—Al señor Brown le gusta tener una botella de whisky en su habitación, Randy. Si puede proporcionarle una, le quedaría muy agradecido.
La casa de verano era un museo de infancias doradas. En el porche, mazos de croquet de color melado yacían apoyados contra una polvorienta carretilla cargada de caparazones de langosta recogidos en la playa. Olía a cera. En el vestíbulo, retratos de hombres y mujeres jóvenes tocados con sombreros de ala ancha colgaban juntos a cuadros primitivos de balleneros. Subimos detrás de Randy por una bruñida escalinata. Barley nos seguía. En cada rellano, arqueados ventanales bordeados de cristal emplomado formaban enjoyadas puertas de acceso al mar. Entramos en un corredor de dormitorios azules. El más grande estaba reservado para Clive. Desde nuestros balcones podíamos ver los jardines que se extendían hasta la casita de la orilla y, más allá del mar, el continente. Estaba empezando a oscurecer.
En un comedor de techo atravesado por blancas vigas, una vestal de Langley se las arreglaba para no miramos mientras servía langosta de Maine y vino blanco.
Mientras comíamos, Randy explicó las reglas de la casa.
—Por favor, nada de fraternizar con el personal, caballeros. Buenos días y hola solamente. Cualquier cosa que haya que decirles, será mejor que la diga yo por ustedes. Los guardianes están aquí para su servicio y seguridad, caballeros, pero nos gustaría que se mantuvieran dentro de los límites de la conveniencia. Gracias.
Terminados la cena y los discursos, Randy llevó a Ned a la sala de comunicaciones y yo acompañé a Barley hasta la casita de la orilla. Un fuerte viento soplaba sobre los jardines. Al pasar ante los conos de luz. Barley parecía sonreír indolentemente. Jóvenes provistos de aparatos de radio portátiles nos observaban.
—¿Qué tal una partida de ajedrez? —le pregunté ante su puerta.
Desde poder ver su cara más claramente, pero la había perdido, lo mismo que había perdido su estado de ánimo. Sentí una palmadita en el brazo mientras me daba las buenas noches. Su puerta se abrió y volvió a cerrarse, pero no antes de que yo hubiera vislumbrado la espectral figura de un centinela apostado a menos de dos metros de nosotros en la oscuridad.
—Un docto abogado, un excelente oficial —me aconsejó a la mañana siguiente Russell Sheriton en reverente murmullo, sabiendo que yo no era ninguna de las dos cosas, mientras sus fuertes y suaves palmas envolvían mi mano—. Uno de los verdaderos grandes. ¿Cómo le va, Harry?
Poco había cambiado en él desde su viaje de servicio a Londres: las bolsas bajo los ojos un poco más grandes, un poco más tristes, el traje azul una o dos tallas mayor, la misma barriga cubierta con una camisa blanca. La misma loción facial de empresario fúnebre ungía, seis años después, al flamante jefe de Operaciones Soviéticas de la Agencia.
Un grupo de sus jóvenes se mantenía a respetuosa distancia, aferrando sus bolsas de viaje y con el aire de pasajeros varados en un aeropuerto. Clive y Bob se hallaban uno a cada lado de él como ayudantes. Bob parecía haber envejecido diez años. Una contenida sonrisa había remplazado su aplomo del viejo mundo. Nos saludó demasiado efusivamente, como si se le hubiera advertido que se mantuviera apartado de nosotros.
La Conferencia de la Isla, como eufemísticamente se la acabó conociendo, estaba a punto de comenzar.
Hay en los acontecimientos de los días siguientes una sensación placentera, un ambiente de hombres buenos dedicados a sus asuntos, que corro el riesgo de olvidar mientras recuerdo todo lo que puedo el resto.
No me resulta fácil hacerla, pero debo intentarlo en honor a Barley, pues nunca se volvió contra nuestros anfitriones, nunca les culpó de nada de cuanto le sucedió, ni entonces ni más tarde. Podía refunfuñar acerca de los americanos en general, pero cuando los conocía individualmente hablaba de ellos en términos elogiosos. No había entre ellos un solo hombre con el que no le hubiera encantado tomarse un trago por la noche en el bar, si hubiéramos tenido uno. Y, naturalmente, Barley siempre se hacía cargo de la fuerza de cualquier argumento que fuese dirigido contra él, lo mismo que siempre se sentía enormemente impresionado por la laboriosidad de otras personas.
