La casa Rusia (17 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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La única diferencia era que él nunca había creído en el remedio, como tampoco yo.

Ella yacía tendida boca abajo, exhausta y posiblemente dormida. Había limpiado el piso. Como los presos limpiaban celdas y los deudos cuidan tumbas, ella había lavado la superficie de un mundo que no podía modificar. Otras personas podrían decirle a Barley que era demasiado duro consigo mismo. Las mujeres se lo decían con frecuencia. Cómo no debía hacerse responsable de las dos mitades de cada relación que se derrumbaba sobre él. Barley sabía a que atenerse. Conocía la distancia existente entre él mismo y todas las cosas. En aquellos días él era todavía el inigualado experto en su propia incurabilidad.

La tocó en el hombro, pero ella no se movió, por lo que comprendió que estaba despierta.

—Tuve que ir a la Embajada —dijo—. En Londres hay gente que reclama a coro mi presencia. Tengo que volver y enfrentarme a la música o me quitarán el pasaporte.

Sacó una maleta de debajo de la cama y empezó a llenarla con las camisas que ella le había planchado.

—Dijiste que esta vez no ibas a volver —respondió ella—. Que ya habías cumplido tu período inglés. Que habías terminado.

—Me han apuntado en el vuelo de la mañana. No hay nada que pueda hacer. Dentro de unos minutos va a venir un coche a recogerme.

Fue al cuarto de baño en busca de su cepillo de dientes y sus útiles de afeitar.

—Están acumulando contra mí todos los cargos imaginables —exclamó—. No hay nada que pueda hacer.

—Y yo vuelvo con mi marido —dijo ella.

—Quédate aquí. Utiliza el piso. Lo que quieras. Van a ser sólo unas semanas.

—Si no hubieras dicho todo aquello, habríamos estado de maravilla. Yo habría sido feliz teniendo sólo una aventura. Deberías ver tus cartas. Oírte a ti mismo.

Barley no la miraba. Estaba inclinado sobre su maleta.

—No se lo hagas a nadie más —dijo ella.

Y no pudo mantener por más tiempo la calma. Empezó a sollozar y estaba sollozando cuando él se marchó, y aún seguía sollozando a la mañana siguiente cuando yo entré y le puse bajo las narices un impreso de declaración y le pregunté cuánto le había contado Barley. Nada. Me expuso toda la historia y, sin embargo, le defendió a capa y espada. Hannah habría hecho lo mismo. Y lo sigue haciendo, un desbordamiento de lealtad todavía hoy, cuando sus ilusiones quedaron ya destruidas.

Ned y sus hombres de la Casa Rusia no disponían más que de tres semanas para poner en forma a Barley. Tres fines de semana y quince días que no empezaban hasta las cinco de la tarde, cuando Barley se escabullía de su oficina.

Pero Ned llevaba acabo el trabajo como sólo él podía hacerlo. Ned habría mantenido en pie a los adiestradores toda la noche y él mismo toda la noche y el día. Y Barley, con la mutabilidad que era innata en él, giraba y oscilaba a impulsos de cada soplo de brisa, hasta que se asentó y encontró un rostro fijo y, a medida que se aproximaba el día de su partida, uno serio también. A menudo parecía aceptar sin vacilaciones toda la ética de nuestro oficio. Después de todo, le dijo a Walter, ¿no era la apariencia lo único importante? ¡Oh
Dios
mío, sí!, exclamó Walter, complacido…, ¡y no sólo en nuestro oficio! ¿Y no era una máscara toda la identidad del hombre?, insistió Barley; ¿y no era el mundo secreto el único en que valía la pena vivir? Walter le aseguró que así era y le aconsejó que estableciera en él su residencia permanente antes de que subieran los precios.

Barley había amado a Walter desde el principio, había amado la fragilidad y, como ahora comprendo, la fugacidad que había en él. Parecía saber desde el primer momento que estaba tomando la mano de un hombre que caminaba hacia su destrucción. En otras ocasiones, el propio rostro de Barley se tornaba tan vacío como la tumba abierta. No habría sido Barley si no hubiera sido un péndulo.

Sobre todo, se aficionó a la atmósfera familiar que Ned, con su Instinto del espectáculo, cuidaba tan asiduamente, las animadas cenas, la participación y el ser la estrella de la familia, las partidas de ajedrez con el viejo Palfrey, a quien Ned unció astutamente al carro de Barley para compensar la influencia turbadoramente efímera de Walter.

—Déjate caer por aquí siempre que te apetezca —me dijo Ned, con una palmadita amistosa.

Así que me convertí en el viejo Harry de Barley.

¡Viejo Harry, vamos a echar una partida de ajedrez, maldita sea! Viejo Harry, ¿por qué no te quedas a cenar? Viejo Harry, ¿dónde tienes el jodido vaso?

Ned invitaba de vez en cuando a Bob, y nunca a Clive. Era el espectáculo de Ned, era su obra, y él sabía perfectamente hasta dónde podía llegarse con Barley sin enfurecerle.

