Se llamaba Petra y era el único ser humano verdadero que había conocido hasta entonces.
Petra había llegado como si la mismísima providencia se la hubiera enviado. Primero se había preocupado porque las demás enfermeras dejaran a su vecino, Wemer Fricke, en paz con su calendario.
Luego había hecho frente a un par de enfermeras para que incidentes como mojar la cama o negarse a ingerir alimentos dejaran de ser castigados, con tanta dureza.
Y por último, se ocupó especialmente de James. Desde el primer día en que lo había visto, había sentido una simpatía especial por él, era evidente. Otros pacientes también habían sido merecedores de su especial atención pero, hasta entonces, sólo James había conseguido que se detuviera al pie de la cama con una expresión triste y vulnerable en el rostro y los hombros caídos. «¿Cómo es posible que sea capaz de sentir algo por un hombre como Gerhart Peuckert?», se preguntaba James a menudo. Suponía que era una chica ingenua y ligeramente falta de imaginación a la que habían arrojado directamente del colegio de monjas al ejercicio de la enfermería en Bad Kreuznach. Era tan obvio que no tenía experiencia vital. Cuando Petra nombraba a su maestro y santo secular, el profesor Sauerbruch, sus ojos brillaban embelesados y sus manos trabajaban con una rapidez y una seguridad inusitadas. Y cuando un paciente tenía un ataque y mandaba a todo el mundo al infierno, se santiguaba antes de salir corriendo a por ayuda.
La explicación más verosímil a la predilección que Petra sentía por James seguramente era que ella era una jovencita romántica y recatada con necesidades naturales que, además, lo encontraba guapo y atractivo y sabía apreciar sus dientes blancos y sus hombros rectos. La guerra hacía ya casi cinco años que duraba. No debía de tener más de unos dieciséis o diecisiete años cuando la vida dura y abrumadora del hospital se convirtió en su realidad vital. ¿Acaso había dispuesto de tiempo para dar rienda suelta a sus sueños y a sus fantasías anteriormente? Era imposible imaginarse que hubiera tenido ocasión de amar y de ser amada alguna vez.
De todos modos, si era cierto que James había despertado alguna esperanza en ella, él no haría nada por evitarlo. Era una muchacha dulce y bonita. De momento, sería prudente y disfrutaría de sus cuidados. Mientras estuviera ella para obligarlo a comer después de una sesión de electrochoque y para cerrar la ventana cuando la corriente empezaba a tensarle los músculos de la nuca, su cuerpo no sería lo primero que le fallaría.
—¡Venga, Herr Standartenführer! —prosiguió, empujando sus pies por el borde de la cama—. Esto no lo llevará a ninguna parte. Tiene que procurar ponerse bien, ¿de acuerdo? ¡Y para eso tiene que salir de la cama!
James se colocó entre las dos camas y empezó a avanzar hacia el pasillo central. Petra lo animó con un gesto de la cabeza y sonrió. Ese tipo de trato preferencial ya no le gustaba tanto a James. Lo convertía en objeto de la atención de las demás enfermeras, lo colocaba en una posición preferencial que podía llegar a significar represalias en nombre de la justicia y el equilibrio.
Sin embargo, no era de ese frente que James temía que fueran a llegarle los peores ataques. Cada vez más, la sensación de vigilancia y de tensión le llegaba de la estancia misma. Como una repentina llamada de atención cuando alguien te toca el hombro inesperadamente, aquel sentimiento se apoderó de él. Y aquel día volvió a ocurrir. James dirigió la mirada hacia el pasillo central a través de las pestañas medio cerradas. Ya era la tercera vez. Bryan lo miraba fijamente e intentaba ponerse en contacto con él.
«¡Deja de mirarme, joder! Es demasiado evidente», pensó con los ojos de Bryan pegados a él. Petra agarró a James por el brazo y le dio conversación como de costumbre, mientras se lo llevaba hacia la ventana que había al lado de las mesas con ruedas, en el otro extremo de la sala. James percibió a sus espaldas cómo Bryan intentaba ponerse en pie rápidamente. A pesar de que sólo hacía un día que había sido sometido a su último electrochoque, no se rendía.
El torrente de palabras que brotaba de la boca de la pequeña enfermera cesó cuando James empezó a tirar de ella en dirección a la cama. No iba a consentir que lo encerrara en la esquina junto a Bryan. En aquel mismo instante, Bryan vio la reacción de su compañero y dejó caer los brazos. Desesperado, se apoyó contra la cama cuando James pasó por su lado, cogido del brazo de la voluntariosa Petra.
«Ahora mismo estás débil, Bryan, pero mañana volverás a estar fresco —pensó James—. No quiero sentir pena por ti. Sólo quiero que me dejes en paz, Bryan. ¡Ya sabes que es lo mejor! Saldremos de aquí, te lo prometo. ¡Debes confiar en mí! ¡Pero ahora no puede ser! ¡Nos vigilan!» James oyó un crujido que provenía de la cama de Bryan y sintió cómo su mirada desesperada se le clavaba en la espalda.
