Pero ¿qué pasaría cuando les sometieran a un examen más exhaustivo? ¿Cuando tuvieran que lavarlos? O cuando se presentaran las ganas de orinar o, en su caso, cuando tuviera que defecar. Bryan no se atrevía a pensar en las consecuencias y ya empezaba a notar ciertos retortijones en el vientre que iban en aumento.
Cuando la enfermera en jefe hubo echado el último vistazo a la última cama del vagón, batió las manos y profirió una orden. Poco después se hizo un profundo silencio en el vagón.
Al cabo de unos pocos minutos Bryan volvió a entreabrir los ojos. James lo estaba mirando fijamente con una mirada elocuente.
—Se han ido —susurró Bryan mientras echaba una mirada a la hilera de camas—. ¿Qué pasó?
—A nosotros nos dejan para más tarde. ¡Hay otros que están más necesitados de sus atenciones!
—¿Entiendes lo que dicen?
—¡Sí! —James se llevó la mano a la oreja y recorrió su cuerpo con la mirada. Las heridas que tenía en el cuerpo y en la mano no saltaban a la vista—: ¿Qué aspecto tienen tus heridas?
—¡No lo sé!
—¡Pues a ver si te enteras!
—¡Pero si no puedo quitarme la camisa ahora!
—¡Inténtalo! Tienes que secarte la sangre, si es que la hay. ¡Si no lo haces, puede que sospechen de ti!
Bryan miró la cánula de soslayo. Examinó la sala, inspiró profundamente y se sacó la camisa por encima de la cabeza, de manera que le colgara del brazo en el que se había introducido la cánula.
—¿Qué pinta tiene? —se oyó de la cama vecina.
—¡No demasiado buena!
Tanto los brazos como los hombros estaban necesitados de una ablución a fondo. Las heridas no eran profundas pero tenía una brecha en el hombro que le llegaba a la espalda.
—Lávate con la mano. Utiliza saliva y luego lámete la mano. ¡Pero date prisa, Bryan!
James se incorporó ligeramente en el lecho. Cuando la brecha en el hombro de Bryan volvió a estar tapada por la camisa, James asintió ligeramente con la cabeza. Sus labios intentaron dibujar una sonrisa, pero su mirada denotaba que le preocupaban otros asuntos.
—¡Tenemos que tatuarnos, Bryan! —dijo—. ¡...Cuanto antes mejor!
—¿Cómo se hace?
—Se inyecta tinta bajo la piel. ¡Usaremos la cánula!
Bryan se mareó con sólo pensarlo.
—¿Y la tinta?
—Creo que podemos utilizar la mugre de las uñas.
El examen de las manos confirmó que la cantidad de mugre sería más que suficiente.
—¿No crees que podemos contraer el tétanos?
—¿Cómo?
—¡Por la mugre de las uñas!
—¡Olvídalo, Bryan! Ése no es nuestro mayor problema.
—Pero ¿es que no piensas en lo que puede llegar a doler?
—¡No! Estoy pensando en lo que debemos tatuarnos.
La nitidez de la frase sorprendió a Bryan. En ningún momento se le había ocurrido hacerse esa pregunta. ¿Qué iban a tatuarse?
—¿Qué grupo sanguíneo tienes tú. James? —preguntó.
—Grupo 0, Rh negativo, ¿y tú?
—B, Rh positivo —contestó Bryan quedamente.
—Pues vaya mierda —dijo James cansinamente—. Pero estucha, si no nos tatuamos A+, en algún momento se darán cuenta de que algo anda mal, ¡cono! Debe de ponerlo en el expediente, ¿no?
—¿Y qué pasará si nos hacen una transfusión con la sangre equivocada? ¡Es peligrosísimo, joder!
—Supongo. —Esto último lo dijo en voz muy baja—. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, Bryan, pero yo pienso tatuarme el A+
La fuerte presión que Bryan sentía en el abdomen lo confunda haciendo que mezclara los problemas. No iba a poder soportarlo por mucho tiempo.
—Tengo que mear —dijo.
—¡Pues mea! No tiene sentido aguantarse aquí,
—¿En la cama?
—¡Sí, joder, Bryan, en la cama! ¿Dónde, si no?
Unos movimientos bruscos provenientes del vagón de detrás los llevaron a cerrar los ojos de golpe y a quedarse inmóviles en h postura en que se hallaban. Bryan estaba incómodo, con un brazo debajo del cuerpo y el otro sobre la manta. Aunque habría querido, ahora le resultaba imposible orinar.
Los mecanismos de cierre decidían por sí mismos.
Bryan creyó "poder distinguir al menos a cuatro enfermeras teniendo en cuenta la entonación y la calidez de las voces. Probablemente una pareja de enfermeras se encargaba de hacer una cama. Bryan no se atrevió a girar la cabeza.
Al fondo de la sala, uno de los equipos de enfermeras bajó el larguero de la cama del muerto. Seguramente se disponían a trasladar el cuerpo a otro lugar.
El equipo que tenía más cerca parloteaba mientras trabajaba con eficacia.
