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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (21 page)

BOOK: La casa Rusia
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—Sí, señor.

¿Cómo diablos aprendía Wicklow tan rápidamente toda esta basura?, pensó Barley.

Zapadny estaba todavía examinando el prospecto, pasando una rígida e inmaculada página tras otra.

—¿Has editado

esta mierda, Barley? —preguntó cortésmente.

—No, «Potomac» —respondió Barley.

—Pero el río Potomac está muy lejos de la ciudad de Boston —objetó Zapadny, aireando sus conocimientos de geografía americana para los pocos que los compartían—. A menos que lo hayan cambiado de sitio recientemente, está en Washington. Me pregunto qué mutua atracción puede existir entre la ciudad de Boston y ese río. ¿Estamos hablando de una compañía
antigua
, Barley, o de una
nueva
?

—Nueva en el ramo. Antigua en el mercado. Son comerciantes, antes de Washington y ahora de Boston. Capital especulador. Cartera diversificada. Producción cinematográfica, aparcamientos, máquinas tragaperras, prostitución y cocaína. Lo habitual. La editorial es sólo una de sus actividades marginales.

Pero mientras sonaban las risas, a quien oía mentalmente hablar era a Ned. «Enhorabuena, Barley. Aquí, Bob, ha encontrado un ricachón de Boston que está dispuesto a aceptarle como socio. Todo lo que tiene que hacer es gastar su dinero».

Y Bob, con sus grandes pies y su chaqueta de mezclilla, sonriendo la sonrisa del comprador.

Once y media. Ocho horas y cuarenta y cinco minutos hasta las quizás ocho y cuarto.

—El chófer quiere saber qué debe esperar cuando se encuentre con la reina —estaba gritando entusiásticamente Wicklow por encima del respaldo—. Le preocupa realmente. ¿Acepta sobornos? ¿Manda ejecutar a la gente por pequeñas infracciones? ¿Qué se siente viviendo en un país gobernado por dos feroces mujeres?

—Dígale que es agotador, pero que nos sobreponemos —dijo Barley con un enorme bostezo.

Y, habiéndose refrescado con un trago de su botella, se recostó en los cojines y despertó para encontrarse siguiendo a Wicklow por el corredor de una prisión. Salvo que, en lugar de los gritos de los encarcelados, era el silbido de una tetera lo que oía y el repiqueteo de un ábaco sonando en la oscuridad. Un momento después, Wicklow y Barley se hallan en las oficinas de una compañía ferroviaria británica, cosecha de 1935. Bombillas cubiertas de huellas de moscas y difuntos ventiladores eléctricos cuelgan de las vigas de hierro fundido. Amazonas con pañuelos en la cabeza presiden máquinas de escribir cirílicas, grandes como hornos. Gruesos libros de contabilidad abarrotan los polvorientos estantes. Montones de cajas de zapatos llenas de carpetas de cuero se elevan desde la tarima del suelo hasta los alféizares.

—¡Barley! ¡Cristo! ¡Bienvenido a Prometeo Desencadenado! Me dicen que por fin tienes algo de dinero. ¿Quién te lo dio? —grita una figura de edad media ataviada con equipo de combate estilo Fidel Castro, saltando hacia ellos a través del desorden—. Vamos a negociar directamente, ¿eh? ¡Al diablo con esos gilipollas de VAAP!

—¡Yuri, qué alegría verte! Te presento a Len Wicklow, nuestro director de habla rusa.

—¿Es usted espía?

—Sólo en mis ratos libres, señor.

—¡Cristo! ¡Un tipo majo! Me recuerda a mi hermano pequeño.

