La casa del alfabeto (36 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

BOOK: La casa del alfabeto
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La decepción se apoderó de Bryan. Las coincidencias de las últimas semanas, los encuentros con Welles y Wilkens y la invitación a los Juegos Olímpicos le habían infundido la esperanza de alcanzar la paz espiritual y la conclusión del caso.

—¿No podría venir un par de días, señor Scott? —le pidió Welles—. Estoy convencido de que me sería de gran ayuda.

Al tercer día, Bryan llamó al Comité Olímpico Internacional y explicó que unos asuntos comerciales lo obligaban a desplazarse al sur de Alemania. A cambio de poner un apartamento a su disposición en la Villa Olímpica, podrían consultarle en caso de surgir problemas agudos. El comité aceptó el trato. Había que hacer todo lo posible porque las cinco medallas de oro, las cinco de plata y las tres de bronce de México crecieran en número durante estos Juegos. Costara lo que costara.

Laureen estaba disgustada. No porque Bryan acabara marchándose a pesar de todo, sino porque no se enteró de su viaje hasta el día antes de la partida.

—¡Al menos podrías habérmelo dicho ayer! Sabes perfectamente que, tal como están las cosas, no podré acompañarte, Bryan. ¡Si pretendes que le diga a mi cuñada que se quede en su casa de Penarth, te comunico que ya es demasiado tarde! Ahora mismo, Bridget está esperando en el andén de la estación de Cardiff.

Laureen echó un vistazo desesperado al reloj y suspiró profundamente, mientras dejaba caer los hombros en un gesto de abatimiento. Bryan esquivó su mirada. Sabía lo que pensaba Laureen. Ya le había resultado suficientemente agitado organizar la visita de la cuñada. Una cancelación habría significado un cataclismo.

Pero así quería Bryan que fuera.

CAPÍTULO 31

Era un Keith Weiles sonriente el que cruzó la calle. El tránsito se había paralizado por completo. Los tópicos acerca del orden y la eficacia de los alemanes poco tenían que ver con el escenario con el que se encontró Bryan en el aeropuerto de Munich. El calor le golpeó el rostro. Los coches circulaban tan pegados que resultaba imposible abrir los maleteros.

—Caos, caos total —dijo Weiles entre risas, llevándoselo del brazo. Sólo funcionaban los autobuses. Todo e! mundo quería presenciar la ceremonia de inauguración de los Juegos. Todos, excepto Bryan.

La ciudad bullía. Un espectáculo fabuloso de colores y festejos. La meca de la cultura. Músicos, pintores, dibujantes y bailarines reunidos en un mismo lugar. Cada esquina reflejaba los preparativos de mil días. Era una mezcolanza de
big business y no business.
Y Bryan se sentía muy extraño.

Sentía como si estuviera sumergido en un gran vacío entre todos aquellos alemanes y extranjeros que se mezclaban entre sonrisas y una gran cordialidad. Tan sólo logró reprimir el fantasma del pasado por un momento. Luego volvieron a oírse las voces, alimentando el recuerdo de aquella lengua, sus tonalidades y sus asperezas que, sólo unos años atrás, habrían llevado a Bryan a estremecerse, presa de la impotencia. Y se dejó llevar del brazo de Welles, mientras miraba fijamente a la multitud de jóvenes que disfrutaba de la vida al aire libre, en las terrazas, los parques y las plazas, y que dominaba aquella lengua con tanta soltura, tanta naturalidad, tanta dulzura, melódicamente, sin el odio y la connotación amenazante del pasado. Luego observó el flujo de ancianos en cuyos rostros reconoció el terrible estigma de Caín del pasado.

Y entonces supo que había vuelto.

Welles tardó dos jarras enteras de cerveza en poner a Bryan al día de todas sus pesquisas inútiles. El gentío despreocupado de las terrazas no lograba ahuyentar la vergüenza que lo embargaba. Alzó la mano en un gesto de rechazo hacia el camarero, que desapareció detrás de unas mesas.