Para instalarle, Ned había elegido una villa de estilo eduardiano situada en Knightsbridge, zona de Londres en la que Barley no tenía amistades ni relaciones. Clive parpadeó al enterarse de su precio, pero pagaban los americanos, así que sus remilgos estaban fuera de lugar. La casa se encontraba en una calle sin salida a menos de cinco minutos a pie de «Harrods», y yo la alquilé a nombre del Grupo de Acción e Investigación Ética, organismo de carácter caritativo que había registrado años antes y había mantenido en reserva para cuando se presentara la ocasión de utilizarlo. Fue designada para cuidar de la casa una agradable ama de llaves del Servicio llamada Srta. Coad, y yo le tomé puntualmente juramento en la lista del «Pájaro Azul» La habitación de los niños del piso superior fue convertida en una modesta sala de reuniones y, como en el resto de las habitaciones, que eran cómodas y bien amuebladas, se instalaron micrófonos en ella.

—Ésta será su casa durante bastante tiempo —le dijo Ned a Barley, mientras le enseñaba las habitaciones—. Aquí está su dormitorio cuando lo necesite, y aquí tiene la llave. Utilice el teléfono todo lo que quiera, pero me temo que estaremos escuchando, así que si se trata de conversaciones privadas, más vale que recurra a la cabina del otro lado de la calle.

Como toque final, había pedido que la autorización de Interior se extendiera también a la cabina telefónica. Intenso interés americano.

Como Barley y yo éramos bastante noctámbulos, jugábamos nuestras partidas de ajedrez cuando los otros se habían acostado. Él era un contrincante impulsivo y a menudo brillante, pero hay en mí una veta calculadora que él nunca ha poseído, y yo sintonizaba con sus debilidades mejor que él con las mías. Después de todo, yo había leído su expediente. Pero aún recuerdo partidas en que él veía toda una campaña de una sola ojeada y con tres o cuatro movimientos y un rugido de regocijo me obligaba a abandonar.

—¡Te cacé, Harry! ¡Estás perdido! ¡Ríndete!

Pero cuando empezábamos otra partida, yo notaba que la paciencia le abandonaba. Comenzaba a merodear y a agitar las manos y dejaba que su mente emprendiera uno de sus viajes.

—¿Casado, Harry?

—No como para darme cuenta —respondí.

—¿Qué diablos quiere decir eso?

—Tengo una esposa en el campo. Yo vivo en la ciudad.

—¿Hace mucho?

—Un par de siglos —dije indolentemente, deseando ya haber dado una respuesta diferente.

—¿La quieres?

—¡Mi querido amigo!

Pero él me estaba mirando, deseando saber.

—Supongo que desde lejos. Sí —añadí a regañadientes.

—¿Y ella te quiere también?

—Supongo que sí. Ha pasado algún tiempo desde que se lo pregunté.

—¿Hijos?

—Uno. Anda ya por los treinta.

—¿Sueles verle?

—Una felicitación por Navidad, funerales y bodas. Somos bastante buenos amigos a nuestra manera.

—¿A qué se dedica?

—Flirteó con la ley. Ahora gana dinero.

—¿Es feliz?

Me sentí irritado, cosa que últimamente es inhabitual en mí. Las definiciones de felicidad y amor no eran cosa suya. Yo tenía derecho a acercarme a él, pero no al revés. Y más inhabitual todavía era que yo dejara traslucir mi ira. Sin embargo, debí de hacerlo, pues le sorprendí mirándome con preocupación, preguntándose sin duda si no habría tocado accidentalmente alguna tragedia familiar. Luego enrojeció y se volvió, buscando una distracción que nos sacara del trance.

—Digamos que no opone resistencia, señor —dijo un tal señor Candyman, especialista en el último grito en micrófonos corporales, dirigiéndose a Ned—. No es que sea un lince, pero escucha y, ciertamente, recuerda.

—Es un caballero, señor Ned, que es lo que a mí me gusta —dijo una vigilante a la que se había encargado que enseñara a Barley los rudimentos de las técnicas callejeras—. Tiene inteligencia y tiene sentido del humor, que yo suelo decir que es la mitad del camino.

Más tarde confesó que había rechazado sus proposiciones en cumplimiento de las normas del Servicio, pero que él había logrado introducirla en la obra de Scott Fitzgerald.

—Parece cosa de brujería —declaró roncamente Barley al término de una fatigosa sesión sobre las técnicas de la escritura secreta. Pero era evidente que disfrutaba con ello de todos modos.

Y al ir acercándose el día decisivo, su sumisión se hizo total. Incluso cuando introduje al contable del Servicio, un tipo de aspecto lúgubre llamado Christopher, que había dedicado cinco días a una aterrada inspección de los libros de «Abercrombie Blair», Barley no manifestó la rebeldía que yo había esperado.

—¡Pero si todos los editores estamos casi en quiebra, Chris, muchacho! —protestó, paseando de un lado a otro del saloncito, sosteniendo el vaso de whisky en la mano mientras daba sus zancadas—. Los grandes como Jumbo comen las hojas, y nosotros mordisqueamos la corteza —y añadió, poniendo acento alemán—: Ustedes tienen sus métodos, nosotros tenemos los nuestros.

