—¿Qué quieres que le diga? —le preguntó Welles poniéndose en cuclillas al lado de los dos viejos conocidos.
—No lo sé. Pregúntale acerca de los nombres que te di. La hermana Petra y Vonnegut. Y pregúntale si se acuerda de mí, Amo von der Leyen. ¡Al que estuvo a punto de arrojar por la ventana!
La despedida había sido breve. Incluso antes de que hubieran abandonado la habitación, Werner Fricke se había vuelto a sumir en la contemplación pasiva de los corredores de la final de los doscientos metros lisos colocándose en sus puestos.
—Sé que estás decepcionado, Bryan, pero no creo que valga la pena seguir. Ya he realizado innumerables consultas acerca del paradero de Vonnegut. No creo que pueda encontrarlo con vida, si es que lo encuentro. Tienes que saber que su apellido es bastante común.
—¡Y Fricke sólo reaccionó al oír el nombre de Vonnegut!
—¡Sí, si dejamos de lado el momento en que le ofreciste la tableta de chocolate, claro! Me temo que no debes confiar demasiado en sus reacciones.
Keith Welles se quedó un buen rato esperando que Bryan abriera la boca. Desde que se habían vuelto a meter en el coche, el aparcamiento se había quedado prácticamente desierto. Más de uno los había mirado sorprendido a través del parabrisas. Bryan estaba completamente inmóvil.
—¿Y ahora qué?
Welles rompió el silencio cuando el último coche hubo abandonado el aparcamiento.
—Sí, ¿y ahora qué?
La respuesta apenas fue audible y Welles puso en duda la entonación con la que fue pronunciada.
—Todavía faltan diez días hasta que tenga que incorporarme al trabajo, Bryan. Te cedo más que gustosamente los cinco días de más. Todavía pueden pasar muchas cosas.
Sin duda supuso un gran esfuerzo para Welles pronunciar aquellas palabras en un tono optimista.
—Tienes que volver a Stuttgart ¿no es así, Keith?
—Pues sí, allí tengo mis notas y mi coche, y mi equipaje.
—¿Te sabe muy mal si te pido que alquiles un coche para el trayecto de vuelta? ¡Pago yo, claro!
—No, pero ¿por qué, Bryan?
—Estoy considerando ir a Friburgo directamente. Ahora mismo.
En una silla de la habitación de la clínica privada de Karlsruhe estaba sentado el hombre que Bryan conocía como el Hombre Calendario, meciéndose hacia adelante y hacia atrás. Acababan de limitarle la realidad: habían apagado el televisor. Estaba anocheciendo. Sus labios se movían ligeramente fuera de compás en relación al balanceo de su cuerpo. Nadie lo escuchaba.
A cuarenta millas al sur, Bryan estaba harto de todos aquellos carriles transitados y abandonó la autopista. Había dos posibilidades: tomar la bella carretera que discurría a lo largo del Rin o la carretera situada al pie de la montaña de la Selva Negra.
Optó por esta última opción.
No se veía con fuerzas para atravesar el lugar por el que había huido del hombre de la cara ancha y del hombre enjuto.
Aún no.
Antes de que Bryan tuviera tiempo de recordar dónde estaba, los sonidos desconocidos fueron creciendo, un zumbido profundo que se convirtió en un estridente tono intermedio. Los tranvías ya le habían dado la bienvenida en las calles de la ciudad la noche anterior, y aquella mañana le dieron los buenos días.
La lámpara del techo de su habitación seguía encendida. Bryan había dormido con la ropa puesta. Y seguía estando cansado.
Un malestar parecido al que se vive antes de un examen se apoderó de Bryan, antes incluso de que hubiera abierto los ojos. Tal vez todo habría sido distinto si Laureen hubiera ocupado la cama vecina. Le esperaba una misión solitaria.
«Hotel Roseneck», rezaba el cartel. «Urachstrasse 1», añadía la pequeña tarjeta de visita que el portero le había proporcionado. Bryan no tenía ni la más remota idea de dónde se había hospedado.
—¿La habitación tiene teléfono?
Ésa había sido la última pregunta de la noche. El portero había contestado de mala gana, señalando hacia la cabina telefónica que había delante de la escalera empinada.
—¿Puede darme cambio? —había añadido Bryan.
—Sí, mañana por la mañana —fue la respuesta.
Por eso todavía no había llamado a Laureen.
Y ahora le esperaban las calles, de la misma manera que le esperaban las montañas y la estación de tren. La ciudad obraba un efecto hipnótico sobre Bryan. Durante los meses que habían transcurrido en el lazareto, situado sobre una loma a las afueras de la ciudad, Bryan se había aferrado a sus fantasías. Sobre la vida en Canterbury junto a la familia, sobre la libertad y sobre la ciudad que estaba tan cerca. Y ahí estaba.
El hotel se hallaba en una esquina que daba a un pequeño oasis de árboles susurrantes. La entrada del edificio corroído, con el cancel cincelado y la farola de hierro forjado, se encontraba en el callejón que conducía al pequeño parque. Urachstrasse no era una dirección especialmente distinguida, pero su situación era práctica, pues se trataba de una calle perpendicular a Günthertalstrasse que, por Kaiser Joseph Strasse, se abría paso a través de la puerta de la ciudad, Martinstor, hasta el corazón del centro urbano.