Están en Madison Avenue. Persianas venecianas, mapas murales y sillones. Yuri es gordo, exuberante y judío. Barley le ha traído una botella de «Black Label» y unos pantys para su bella y nueva esposa. Abriendo la botella de whisky, Yuri insiste en servirlo en las tazas de té. Entran en el éter ruso. Hablan de Bulgakov, Platonov, Ajmatova. ¿Será autorizado Solzhenitsyn? ¿Y Brodsky? Hablan de Una serie de escritores ingleses contemporáneos que han encontrado arbitrariamente favor oficial y, por consiguiente, fama en Rusia, Barley no ha oído hablar de algunos y detesta a otros. Carcajadas, brindis, noticias de amigos ingleses, muerte a los gilipollas de VAAP. Rusia está cambiando por momentos, ¿se ha enterado Barley? ¿Vio aquel artículo en el
Moscow News
del pasado jueves sobre los chiflados neofascistas de Pmayat, con su trasnochado nacionalismo y su antisemitismo y su antitodo menos ellos mismos? ¿Y qué tal el artículo de
Ogonyok
sobre Sigmund Freud? ¿Y la postura de
Novy Mir
sobre Nabokov? Directores, diseñadores, traductores proliferan en las sorprendentes cantidades habituales, pero ninguna Katya. Todo el mundo está borracho, incluso los que han rehusado el alcohol. Es presentado un gran escritor llamado Misha y se le hace sentarse donde su público pueda verle.

—Misha no ha estado todavía en la cárcel —explica apologéticamente Yuri, entre grandes carcajadas—. Pero quizá, si tiene suerte, le manden allá antes de que sea demasiado tarde y pueda ser publicado en Occidente.

Hablan de las últimas obras maestras soviéticas de ficción. Yuri ha elegido solamente ocho de su propia lista; cada una de ellas es un bestseller seguro, Barley. Publícalas, y podrás abrirme una cuenta bancaria en Suiza. Una afanosa búsqueda de bolsas de plástico antes de que Wicklow se haga cargo de las copias realizadas mediante papel carbón de ocho manuscritos impublicables, pues éste es un mundo en que la fotocopiadora y la máquina de escribir eléctrica siguen siendo prohibidos instrumentos de sedición.

—Hablando de teatro y de Afganistán. ¡Pronto nos reuniremos todos en Londres! —exclama Yuri, como un jugador loco apostándoselo todo.

—Te enviaré a mi hijo, ¿de acuerdo? ¿Y me envías tú al tuyo? Escucha, ¡intercambiamos rehenes, y de esa manera nadie se bombardea mutuamente!

Todo el mundo guarda silencio cuando Barley habla y también cuando lo hace Misha, el gran escritor. Wicklow traduce mientras Yuri y otros tres formulan objeciones a la traducción de Wicklow. Misha objeta a las objeciones. Ha empezado la cuesta abajo.

Alguien pide saber por qué Gran Bretaña continúa gobernada todavía por el Partido Conservador fascista. ¿Por qué no echa a patadas el proletariado a esos bastardos? Barley responde algo de escasa originalidad sobre que la democracia es el peor de los sistemas a excepción de todos los demás, Nadie ríe. Quizá ya lo conocen, quizá no les gusta. Terminado el whisky, es el momento de marcharse mientras se van debilitando las sonrisas. ¿Cómo pueden los ingleses predicar los derechos humanos, pregunta hoscamente alguien, cuando están esclavizando a los irlandeses y los escoceses? ¿Por qué apoyan al repugnante Gobierno de Sudáfrica?, grita una rubia de noventa años con vestido de baile. Yo no lo apoyo, dice Barley. De verdad que no.

—Escucha —dice Yuri, ya en la puerta—. Mantente apartado de ese bastardo de Zapadny, ¿de acuerdo? No digo que sea de la KGB. Lo único que digo es que necesitó de varios buenos amigos para volver a la circulación. ¿Comprende lo que quiero decir?

Ya se habían abrazado muchas veces.

—Yuri —dice Barley—, mi anciana madre me enseñó a creer que todos vosotros erais de la KGB.

—¿Yo también?

—Tú especialmente. Decía que tú eras el peor.