Pero a Ned y a mí nos traía sin cuidado el mundo editorial. Y lo mismo a Chris. Lo que nos importaba era la operación, y nos obsesionaba la pesadilla de que Barley pudiera dejamos colgados en medio de ella.

—¡Pero yo no
necesito
un maldito director! —exclamó Barley, agitando hacia nosotros sus baqueteadas gafas—. Yo no puedo
pagar
a un maldito director. ¡Mis santas tías en Ely reventarán las ligas si contrato a un maldito director!

Pero yo ya me había encargado de las santas tías. Durante un almuerzo en «Rules» había cortejado y conquistado a Lady Pandora Weir-Scott, más conocida por Barley como la Vaca Sagrada a causa de sus acendradas creencias anglicanas. Oficiando como pontífice del Foreign Office, yo le había explicado confidencialmente que la casa de «Abercrombie Blair» iba a recibir una subvención subrepticia de la Fundación Rockefeller para promover las relaciones culturales anglosoviéticas. Pero ni una palabra, o el dinero sería escamoteado y entregado a otra editorial que lo mereciese.

—Bueno, pues
yo
lo merezco mucho más que
nadie
—aseguró Lady Pandora, separando los codos para extraer de su langosta la última tira comestible—. Pruebe a dirigir «Ammerford» con treinta mil al año.

Malévolamente, le pregunté si podía abordar a su sobrino.

—Ni hablar. Déjemelo a mí. Él no conoce el valor del dinero y no sabe mentir.

La necesidad de proporcionar a Barley un encargado pareció de pronto más urgente.

—Usted lo solicitó —explicó Ned, agitando ante el rostro de Barley un anuncio de una reciente edición de la Prensa cultural.
Acreditada editorial británica busca lector cualificado de ruso para promoción a director, 25-45 años, ficción y técnicas, currículum vitae.

Y a la tarde siguiente Leonard Carl Wicklow se presentó en los repetidamente hipotecados locales de «Abercrombie Blair», de Norfolk Street, Strand.

—Tengo un ángel para usted, señor Barley —retumbó en el viejo interfono la voz empapada en ginebra de la señora Dunbar—. ¿Le hago pasar?

Un ángel con las perneras de los pantalones sujetas con pinzas de ciclista y una cartera colgada de una correa que le cruzaba el pecho en bandolera. Frente angélica y despejada, sin una arruga, angélicos rizos rubios. Ojos angélicos que no conocían el mal. Una nariz angélica, tan misteriosamente torcida que lo primero que a uno se le ocurría al verle era alargar la mano y tratar de enderezársela. Entrevístele como lo haría con cualquier otro, le había dicho Ned a Barley. Leonard Carl Wicklow, nacido en Brighton en 1964, graduado con mención de honor en la Escuela de Estudios Eslavos y de Europa Oriental, Universidad de Londres.

—¡Oh, sí! Usted. Maravilloso. Siéntese —gruñó Barley—. ¿Qué diablos le trae al mundo editorial? Piojoso oficio —había almorzado con una de sus más estridentes novelistas y todavía estaba digiriendo la experiencia.

—Bueno, en realidad es un deseo que he tenido durante años, señor —dijo Wicklow, con una sonrisa de angélico entusiasmo.

«No sé si el cabrón de él ladra o ronronea» le dijo esa misma noche a Ned en Knightsbridge, mientras subíamos los tres las estrechas escaleras para nuestra vespertina cita con Walter.

—La verdad es que las dos cosas las hace bastante bien —respondió Ned.

Los seminarios de Walter mantenían cautivado a Barley. Barley amaba a cualquiera cuyo asidero en la vida fuese tenue, y Walter parecía como si se hallara en peligro de caerse por el borde del mundo cada vez que se levantaba de la silla. Hablaban de técnicas comerciales, hablaban de teología nuclear, hablaban del relato de horror de la ciencia soviética de la que era inevitablemente heredero el «Pájaro Azul» quienquiera que fuese. Walter era un profesor demasiado bueno como para revelar cuál era su tema, y Barley estaba demasiado interesado como para preguntar.


¿Control?
—exclamó Walter, indignado—. ¿De verdad que no puede distinguir entre
control
y
desarme
, mentecato? ¿Desactivar la crisis mundial, dice? ¿Qué patochada propia del
Guardian
es ésa? Nuestros dirigentes
adoran
la crisis. Nuestros dirigentes se
regodean
en la crisis. ¡Nuestros dirigentes se pasan la vida explorando el globo en busca de crisis que re aviven sus desfallecientes libidos!

Y Barley, lejos de ofenderse, se inclinaba hacia delante en su silla, gemía y aplaudía y pedía más. Desafiaba a Walter, se ponía en pie de un salto y recorría de un lado a otro la habitación. Tenía memoria, tenía aptitud, como Walter había predicho. Y su virginidad científica cedió al primer asalto, cuando Walter pronunció su conferencia introductoria sobre el equilibrio del terror, que se las había ingeniado para convertir en un inventario de todas las locuras de la Humanidad.

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