¡Y a fe que eran laboriosas! Si la cantidad, el dinero y el puro esfuerzo hubieran podido por sí solos producir inteligencia, la Agencia la habría tenido a carretadas…, salvo que, ¡ay! la cabeza humana no es una carreta, y existe también algo que se llama falta de inteligencia.
¡Y cuán profundamente anhelaban ser amados! Y Barley correspondía inmediatamente a su necesidad. Incluso mientras se cebaban en él, necesitaban ser amados. ¡Y también por Barley! Lo mismo que todavía necesitan ser amados por todas sus conspiraciones políticas, desestabilizaciones y locas aventuras contra El Enemigo Exterior.
Sin embargo, fue este mismo misterio de buenos corazones vueltos del revés lo que dio a nuestra semana su terror subyacente.
Hace años hablé con un hombre que había sido vapuleado, un mercenario inglés que nos estaba haciendo unos cuantos favores en África y necesitaba su premio. Lo que más recordaba no era el látigo, sino el zumo de naranja que le dieron después. Recuerda haber sido ayudado a volver a su choza, recuerda haber permanecido de bruces sobre la paja. Pero lo que realmente recuerda es el vaso de zumo de naranja fresco que un guardián puso junto a su cabeza y que luego se sentó a su lado en cuclillas, esperando pacientemente hasta que tuvo fuerzas suficientes para beber un poco. Sin embargo, era este mismo guardián quien le había azotado.
También nosotros teníamos nuestros vasos de zumo de naranja. Y teníamos nuestros guardianes decentes, aunque se escondiesen tras sus cascos de auriculares y una animosidad superficial que se fundía rápidamente ante la cálida cordialidad de Barley. Al día siguiente de nuestra llegada, los mismos guardianes con quienes teníamos prohibido fraternizar estaban entrando y saliendo de puntillas de la casita de Barley en cualquier momento y tomándose una «Coca-Cola» o un whisky antes de regresar sigilosamente a sus puestos. Percibían que era esa clase de hombre. Y, como americanos, se sentían fascinados por su fama.
Había un veterano llamado Edgar, un ex marine, con el que le gustaba jugar al ajedrez. Barley, según supe más tarde, obtuvo de él su nombre y su dirección, violando todas las reglas conocidas del oficio, para poder jugar una competición por correo «cuando haya terminado todo esto».
Y no eran sólo los guardianes. En el cortejo de jóvenes de Sheriton, igual que en el propio Sheriton, había una moderación, que era como un regular latido de cordura frente a las histéricas oscilaciones de aquellos a los que Sheriton denominaba colectivamente los egomaníacos.
Pero supongo que ésa es la tragedia de las grandes naciones. Tanto talento pugnando por ser utilizado, tanta bondad anhelando brotar al exterior. Pero tan lastimosamente expresado todo ello que a veces nos costaba creer que América nos estuviese hablando.
Pero lo estaba haciendo. El látigo era real.
Los interrogatorios tenían lugar en la sala de billar. El suelo de madera había sido pintado de rojo oscuro para el baile y la mesa de billar sustituida por un círculo de sillas. Pero en la pared se alineaban todavía un marcador de marfil y una fila de taqueras con iniciales grabadas, y la baja lámpara formaba un charco de luz en el centro, donde Barley debía sentarse. Ned lo trajo de la casita de la orilla.
—Señor Brown, me siento orgulloso de estrecharle la mano, y he decidido que mi nombre durante el tiempo que dure nuestra relación sea Haggarty —declaró Sheriton—. Nada más ponerle la vista encima, percibí algo irlandés. No me pregunte por qué. —Estaba conduciendo a Barley a buen paso a través de la sala—. Sobre todo, deseo felicitarle. Tiene usted todas las virtudes: memoria, observación, fortaleza británica, saxofón.
Todo esto en hipnótico torrente, mientras Barley sonreía tímidamente y se dejaba instalar en el lugar de honor.