—Ya sé que, si siguiera insistiendo eternamente, algún día tropezaría por casualidad con una pista relacionada con alguien que, en su día, hubiera frecuentado el sanatorio de Friburgo. Pero, francamente, creo que tardaría años en encontrarla. Al fin y al cabo, no soy profesional. La pregunta es si realmente soy el más adecuado para llevar a cabo esta misión.

Welles apretó los labios y prosiguió:

—No dispongo de tiempo suficiente, eso lo sabemos ambos. Hay demasiados centros de tratamiento, demasiados archivos, demasiados historiales médicos y las distancias son demasiado grandes. Y luego está el Muro. ¿Quién dice que sea en la Alemania Occidental donde debamos centrar la búsqueda? Si se demuestra que realmente debemos continuar la búsqueda en la Alemania del Este, nos encontraremos con problemas de visados y eso requerirá tiempo, muchísimo tiempo.

Sonrió e hizo una mueca de disgusto.

—En realidad, lo que usted necesita es un enorme aparato de fisgones y archiveros.

—¡Ya lo he intentado!

—Entonces, ¿por qué volver a intentarlo ahora?

Bryan se quedó mirando a Welles durante un buen rato. Desgraciadamente tenía razón. Todo parecía indicar que no conseguiría destapar el misterio que envolvía el paradero de James. También era cierto que podría haber encomendado aquella misión a profesionales. El caso era que Bryan no había tenido intención de volver a escarbar en el pasado, hasta que la providencia le había traído a aquel hombre sin afeitar que ahora estaba sentado a su mesa.

Hasta entonces, siempre había estado convencido de que James había muerto. Y ahora debía intentar, por última vez, desentrañar la verdad.

—Me he quedado con la sensación de que debería servirme de una mezcla de ruegos y amenazas. Me entristecería mucho que usted se rindiera de antemano; tanto, que podría incluso llegar a influir sobre su nueva posición en Bonn.

La reacción de Welles se reflejó en sus ojos de inmediato. Sería una terrible mezcla; en todos los sentidos, ineficaz.

—Pero soy un hombre de palabra, señor Welles, y usted no me debe nada. Como ya habrá podido comprobar, estoy desesperado. Nos estamos adentrando en un terreno que probablemente jamás tendría que haber sido investigado. Me temo que me estoy haciendo un flaco favor. Pero quiero que entienda que el hombre que buscamos era mi mejor amigo. Era inglés y en realidad se llamaba James Teasdale. Lo abandoné en el lazareto y, desde entonces, no he vuelto a verlo. Si no aprovecho esta ocasión para enterarme de lo que fue de él, tendré que vivir el resto de mis días sumido en una terrible incertidumbre. Porque no volveré a reunir fuerzas suficientes para volver a intentarlo.

Mientras hablaban, la plaza se había ido vaciando de gente. Incluso los camareros, que habían estado toda la tarde pendientes de ellos, intentando que consumieran más o que abandonaran la terraza y dejaran la mesa a otros clientes, habían desaparecido detrás del mostrador. La retransmisión de la ceremonia de inauguración de los Juegos ya había empezado.

Welles miró con interés a Bryan cuando éste prosiguió su relato:

—Concédame dos semanas más, señor Welles. Mientras duren los Juegos. Debe centrarse únicamente en los alrededores de Friburgo. Si no hay suerte, tendré que buscar otras vías. Le ofrezco cinco mil libras más por las dos semanas. ¿Lo hará por mí?

Desde el interior del restaurante se oían toques de trompeta y el rugido de miles de personas, una cabalgata de homenaje que en aquel mismo instante retumbó calle abajo, desde todas las ventanas. Un pequeño destello del vaso que Welles había movido y toqueteado insistentemente atrapó la gravedad de su rostro haciendo que brotara una sonrisita en la comisura de sus labios. Le tendió la mano apaciblemente y dijo:

—¡En ese caso, tendrás que llamarme Keith!

