresión de la cara de James no sólo era distante, vaga y colmada de una locura serena, sino que le había añadido un aire de dolor e indiferencia. El efecto era grotesco y repulsivo. Las manos reposaban sobre la manta, relajadas pero a la vez torcidas por las muñecas y totalmente impregnadas de excrementos. Sus uñas estaban cubiertas de grumos de heces y unas rayas pegajosas se dibujaban a través del vello rubio de los brazos. La manta, la funda de la almohada, la sábana, la cabecera, el camisón, todo estaba embadurnado de aquella masa pegajosa y maloliente.

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