—Te adoro. ¿Me oyes? Mándame a tu hijo. ¿Cómo se llama?

La una y media y van retrasados una hora para su próximo paso a lo largo del duro camino hacia las quizás ocho y cuarto.

Maderas oscuras, comida espléndida, criados respetuosos, la atmósfera de un aristocrático pabellón de caza. Están sentados a la larga mesa dispuesta bajo la galería del Sindicato de Escritores. Nuevamente preside Alik Zapadny. Varios prometedores jóvenes escritores de sesenta años se acercan, escuchan y vuelven a alejarse, llevándose consigo sus grandes pensamientos. Zapadny señala a los recientemente liberados de la prisión y a aquellos que espera no tarden en remplazarles. Burócratas literarios acercan sus sillas y practican su inglés. Wicklow interpreta, Barley brilla fulgurantemente, bebiendo zumo de frutas y los restos de «Black Label». El mundo va a ser un lugar mejor, le asegura Barley a Zapadny, como si fuese un experto en lo que al mundo se refiere.

Temerariamente, cita a Zinoviev.

—¿Cuándo terminará todo esto? ¿Cuándo dejará la gente de hacer cola ante la Tumba? —Alusión al mausoleo de Lenin.

Esta vez, los aplausos no son tan ensordecedores.

A las dos en punto, de conformidad con las nuevas leyes reguladoras de la bebida y en el momento preciso, el camarero lleva una botella de vino, y Zapadny, en honor de Barley, saca una botella de vodka de su apolillada cartera.

—¿Te ha dicho Yuri que soy de la KGB? —pregunta, con tono lastimero.

—Naturalmente que no —responde vigorosamente Barley.

—No te consideres singularizado. Se lo dice a todos los occidentales. La verdad es que a veces me preocupa un poco Yuri. Es buena persona, pero todo el mundo sabe que es un piojoso editor, así que ¿cómo logra un judío como él su posición? Su hijo pequeño fue bautizado en Zagorsk la semana pasada. ¿Cómo explicas eso?

—No es asunto mío, Alik. Vive y deja vivir. Finito. —Y, en un aparte, en voz baja—: Sáqueme de aquí, Wickers, me estoy poniendo sereno.

Hacia las seis, después de otras dos reuniones enormemente elocuentes, y habiendo conseguido milagrosamente declinar media docena de invitaciones para la noche, Barley está de nuevo en su habitación del hotel, pugnando con la ducha para serenarse, mientras habla alegremente con Wicklow de temas editoriales a través de la puerta, a la atención de los ocultos micrófonos. Pues Wicklow tiene orden de Ned de permanecer con Barley hasta el último momento por si le asalta el miedo escénico o se aturrulla en su papel.

Capítulo 7

En aquel tercer año de la Gran Reconstrucción Soviética, el hotel «Odessa» no era la joya de la tosca industria turística de Moscú, pero tampoco era la pieza peor. Estaba destartalado, estaba ruinoso, era selectivo en sus favores. Ligado al rubio más que al dólar, carecía de refinamientos tales como bares funcionando con moneda extranjera y grupos de fatigados ciudadanos de Minnesota reclamando lacrimosamente sus desaparecidos equipajes. Estaba tan mal iluminado que las lámparas de bronce y las espadañas y el porticado comedor recordaba al viejo pasado en el momento de su derrumbamiento más que al fénix socialista emergiendo de las cenizas. Y cuando salía uno del temblequeante ascensor y desafiaba el ceño del conserje de piso, acurrucado en su garita y rodeado de ennegrecidas llaves de habitación y mohosos teléfonos, era probable que experimentase la impresión de haber regresado a las más perversas instituciones de su juventud.

Pero entonces la Reconstrucción no era todavía un medio visual. Se encontraba estrictamente en la fase auditiva.