A pesar del calor y los riesgos sanitarios que siempre están la-lentes cuando miles de personas se encuentran confinadas en un mismo lugar, Bryan no tuvo demasiado trabajo en la Villa Olímpica. Los casos graves de infección estomacal brillaron por su ausencia. El único contacto que, hasta entonces, había mantenido Bryan con la delegación inglesa había sido telefónico. Ya el primer día, cuando se había registrado, le habían entregado el pase para los estadios y las invitaciones habituales a diversas recepciones y eventos. Pero aunque el tiempo se le hacía eterno, nunca sentía deseos de estar acompañado. Como un pequeño viento en el ojo del huracán, Bryan se dejaba arrastrar medio adormilado a través de los acontecimientos que tenían lugar a su alrededor y que tenían a todo el mundo en vilo. «Te envidio», le decía Keith Welles cuando lo llamaba para informarle de sus pesquisas. «No te envidio», le decía Laureen durante sus conversaciones diarias, mintiendo.

La Villa Olímpica era un hervidero. Todo el mundo estaba en constante movimiento. Nadie parecía advertir su presencia. Los escasos ratos que pasaba fuera de la habitación los dedicaba a pasear por la ciudad. En las cafeterías de los grandes almacenes, en los museos, en los bancos de los parques que estaban a punto de rendirse bajo el eterno verano que se había ceñido sobre la ciudad.

La espera le resultaba insoportable. Ni siquiera los libros le servían de consuelo. La tentación de investigar la gran cantidad de empresas farmacéuticas de la zona no era suficientemente acuciante.

Todo giraba alrededor de James.

«A lo mejor me estoy haciendo viejo», pensó Bryan con la mirada fija en el televisor apagado en el rincón más alejado de la habitación. Vendrían otros Juegos Olímpicos después de éstos. Si quería presenciarlos, siempre podría pagárselo.

Cuando hubieron transcurrido diez días y Welles llamó para dar parte de sus logros, su tono de voz había cambiado.

—Es posible que tenga algo para ti, Bryan.

Las palabras le llegaron como ondas expansivas. Bryan había dejado de respirar.

—No esperes demasiado, pero creo que he encontrado a tu Hombre Calendario.

—¿Dónde estás?

—En Stuttgart, pero él está en Karlsruhe. ¿Podríamos encontrarnos allí?

—Tendré que alquilar un coche. ¿No podría recogerte de camino?

Bryan no esperaba ninguna respuesta y juntó las piernas. Era como si estuviera a punto de tener diarrea.

—Antes voy a tener que informar de mi marcha. ¡Puedo encontrarme contigo dentro de tres horas!

Era evidente que a Welles no le gustaban las prisas. El imponente coche alquilado no hacía ruido. No era la afición a la velocidad lo que llevaba a Bryan a alquilar un Jaguar; era más bien una cuestión de orgullo patriótico. Sin embargo, el coche tiraba; demasiado, según Welles. Se reclinó en el asiento intentando no mirar la calzada.

—Me propuse encontrar a un verdadero excéntrico para quien llevar la cuenta de los años, los meses, las semanas y los días fuera el epicentro de su existencia. Partiendo de esta premisa, sólo era cuestión de averiguar si ese tal Werner Fricke todavía seguía con vida. Si así era, antes o después tendría que aparecer, sólo era cuestión de insistir con las llamadas telefónicas. Puede sonar sencillo, pero llevo días enteramente dedicado a la búsqueda. Tal vez un profesional lo habría hecho de otra forma, pero yo llamé a todos y cada uno de los centros de tratamiento que pude encontrar. Creo que éste era el número cincuenta y pico.

—¿Y Gerhart Peuckert? ¿Qué ha sido de él?

Bryan fijó la mirada en la calzada y apretó las manos alrededor del volante.