Desprevenido y sin fuerzas para adentrarse en un caos que no le permitía resituar sus ideas, Bryan se dispuso a mezclarse con el espectro de viandantes, ciclistas, conductores y demás habitantes que inundaban las calles de la ciudad. Se movía como por un decorado, entre otros actores, una multitud que abarcaba a todo tipo de gente, desde amas de casa obesas y encanecidas, hasta niños sonrientes con las manos enterradas en lo más profundo de sus bolsillos.
Una ciudad próspera.
Tal vez había esperado que las fachadas del centro de la ciudad todavía estuvieran desfiguradas por los bombardeos; quizá había creído que los nervios que unían a la ciudad con su pasado habían sido cortados. Sin embargo, la ciudad era encantadora y animada, restaurada, reconstruida, variada y acogedora.
Los grandes almacenes rebosaban de mercancías y la gente podía permitírselas. Aquello lo corroía; la deuda del pasado todavía era demasiado importante para poder tomársela a la ligera; los costes no eran suficientemente visibles.
En medio de la entrada de un supermercado, una horda de mujeres se disputaba la ropa de un montón que amenazaba con volcar; pantalones cortos para la próxima temporada. A su lado, un anciano de tez oscura daba saltos a la pata coja mientras intentaba ponerse unos shorts por encima de sus pantalones arrugados para poder evaluar si aquel horror de calzas le sentaba bien. Bryan acababa de superar una vislumbre de la nueva paz.
Su paseo carecía de sentido.
Bertoldstrasse llevaba a la estación de trenes. Los rieles en la calle adoquinada, flanqueados por dos torres, brillaban al sol resplandeciente, conduciendo los carriles de cuatro vías por encima del puente del ferrocarril.
La muchedumbre que poblaba los andenes de la estación resultaba bastante abarcable. Un guía turístico intentaba evitar que su grupo se dispersara con amenazas veladas que manaban de su boca en un flujo constante. Todas las mujeres llevaban mochilas y exhibían sus piernas desnudas por debajo de los pantalones que apenas les llegaban a las rodillas. «Aquí sí que se habría indignado Laureen», pensó Bryan.
Un mundo extraño. Paseó la mirada por las siete vías y los siete andenes sin dar muestras de reconocimiento. Las horas pasadas, hacía ya casi treinta años, sumido en el terror y con un frío espantoso parecían haber desaparecido sin dejar rastro. Probablemente bajo las bombas de sus colegas de la RAF.
Su mirada se perdió por debajo del puente en dirección sur, por donde se extinguía la ciudad. A lo lejos, sobre el terreno ferroviario, tras las vías de maniobras, apareció una construcción oscura y pesada, sospechosamente distinta. Bryan respiró profunda y entrecortadamente.
Entonces seguía allí, aquel edificio ferroviario.
La distancia entre el vagón de mercancías y el muro de ladrillos grandes y anchos era de apenas cuatro metros. A Bryan, entonces, le había parecido el doble. Allí había estado antes, echado en una camilla. Cerró los ojos y recordó la silueta de James oculta detrás de un puntal enfangado, a escasos metros de él. ¿Qué había sido de los hombres inánimes que habían ocupado las demás camillas? ¿Ya estaban muertos y enterrados o simplemente se los había tragado la tierra de nadie, del olvido, y estaban en sus casas, junto a sus seres queridos?
Las colinas lejanas eran de un color verde marchito y suave, espaciosas y estratificadas, como decorados de un teatro de marionetas. Una aguja oxidada apuntaba hacia ellas. La silueta de un obrero ferroviario de tiempos pasados que era ahuyentado con una barra de hierro surgió de entre los recuerdos. También tos soldados con las máscaras de gas colgando del cuello, los muchachos alegres y despreocupados que volvían a casa de permiso salieron del laberinto caprichoso del recuerdo. Los viejos vagones de mercancías, la perpetuidad del viejo edificio, los colores y el silencio, igual que entonces, cuando la nieve cubría el andén, aquel paisaje se convirtió en el marco perfecto de la parte menos accesible del alma de Bryan.
Bryan se desplomó y empezó a llorar.
Durante el resto del día dejó que el portero del hotel Roseneck se ocupara de él. Una cafetería cercana le proporcionó unos sandwiches indefinibles de jamón y lechuga mustia. El hotel no tenía restaurante. A pesar de las copiosas propinas, la sonrisa del portero seguía siendo agria. Tampoco aquella noche llamó a casa. Bryan no tenía apetito, ni sentía deseos de nada. Todo se limitaba a conseguir reunir las fuerzas suficientes para levantarse de la cama al día siguiente.