Pero ya Ned se hallaba sentado rígidamente, con los brazos cruzados sobre el pecho, y Clive, aunque formaba parte del círculo, se las había arreglado para excluirse del cuadro. Estaba sentado entre los jóvenes de Sheriton y había echado su silla hacia atrás hasta quedar oculto por ellos.
Sheriton permanecía en pie ante Barley y estaba hablándole, aunque sus palabras decían que se estaba dirigiendo a otros.
—Clive, ¿me permite que bombardee al señor Brown con ciertas preguntas impertinentes? Ned, ¿quiere hacer el favor de decirle al señor Brown que se encuentra en los Estados Unidos de América y que si no quiere responder a algo no necesita hacerlo, porque su silencio será considerado prueba evidente de su culpabilidad?
—El señor Brown puede cuidar de sí mismo —dijo Barley todavía sonriendo, sin dar aún crédito a la tensión existente.
—¿Sí? ¡Estupendo, señor Brown! ¡Porque durante los dos próximos días eso es exactamente lo que esperamos que haga!
Sheriton fue hasta el aparador, se sirvió un poco de café y volvió con él. Su voz sonó con el sosegado tono del sentido común.
—Señor Brown, estamos comprando un Picasso, ¿de acuerdo? Todo el mundo en esta sala está comprando el mismo Picasso. Azul, detonante, bien hecho, ¿qué más? Hay unas tres personas en todo el mundo que lo entienden. Pero si se profundiza, sólo una cuestión importa. ¿Lo pintó Picasso o lo preparó en su granero J. P. Shmuck Jr. de South Bend, Indiana, o de Omsk, Rusia? Porque, recuerde esto —estaba dándose golpecitos en el pecho con el dedo índice y sosteniendo su taza de café con la mano libre—: No hay reventa. Esto no es Londres. Esto es Washington. Y, para Washington, la información tiene que ser útil, y eso significa que tiene que ser utilizada, no contemplada con socrática indiferencia. —Bajó la voz en reverente conmiseración—. Y usted es quien nos lo está vendiendo, señor Brown. Nos guste o no, usted personalmente es lo más cerca que llegaremos de la fuente, hasta que convenzamos al hombre que usted llama Goethe para que cambie de comportamiento y trabaje directamente para nosotros. Si alguna vez lo hacemos. Lo cual es dudoso. Muy dudoso.
Sheriton dio unos pasos hacia el borde del círculo.
—Usted es el elemento clave, señor Brown. Usted es
el hombre
. Usted es
ello
. Pero ¿cuánto de
ello
es usted? ¿Un poco? ¿Algo? ¿O todo? ¿Escribe, interpreta, produce y dirige usted mismo el guión? ¿O es usted el papel insignificante que dice que es, el inocente espectador que todos tenemos que encontrar aún?
Sheriton suspiró, como si aquello resultase un poco duro para un hombre de su delicada sensibilidad.
—Señor Brown, ¿tiene usted una compañera regular estos días, o está jodiendo con la lista de reserva?
Ned empezó a ponerse en pie, pero antes de que terminara, Barley ya había contestado. Sin embargo, su voz no era abrasiva ni aun ahora, no había en ella ningún acento hostil. Era como si no quisiese turbar la buena atmósfera que todos estábamos disfrutando.
—Bueno, ¿y qué hay de usted, amigo? ¿Cumple la señora Haggarty como debe, o nos vemos reducidos a los hábitos de nuestra juventud?
Sheriton no estaba siquiera interesado.
—Señor Brown, estamos comprando
su
Picasso, no el mío. A Washington no le gusta que sus valores anden frecuentando los bares de alterne. Tenemos que tratar esto con absoluta franqueza y sinceridad. Nada de reticencia inglesa ni de bromas de la vieja escuela. Ya antes nos hemos dejado engañar por esa basura y nunca, nunca, permitiremos que vuelva a ocurrir.
Esto, pensé, va por Bob, que había vuelto a clavar la vista en sus manos.
—El señor Brown no frecuenta los bares de alterne —intervino acaloradamente Ned—. Y el material no es suyo. Es de Goethe. No veo qué tiene que ver con el asunto su vida privada.