Bryan consiguió entrever que al paciente que ocupaba la cama de delante le habían levantado la camisa por encima de la cabeza, de manera que ahora tenía las piernas y los genitales al descubierto. Estaban inclinadas sobre su cuerpo y movían las manos en círculos frotándolo sin parar, con el único propósito de acabar cuanto antes.
Las enfermeras que se hallaban en el otro extremo del vagón ya habían conseguido envolver el cadáver en la sábana y se disponían a darle la vuelta. En el momento en que lograron depositarlo en el centro de la sábana, se oyó una voz que provenía del cuerpo, lo que hizo que las cuatro enfermeras cesaran en sus tareas. Una herida larga que se extendía desde el hombro hasta el occipucio había empezado a sangrar. Sin prestarle ninguna atención a la herida, la más menuda de las mujeres se sacó la insignia de enfermera del cuello del uniforme y punzó al hombre en el costado con la aguja. Si gimió, al menos Bryan no lo oyó. Fuera cual fuese su evaluación a la hora de determinar si el hombre había muerto o no, prosiguieron en el empeño de envolverlo en la sábana.
¡No sabía cómo James y él conseguirían quedarse totalmente quietos para que nadie sospechara nada! Bryan observó los rostros impasibles de las enfermeras mientras trabajaban. ¿Qué pasaría si lo pinchaban con la aguja? ¿Podría mantenerse inmóvil? Bryan lo dudaba.
La sola idea lo hizo estremecerse.
Bryan se sobresaltó cuando pasaron por alto a James y se dirigieron directamente hacia él. Unas manos presurosas le quitaron la manta de un tirón. Un solo tirón bastó para darle la vuelta.
Eran mujeres jóvenes. La vergüenza se hizo desagradablemente presente cuando le separaron las piernas y empezaron a secarle alrededor del ano y por debajo de los testículos con movimientos bruscos.
El agua estaba helada y el sobresalto a punto estuvo de provocarle un temblor localizado en los bíceps femorales. Bryan infernaba concentrarse por todos los medios. Si conseguía que no sospecharan de él ahora, tendría mucho ganado. «Mantén los brazos cerrados», pensó mientras volvían a darle vuelta.
Una de las mujeres le separó las nalgas con un movimiento violento y luego golpeó la sábana entre sus piernas. Intercambiaron unas palabras. Tal vez se extrañaran de que la sábana siguiera estando seca. Una de las enfermeras se inclinó sobre él y al segundo siguiente Bryan notó el soplo de una bofetada. En esa fracción de segundo logró registrar que lo golpearían y sabía que debía relajarse. El golpe cayó con fuerza sobre el pómulo y b ceja sin que Bryan se inmutara.
Entonces también podía esperar que lo pincharan con la aguja.
Dejó volar los pensamientos dejando atrás la pesadilla de la realidad en aquel tren traqueteante y notó el pinchazo de la aguja en el costado.
Su cuerpo se congeló. Pero no movió ni un solo músculo.
Si volvían a hacerlo, resultaría más difícil contenerse.
Entonces el tren empezó a dar tumbos. Un inmenso temblor recorrió el vagón y las camas empezaron a crujir. De pronto se oyó un golpe seco proveniente del fondo de la sala. Las dos mujeres que acababan de alcanzar la cama de James profirieron un grito al unísono y corrieron hasta el fondo del vagón. El cadáver se había caído al suelo. Bryan bajó la mano hasta el lugar dolorido de la cadera donde lo habían pinchado con la aguja. En el lecho vecino estaba James con el camisón tapándole la mitad del rostro. En medio de la oscuridad, entre los pliegues del camisón, asomaba la cabeza de James, que lo miraba con los ojos muy abiertos y un rostro tan blanco como la cal.
Transidos de angustia, los labios de Bryan formaron unas palabras mudas de consuelo en un intento de comunicarle a James que no debía temer nada y que tenía que relajarse y cerrar los ojos. Sin embargo, su compañero estaba muy lejos, hundido en la tensión y el miedo.
Unas furtivas gotas de sudor poblaron su rostro y no tardaron en escurrirse libremente mejillas abajo.
Unos tirones repetidos precipitaron a las enfermeras hacia adelante haciendo que se les cayera de las manos el peso muerto que transportaban. Sus lamentos a gritos llevaron a las mujeres que se encontraban detrás de Bryan a precipitarse en su ayuda. James se estremeció debajo de la manta cuando pasaron por su lado y empezó a jadear.
Dos fuertes sacudidas hicieron que temblara el vagón y Bryan se vio arrojado hasta el borde de la cama. James encogió las piernas y se agarró a la sábana convulsivamente.
En medio de los empellones constantes del tren, Bryan estrechó un brazo hacia James como queriendo tranquilizarlo, pero James no se daba cuenta de nada. Un grito aterrador se iba formando en lo más profundo de su garganta. Antes de que pudiera dar rienda suelta al aullido, Bryan se incorporó en la cama y agarró la palangana de acero que se habían dejado las enfermeras al lado del cuerpo desnudo de James.