Kröner, el hombre del rostro picado, los siguió tranquilamente y le dio un golpe a Bryan en el hombro.
«Gut Junge, hopsa rundí»,
le dijo entre dientes a la vez que sacudía los barrotes de la cama vecina.
«Volvamos a
Gunga Din.
—James se deshizo de los brazos de Petra y se escurrió dentro de la cama—. ¿Cómo se llamaban aquellos malditos sargentos? ¡Piensa, James, piensa! ¡Si lo sabes de sobra!»
Kröner se había sentado y seguía con la mirada el trasero de Petra, adornado con aquel lazo blanco y ondeante, cuando finalmente ella se decidió a proseguir su trabajo.
—Deliciosos
tutíut,
¿no cree, Herr Standartenführer? —dijo, dirigiéndose a James.
Cada una de las palabras era como una punzada heladora.
El gigante dobló las piernas y golpeó los jarretes contra el lado de la cama con tal fuerza que el esqueleto de hierro crujió. James nunca reaccionaba ante sus preguntas. Así, tal vez algún día dejaría de hacerlas.
Los hombres al lado de Kröner estaban sentados en sus camas como buitres, observando a un Bryan exhausto que se había enterrado entre las mantas. «Tranquilízate, Bryan —le suplicaba James en su cabeza—, ¡si no, nos pillarán!»
Los nombres llegaron a James en sueños de una forma sorprendente, obligándolo a abrir los ojos de par en par en medio de la penumbra gris de la sala. Los dos últimos sargentos de
Gunga Din
se llamaban McChesney y Ballantine.
La respiración pesada de los compañeros de sala y algún que otro ronquido lo devolvieron lentamente a la realidad. Unos débiles rayos de luz penetraron a través de las contraventanas a prueba de bombas. James contó hasta 42. Y volvieron los rayos de luz. Los hombres de la torre de vigilancia que había detrás del barracón de las SS cumplieron con su deber haciendo girar rutinariamente el proyector un par de veces más, antes de volver a buscar abrigo bajo el tejado de cartón asfaltado de la torre. Era la cuarta noche seguida que llovía y tan sólo hacía dos que el estruendo de las bombas sobre Karlsruhe había retumbado contra las laderas rocosas, sacando a los guardias de sus garitas entre gritos destemplados de sus superiores.
El paciente de la cama número nueve, un Hauptsturmführer que durante un ataque en el frente oriental había quedado atrapado debajo de un tronco durante más de diez horas mientras los lanzallamas de sus propios efectivos de ataque desolaban el paisaje a su alrededor, había encogido las piernas y había empezado a sollozar silenciosamente. Ellos dos fueron los únicos de la sala que habían estado despiertos aquella noche. Ahora mismo, James era el único.
Respiró profundamente y suspiró. Aquel día, James había hecho que Petra se sonrojara. Como de costumbre, el enfermero y camillero Vonnegut, el hombre del garfio, había estudiado las listas de bajas antes de abalanzarse sobre el pequeño crucigrama del diario que solía hacer acompañando los golpes de su miserable prótesis contra el tablero de la mesa con una exclamación irritada cada vez que se encontraba con una definición que no lograba resolver.
Vonnegut se ocupaba de sus propios asuntos, pues el ambiente de la sala había sido malo todo el día.
El aire se había helado entre Petra y la supervisora de enfermeras. Primero la jefa había ajustado la insignia de enfermera que Petra llevaba abrochada en el pañuelo y había recolocado unas mechas rebeldes de su pelo rubio. Luego Petra había corregido la inclinación de la insignia del partido que la enfermera llevaba en la solapa derecha y la había pulido con la manga hasta que el esmalte rojo relució alrededor del texto en letras blancas:
«Verband Deutsche Mádel.»
Hacia el atardecer, cuando se suponía que la jornada laboral de Petra había llegado a su fin, la supervisora había enviado a la enfermera que debía sustituirla a otra sección, so pretexto de que debía asistir a unas aspirantes. Era evidente que se trataba de un acto de venganza y Petra se había enfadado y había hecho más de un gesto amenazador en cuanto su supervisora se hubo dado la vuelta.
Resultaba difícil no prendarse de ella viéndola así, indignada, con sus zapatos planos, aquel vestido gris y aquel delantal blanco. James sonrió cada vez que ella se inclinó para rascarse el jarrete donde las medias negras de lana le molestaban más.
En un instante íntimo, en el que él había dejado la mirada bailar por su cuerpo, ella se había dado la vuelta y la había atrapado.
Fue entonces cuando ella se sonrojó.
Los movimientos inquietos de Kröner en la cama contigua solían anunciar que estaba a punto de despertarse. «¡Ojalá te mueras, cerdo!», susurró James entre dientes, obligándose a seguir pensando en Petra. Seguramente, en ese mismo instante, ella se encontraba justo encima, en la buhardilla, soñando con la mirada que él le había dirigido, de la misma manera en que él pensaba en la que ella le había devuelto. Tal vez hubiera sido mejor para él no dirigírsela; era difícil ser joven y estar llena de estremecedores sueños eróticos que jamás podrían ser consumados.