Sin embargo, para los que la buscaban, el «Odessa» en aquellos tiempos tenía alma, y, con suerte, la sigue teniendo. Las buenas damas de recepción conservan un corazón amable tras sus miradas de acero; los porteros han llegado a permitir el paso al ascensor sin exigir el pasaporte por quinta vez en el mismo día. El encargado del restaurante, supuesto el estímulo adecuado, le conducirá a uno hasta su mesa y le gustará ver una buena cara a cambio. Y por las tardes, entre las seis y las nueve, el vestíbulo se convierte en una improvisada muestra de las cien naciones del Imperio. Administradores de Tashkent elegantemente vestidos, rubios maestros de escuela de Estonia, fieros funcionarios del Partido de Turkmenistán y Georgia, directores de fábrica de Kiev, ingenieros navales de Arkángel —por no hablar de cubanos, afganos, polacos, rumanos y un pelotón de alemanes orientales desaliñadamente arrogantes— salen de los charabanes que les han traído del aeropuerto y descienden de la luz de la calle a la amortiguadora oscuridad del vestíbulo para rendir su homenaje a Roma y desplazar metro a metro su equipaje en dirección a la tribuna.

Y Barley, renuente emisario de un imperio diferente, ocupó esa tarde su lugar entre ellos.

Primero se sentó, sólo para encontrarse con que una vieja dama le daba unos golpecitos en el hombro y le pedía el asiento. Luego remoloneó por el interior de un recinto contiguo hasta que se vio en riesgo de quedar bloqueado por un muro de maletas de cartón y paquetes marrones. Finalmente, se desplazó a la protección de una columna central y allí permaneció, excusándose a todo el mundo, viendo girar la puerta de cristales, mientras sujetaba contra el pecho
Emma
, de Jane Austen, y sostenía con la otra mano una horrible bolsa del aeropuerto de Heathrow.

Fue una buena cosa que Katya llegase para salvarle.

No había nada secreto en su entrevista, nada reservado en su comportamiento. Cada uno de ellos divisó al otro en el mismo instante, mientras Katya estaba atravesando todavía la puerta. Barley levantó un brazo, agitando a Jane Austen.

—¡Hola, soy yo! ¡Blair! —gritó.

Katya desapareció y reapareció victoriosa. ¿Le oyó? Sonrió de todos modos y levantó los ojos hacia el cielo, en muda mímica, presentándole excusas por su retraso. Se echó hacia atrás un mechón de negros cabellos, y Barley vio los anillos de boda y de compromiso de Landau.

«Debería haberme visto tratando de escabullirme», le estaba ella diciendo por señas por encima de las cabezas. O: «Me ha sido completamente imposible encontrar un taxi».

«No importa en absoluto», estaba respondiendo, también por señas, Barley.

Luego se desentendió por completo de él mientras fruncía el ceño y rebuscaba en su bolso la tarjeta de identidad para enseñársela al policía de paisano cuyo agradable trabajo aquella noche era interceptar a todas las damas atractivas que entraban en el hotel. Era una tarjeta roja lo que mostró, por lo que Barley adivinó que se trataba del Sindicato de Escritores.

Luego el propio Barley se distrajo mientras trataba de explicar en su pasable aunque trabajoso francés a un corpulento palestino que no, lo sentía, pero
no
era miembro del Grupo de Paz, muchacho, y,
no
, tampoco era el director del hotel y dudaba mucho que hubiese alguno.

Wicklow, que había observado estos hechos desde la zona media de la escalera, manifestó más tarde que nunca había visto un encuentro abierto mejor realizado.

Como actores, Barley y Katya iban vestidos para obras diferentes: Katya, para alta comedia, con su vestido azul y cuello de encaje antiguo que tanto le había gustado a Landau; y Barley, para comedia cómica inglesa, con un traje a rayas de su padre que le estaba demasiado corto de mangas y un par de desgastadas botas de ante de «Ducker», en Oxford, que sólo un coleccionista de antigüedades habría podido considerar como todavía espléndidas.

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