El agua se precipitó contra la pared cuando Bryan golpeó a su compañero en la sien con la palangana. Las enfermeras se incorporaron al oír el golpe, aunque sólo vieron el cuerpo de Bryan, que pendía desde el borde de la cama. La palangana había aterrizado en el suelo, apoyada contra la pared y boca abajo.
Según Bryan pudo apreciar. James no despertó las sospechas de las enfermeras cuando lo lavaron. Acabaron su trabajo en medio de charloteos, más preocupadas por intercambiar frases que por fijarse en la axila del paciente, que carecía del tatuaje habitual.
Cuando se fueron, Bryan estuvo contemplando a James durante un buen rato. El lóbulo mutilado de la oreja y los morados que atravesaban su rostro hacían que su cabeza, normalmente armoniosa, pareciera torcida y añadían unos cuantos años a su edad real.
Bryan suspiró.
Según la imagen que había quedado grabada en su memoria cuando saltaron al tren, debían de encontrarse en el quinto o el sexto vagón. A sus espaldas había vagones hasta donde alcanzaban sus ojos. Si las circunstancias exigían que saltaran del tren a plena luz del día, serían adelantados por, tal vez, cuarenta vagones. Era poco probable que lograran huir sin ser descubiertos. ¿Y dónde se refugiarían? ¿A miles de millas de distancia de las líneas enemigas?
Y lo que era aún peor, ya no podrían darse a conocer. Tenían tres muertes sobre su conciencia, alegarían. ¿De qué serviría entonces que uno ya estuviera muerto y otro moribundo cuando los arrojaron del tren? Sin sus uniformes recibirían el tratamiento de espías, y antes de ser ejecutados, los torturarían hasta sonsacarles todo lo que sabían.
A pesar de los sufrimientos de los que Bryan había sido testigo durante la guerra, sentía que la injusticia los había alcanzado con una fuerza excesiva. No estaba preparado para morir. Seguía habiendo muchas cosas por las que vivir. La evocación de imágenes de familiares estrechamente unidos no sólo despertó en él la nostalgia, la desesperación, sino también el calor.
En aquel mismo instante, el cuerpo de Bryan logró relajarse dando rienda suelta a la evacuación lenitiva de la vejiga.
Poco a poco, el tren había recuperado su ritmo tranquilo. La luz pálida del sol invernal se abrió paso en el vagón, atenuada por los cristales esmerilados. Unas voces presagiaron nuevos exámenes.
Varias personas se desplazaban silenciosamente alrededor de alguien vestido con una bata blanca que despuntaba por encima de los demás y se dirigía con paso firme hacia la primera cama. Cuando llegó hasta ella abrió el cuadro médico con tal violencia que la estructura metálica empezó a vibrar. Anotó unas cuantas palabras, arrancó la hoja de papel del marco y se la pasó a la enfermera que había examinado anteriormente a los pacientes.
No examinaron a nadie. El largo oficial médico se limitó a inclinarse sobre la cama, intercambió algunas palabras con el personal, dio algunas instrucciones y prosiguió la ronda. Al llegar a la cuarta cama, la que ocupaba Bryan, el médico repasó la ficha con respeto, le susurró algo al oído a la enfermera en jefe y sacudió la cabeza.
Luego hizo un gesto dirigido a la cabecera de la cama de James con el dedo y, acto seguido, una joven dio un salto hacia adelante y la elevó. Bryan hizo todo lo posible porque su respiración apenas fuera perceptible y por pasar desapercibido. Si decidían auscultarlo, notarían que su pecho era un caos de explosiones.
La charla se prolongaba a los pies de su cama. Bryan reconoció la voz aguda de la enfermera en jefe y presintió que ni sus reacciones, ni su estado general la habían satisfecho. Alguien sacudió la cama levemente mientras otra persona se colocaba pegada a sus espaldas. Entonces unas manos enormes lo agarraron por los brazos y le dieron la vuelta. Un suave golpe con las yemas de los dedos sobre las cejas precedió a otro. Bryan estaba seguro de que había parpadeado involuntariamente y casi dejó de respirar.
Las voces se mezclaron entre sí y, de pronto, por sorpresa, alguien le apoyó el pulgar en el párpado y le abrió el ojo. Los destellos de la luz concentrada de una linterna sondearon su ojo y lo deslumbraron por completo. Luego le dieron un cachete y volvieron a iluminarlo con la linterna.
Un aire frío le rozó el pie y las manos, asentándose en los dedos de los pies mientras el médico volvía a abrirle el párpado. Aparentemente, los repetidos pinchazos que infligieron a sus pies no los sacaron de dudas. Bryan, aterrorizado, permaneció totalmente inmóvil.
El trapo empapado en amoníaco que apretaron contra su rostro lo pilló desprevenido. El
shock
que se abrió camino como un taladro a través del cerebro y las vías respiratorias surtió efecto. Bryan abrió los ojos, sumergió la cabeza en la almohada alejándola del trapo y jadeó.
Un par de ojos se perfilaron cerca de su cabeza y a través de sus lágrimas. El médico le dirigió algunas palabras y le golpeó la mejilla suavemente. Entonces volvieron a incorporarlo y elevaron la cabecera de la cama un par de dientes más, enfrentándolo así a sus enemigos.