Y llegó la mañana. Fueron muchos los niños que siguieron el Jaguar con la vista cuando Bryan dejó atrás Waldkirch para adentrarse en las montañas de la Selva Negra, donde se erguía el Hünersedel. Si hubiera tomado la carretera que bordeaba el macizo por el oeste, probablemente se habría perdido en detalles que podían distraerle de su cometido. En otras palabras, seguramente se habría perdido. Y el objetivo era, por encima de todo, encontrar el lugar en el que había estado situado el lazareto. La experiencia le decía que la mejor manera de llegar hasta allí era atacando desde arriba, donde la meseta de Ortoschwanden sin duda le ofrecería una vista sobre toda la zona.
Los macizos y la vegetación eran infinitos, incluso vistos desde un coche en marcha. Un sinfín de senderos y arroyos acentuaban la inutilidad de buscar sin ton ni son. Bryan buscaba un punto de referencia.
Kaiserstuhl, la viña que se erguía en medio de la región vinícola, fértil y extraña, era su punto de mira. Y el mismo ángulo desde el que se le había aparecido la montaña durante el viaje bajo la lona ondeante del camión tendría que ser su eje de rotación.
Tardó mucho en encontrarlo, y aún más en llegar. También fue así entonces. Habían hecho un rodeo para evitar testigos. Sin embargo, Bryan encontró el lugar. Y no era de extrañar que, entonces, la lona se hubiera desprendido precisamente allí. Una brisa, siempre al acecho, templada y húmeda que emanaba humus y ozono se levantó entre los valles, haciendo que el vello de sus sienes vibrara. Allí estaba de nuevo Kaiserstuhl, y, a unos cientos de metros, la corriente de los angostos canales de drenaje cortaba el paisaje y creaba profundos surcos.
Al sur corría una carretera secundaria en dirección noroeste, atravesando las colinas. Al otro lado sólo se divisaban unos bosques frondosos. A lo largo del camino se extendían las zanjas y, detrás de éstas, fluían los arroyuelos por los que había huido.
Era una vista majestuosa, grande y bella. Y era la que había esperado encontrar.
Después de una larga caminata por los senderos, el bosque se cerró. Bryan miró a su alrededor intentando recordar el terreno. No había rastro de lo que buscaba. Los árboles de las espesuras que acababa de atravesar eran demasiado jóvenes. Ni una señal, ni un solo vestigio que pudiera indicar que allí se había desarrollado una gran actividad y que antaño se habían alzado unos edificios imponentes en el lugar. La maleza era densa. Sólo unas andadas dejaban entrever que había otra vida aparte de la botánica. Bryan se subió los calcetines por encima de los pantalones y se adentró dando tumbos entre los matorrales con la cabeza por delante. En medio de un claro aparecieron unos cuantos abetos viejos de gran altura. Y justo delante de donde se encontraba, a menos de diez metros de distancia, surgió el peñasco despuntando unos metros de la tierra. Bryan se puso en cuclillas y echó un vistazo a su alrededor.
Todo había desaparecido y, sin embargo, era allí donde todo había tenido lugar. La cocina, el edificio del personal sanitario, la guarnición de los guardias de seguridad, las cinco secciones distribuidas por varias plantas, la capilla, el gimnasio, los garajes, el poste de las ejecuciones.
Y ya no quedaba nada.
Mientras Bryan bajaba con el coche, fueron apareciendo las aldeas con sus respectivos nombres. Redujo la velocidad en los últimos kilómetros antes de llegar al pantano. Durante unos momentos que se hicieron interminables volvió a notar el frío en los pies, recordó el estruendo de los cañones y el miedo. Y de pronto lo tuvo delante: la última selva de Europa, Taubergiessen. Los matorrales entre los que estuvo a punto de perder la vida. Y los desfiladeros, el barro, el banco de arena en medio del río, la maleza en la otra orilla... Todo seguía allí. Salvo los estallidos, los muertos, el hombre de la cara ancha y el flaco.
Todo aquello había desaparecido hacía ya mucho tiempo.
Incluso habían desaparecido las distancias, habían mermado. Sin embargo, la atmósfera seguía intacta, a pesar de las parras rebosantes de uvas y los pájaros que arrastraban el suave otoño sobre el terreno.
Allí había asesinado a un hombre, no cabía la menor duda de ello.
Atravesó la ciudad envuelto en una extraña neblina. Los sucesos de la mañana deberían haber satisfecho una necesidad reprimida durante años. Con la decisión brusca que había tomado de viajar a Friburgo había surgido una repentina profusión de ilusiones y la esperanza de que, por fin, encontraría la paz espiritual. Bryan se enfrentó a los hechos. No era tan fácil; el pasado seguía ahí, y las imágenes jamás desaparecerían, aunque se habían perturbado y desfigurado con el paso del tiempo. Iba a resultar difícil seguir adelante desde allí.
Apenas había gente en las calles de Friburgo. En la estafeta, todo el mundo se comportaba de una manera extraña. La señora que le indicó la cabina telefónica parecía incluso atormentada. Las miradas de algunos de los clientes que esperaban frente al mostrador estaban vacías. Bryan dejó que sonara el teléfono varias veces; Laureen solía tardar un rato en abandonar el crucigrama cuando sonaba el teléfono.