Guárdate tus pensamientos para ti mismo, me había dicho Clive. Sus ojos repitieron ahora el mensaje a Ned.
—¡Oh, Ned, vamos, vamos! —protestó Sheriton—. Tal como está Washington últimamente, hay que casarse y nacer de nuevo antes poder coger un maldito autobús. ¿Qué le lleva a Rusia cada cinco minutos, señor Brown? ¿Está comprando fincas allí?
Barley estaba sonriendo, pero ya no tan plácidamente. Sheriton comenzaba a irritarle, que era exactamente lo que se proponía.
—En realidad, muchacho, es un papel que he heredado. Mi padre siempre prefirió la Unión Soviética a los Estados Unidos y pasó muchos apuros publicando sus libros. Era fabiano. Una especie de partidario del New Deal. Si hubiera sido americano lo habrían metido en la lista negra.
—Lo habrían procesado, electrocutado e inmortalizado. He leído su historial. Es terrible. Háblenos más de él, señor Brown. ¿Qué le legó a usted que usted haya heredado?
—¿Qué diablos le importa eso a nadie? —exclamó Ned.
Tenía razón. El asunto del excéntrico padre de Barley había sido considerado por el piso doce y desechado como irrelevante hacía tiempo. Pero no por la Agencia. O ya no.
—Y en los años treinta, como sin duda sabe —continuó Barley en tono tranquilo— fundó un Club del Libro Ruso. No duró mucho pero tuvo éxito. Y en la guerra, cuando podía conseguir papel publicaba propaganda prosoviética, la mayor parte glorificando a Stalin.
—¿Y qué hizo después de la guerra? ¿Ayudarles en los fines de semana a construir el Muro de Berlín?
—Tenía esperanzas y luego las abandonó —respondió Barley tras unos momentos de reflexión. La parte contemplativa de él había recuperado el protagonismo—. Hubiera podido perdonarles muchas cosas a los rusos, pero no el Terror, no los campos de concentración ni las deportaciones. Eso le destrozó el corazón.
—¿Se le habría destrozado el corazón si los soviéticos hubiesen empleado métodos menos enérgicos?
—Supongo que no. Yo creo que habría sido un hombre feliz hasta su muerte.
Sheriton se secó las palmas de las manos en el pañuelo y, como un Oliver Twist crecidito, llevó de nuevo su taza de café al aparador, sujetándola con las dos manos, y allí desenroscó la capa del termo y miró tristemente su interior antes de servirse otra taza.
—Bellotas —se lamentó—. Recogen bellotas, las exprimen y sacan café de ellas. Eso es lo que hacen aquí. —Había una silla vacía junto a Bob. Sheriton se sentó en ella y suspiró—. ¿Me permite que se lo explique un poco, señor Brown? Ya no hay lugar en la vida para valorar por sus propios méritos a cada humilde miembro de la familia humana, ¿de acuerdo? Así que todo el mundo que es alguien tiene un historial. Aquí está el suyo. Su padre era un simpatizante comunista que acabó sintiéndose desilusionado. En los ocho años transcurridos desde su muerte, usted ha realizado no menos de seis visitas a la Unión Soviética. Ha vendido a los soviéticos exactamente cuatro piojosos libros de su propia lista y publicado exactamente tres de ellos. Dos horribles novelas modernas que no produjeron ningún beneficio y una bazofia sobre acupuntura de la que se vendieron dieciocho ejemplares. Está usted al borde de la bancarrota, no obstante lo cual calculamos que en estos viajes se ha gastado doce mil libras y ha obtenido unos ingresos de mil novecientos. Es usted divorciado, individualista y fruto típico del sistema educativo británico. Bebe como si estuviera regando usted solo el desierto y elige amigos del círculo de jazz con unos pasados que hacen que Benedict Arnold parezca Shirley Temple. Visto desde Washington, es usted desenfrenado. Visto desde aquí, es muy comedido, pero ¿cómo se lo explico yo a los fanáticos miembros del próximo subcomité del Congreso a quienes se les ha metido en la cabeza poner en la picota el material de Goethe porque pone en peligro la Fortaleza América?