—Lo siento, Bryan, pero nadie parece saber nada de él.

—¡Tranquilo! No espero que llegue todo de golpe. Has hecho un buen trabajo, Keith. Paso a paso, ¿no es así? —Bryan intentó sonreír y prosiguió—: Estoy ansioso por volver a verlo, ¿lo entiendes? Y está vivo, el querido Hombre Calendario. ¡Si él vive, todavía hay esperanzas de que James también siga con vida!

—Pueden hacerle las preguntas que quieran, pero no puedo prometerles que vaya a contestarles.

Al igual que el resto de la clínica, el despacho de la médico en jefe era luminoso y estaba decorado con gran profusión de colores.

—La familia de Werner Fricke ha sido informada acerca de su visita. No tienen nada que objetar —prosiguió la doctora Würtz con un acento impresionante, evitando sonreír—. ¡A lo mejor el señor Welles podría asumir la tarea de intérprete, señor Scott!

—¿Podríamos echarle una ojeada a su expediente?

—Sé que es médico, señor Scott. ¿Usted lo entregaría?

—¡Supongo que no!

—Tenemos una tarjeta con todos los datos más importantes.

Bryan le pidió a Welles que se saltara todos los términos de psiquiatría. Fricke estaba enfermo y lo trataban como tal. Era el expediente médico lo que tenía interés, no si Fricke alguna vez había tenido ocasión de volverse normal.

Todas las anotaciones eran posteriores a 1945; ni una palabra acerca de su lugar de procedencia, ni de lo que había provocado su enfermedad. La ciudad de Friburgo ni siquiera aparecía. Werner Fricke había surgido de la nada, así de sencillo, en una clínica cercana, de las afueras de Karlsruhe, el 3 de marzo de 1945. Después de haber estado registrado durante más de un año como desaparecido, fue trasladado de una guarnición de las SS en Tübingen. Eso era todo lo que decía su expediente en cuanto a sus antecedentes. Ninguna cartilla que pudiera esclarecer nada acerca del año que había sido arrancado del almanaque vital del Hombre Calendario.

Durante el avance de las tropas aliadas, el lugar en el que había estado ingresado Wemer Fricke, Tübingen, había sido evacuado y la totalidad de los pacientes habían sido trasladados a aquella clínica. Cuando, a principios de los años sesenta, se privatizó la clínica, la mayoría de los pacientes tuvieron que resignarse a ser trasladados. Por entonces, él era el único que quedaba de los primeros pacientes. La familia del Hombre Calendario había dispuesto de los medios suficientes para dejarlo donde estaba.

La lista de los demás pacientes de entonces era asequible. Bryan no reconoció ni un solo nombre.

Probablemente el Hombre Calendario fuera el único que había llegado allí desde la Casa del Alfabeto.

La emoción sobrecogió a Bryan. Los años desaparecieron de un plumazo al reencontrarse con aquel cuerpo macizo y paticorto, con aquellos ojos dulces.

—Ahhhh —dijo al instante frunciendo las cejas pobladas y canas, cuando Bryan se colocó entre él y el televisor.

Bryan lo saludó con la cabeza y notó cómo las lágrimas pedían paso.

—Eso se lo dice siempre a todo el mundo —le cortó la doctora Würtz.

Un cuerpo encogido después de décadas de inactividad no había despojado a aquel hombre de su dignidad. A pesar de la blusa sin mangas y unos pantalones con la bragueta abierta, el hombre que estaba sentado delante de él contemplándolo con curiosidad seguía siendo un oficial de las SS. Las experiencias vividas en el hospital de Friburgo se volvieron acusadamente nítidas y presentes. Y allí estaba el Hombre Calendario, vivito y coleando, viendo la retransmisión de los Juegos Olímpicos de Munich en un diminuto televisor en blanco y negro. Por supuesto, la fecha anotada en el bloc que colgaba sobre el aparato era correcta: «4 de setiembre de 1972, lunes.»

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