La imagen de Kröner que se daba la vuelta y lo examinaba detenidamente centelleaba en la oscuridad entre sus pestañas. James empequeñeció los ojos precavidamente y esperó a que empezaran los murmullos de todas las noches.
La pesadilla se había hecho realidad una noche, dos meses atrás. Los pasos rápidos y duros de la enfermera que estaba de guardia y que acababa de recorrer el pasillo en dirección a los lavabos del personal, situados detrás de la escalera que conducía al patio, lo habían despertado. Delante de él, una sombra se había inclinado sobre la cabecera de la cama vecina. Aparte de dos rápidos sobresaltos que se produjeron a los pies de la cama contigua, no se oyó ningún ruido en la sala. Entonces la sombra toqueteó la almohada del vecino, volvió rápidamente al extremo opuesto de la sala y se echó en una cama.
A la mañana siguiente, cuando Vonnegut palpó ligeramente los pies de las camas, encontró muerto al paciente de la cama vecina. Su rostro estaba oscuro; la lengua asomaba grotescamente entre los dientes; los ojos estaban salidos y la mirada denotaba desesperación.
Después se dijo que solía esconder restos de comida debajo de la almohada y que se había ahogado por culpa de una espina de pescado que se le había atragantado. El médico de guardia, el doctor Holst, sacudió la cabeza y la acercó a la de la supervisora, quien le había susurrado algunas palabras al oído. El doctor Holst se metió los puños en los bolsillos de la bata. Más tarde rechazó las preguntas que le hizo el enfermero Vonnegut y se encargó de que los camilleros se llevaran el cadáver antes de que el cuerpo de seguridad y el médico mayor tuvieran ocasión de crearle problemas al personal de la sección.
En estado de duermevela, James había sido testigo de un asesinato.
Varias cabezas emergieron de entre las mantas y giraron de un lado a otro para seguir de cerca cómo los enfermeros cambiaban las sábanas del muerto y dejaban la cama lisa, fresca y vacía.
Alrededor del mediodía, un paciente se levantó de la cama, se dirigió hacia donde se hallaba James y se acostó en la cama recién hecha. Era el que le había robado la idea de ayudar a las enfermeras. Permaneció allí tumbado hasta que las enfermeras volvieron a aparecer con la comida, que aquel día consistía en codillo y albóndigas. Aunque no dejaba de lloriquear y de chillar, el personal lo sacó de la cama sin compasión. Sin embargo, el efecto que tuvo sobre él fue escaso.
Cada vez que le daban la espalda, él volvía a escurrirse hasta la cama y subía la manta hasta la barbilla estrujándola entre los brazos. Hasta que no se tumbaba en aquella cama, no se tranquilizaba. Cuando esa escena se hubo repetido varias veces, el personal se rindió y dejó que se quedara donde estaba.
Por increíble que pudiera parecer, James tenía ahora a un asesino como vecino.
James no entendía nada y durante las primeras noches estuvo tan asustado que no pudo conciliar el sueño. Fuera cual fuese el motivo que pudiera haber tenido aquel demente, si es que existía tal motivo, era capaz de volver a hacerlo. Era, pues, mucho más seguro dormir de día y mantenerse despierto de noche, contando las veces que el vecino se daba la vuelta pesadamente en la cama chirriante. Si pasaba algo. James pediría ayuda a gritos o saldría de la cama y se acercaría a la pared para agarrar la cuerda que pendía del techo, suficientemente corta para que resultara demasiado engorroso para los pacientes tirar de ella sin ton ni son, algo que, hasta entonces, ninguno había intentado.
La tercera noche después de aquel episodio, la sala estaba totalmente a oscuras. En contra de lo que era habitual, la luz del pasillo estaba apagada y todas las contraventanas echadas. De vez en cuando se oía algún ronquido y la respiración pesada de los demás enfermos, todos ellos, sonidos que mitigaban el miedo y relajaban a James. Tras haber repasado una de las aventuras de Pinkerton, se refugió en la última película que había visto en la feliz época de Cambridge, una magnífica epopeya de Alexander Korda, y se amodorró.
Al principio, el susurro de las palabras pronunciadas en voz baja se escurrió casi imperceptiblemente dentro de las imágenes oníricas de James. James se sobresaltó al abrir los ojos y descubrir que las palabras no desaparecían. Eran reales y eran concretas, apagadas, medidas; no eran, desde luego, palabras salidas de la boca de un loco; procedían del hombre de la cara picada de viruela, Kröner, su vecino, el asesino.
Se oyeron otras voces en la oscuridad que se mezclaron en la conversación. Eran tres en total: su vecino, el asesino Kröner, y los hombres que ocupaban las camas más próximas.