La casa Rusia (23 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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—Quizá le llame esta noche a última hora —respondió ella, cediendo.

—Quizá, no.

—Le llamaré.

Quedándose en la escalera. Barley vio cómo ella se aproximaba al borde de la multitud y, luego, parecía tomar aliento antes de extender los brazos y abrirse paso en dirección a la puerta. Estaba sudando. Un manto de humedad pendía sobre su espalda y sus hombros. Necesitaba un trago, Sobre todo, necesitaba desembarazarse del micrófono. Sentía deseos de destrozarlo en mil pedazos, pisotearlos y enviárselos a Ned por correo certificado y personal.

Wicklow, con su nariz ganchuda, subía las escaleras en dirección a él, sonriendo como un ladrón y diciendo algún despropósito acerca de una biografía soviética de Bernard Shaw.

Katya caminaba rápidamente, buscando un taxi, pero necesitando moverse. El cielo se había cubierto de nubes y no había estrellas, sólo las anchas calles y el resplandor de los arcos voltaicos que llegaba desde Petrovka. Necesitaba poner distancia entre Barley y ella. Un pánico nacido, no del miedo, sino de una violenta aversión. Amenazaba apoderarse de su persona. No debía haber mencionado a los gemelos. Él no tenía ningún derecho a derribar los muros de papel que se alzaban entre una vida y otra. No debía acosarla con preguntas burocráticas. Ella había confiado en él: ¿por qué no confiaba en ella?

Dio la vuelta a una esquina y continuó andando. Es un típico imperialista, falso, impertinente y receloso. Pasó un taxi sin hacerle caso. Un segundo taxi redujo la marcha el tiempo suficiente para oírle vocear su punto de destino y, luego, volvió a acelerar en busca de un encargo más lucrativo…, transportar prostitutas, trasladar muebles, repartir verduras, carne y vodka del mercado negro y maniobrar las trampas para turistas. Estaba empezando a llover, gotas grandes y bien dirigidas.

Su humor, tan fuera de lugar. Sus inquisiciones, tan impertinentes. Nunca volveré a acercarme a él. Debería coger el Metro, pero temía el confinamiento. Atractivo, naturalmente, como lo son muchos ingleses. Aquella graciosa tosquedad. Era ingenioso y, sin duda, sensitivo. No había esperado que fuera a acercarse tanto. O quizás era ella quien se había aproximado demasiado a él.

Siguió caminando, serenándose, buscando un taxi. Arreció la lluvia. Sacó del bolso un paraguas plegable y lo abrió. Fabricado en Alemania Oriental, regalo de un efímero amante del que no se había sentido orgullosa. Al llegar a un cruce, se disponía a bajar a la calzada cuando un muchacho en un «Lada» azul se detuvo a su lado. Ella no le había llamado.

—¿Cómo va el negocio, hermanita?

¿Era un taxista, era un atracador? Montó y dio su dirección. El muchacho empezó a protestar. La lluvia retumbaba sobre el techo del vehículo.

—Es urgente —dijo, y le dio dos billetes de tres rublos—. Es urgente —repitió, y miró su reloj, al tiempo que se preguntaba si mirar relojes era algo que la gente hacía cuando se dirigía apresuradamente al hospital.

El muchacho parecía haberse tomado a pecho su causa. Estaba conduciendo y hablando a velocidad vertiginosa mientras la lluvia penetraba torrencialmente por su abierta ventanilla. Su madre, enferma en Novgorod, se había desmayado mientras cogía manzanas en lo alto de una escalera y había despertado con las dos piernas escayoladas, dijo. El parabrisas era un torrente de agua furiosamente arremolinada. No había parado para colocar los limpiaparabrisas.

—¿Y qué tal está ahora? —preguntó Katya, anudándose un pañuelo en torno a la cabeza. Una mujer con prisa por llegar al hospital no se pone a charlar sobre la situación de otras, pensó.

El muchacho detuvo el coche. Katya vio la verja. El cielo estaba despejado de nuevo, y la noche, cálida y fragante. Se preguntó si realmente había llovido.

—Tome —dijo el muchacho, tendiéndole sus billetes de tres rublos—. La próxima vez, ¿eh? ¿Cómo se llama? ¿Quiere fruta fresca, café, vodka?

—Quédeselo —replicó ella secamente, y rechazó el dinero.

La puerta de la verja estaba abierta, conduciendo a lo que podría haber sido un bloque de oficinas, con unas cuantas luces mortecinas encendidas. Un tramo de escalones de piedra, medio enterrados en barro y broza, ascendía hasta una galería elevada que cruzaba sobre un patio. Mirando hacia abajo, Katya vio ambulancias aparcadas, con sus luces azules girando perezosamente, y los conductores y camilleros fumando en grupo. A sus pies yacía una mujer tendida sobre unas parihuelas, con el magullado rostro torcido hacia un lado como para escapar a un segundo golpe.

Él se ocupó de mí, mientras su mente retornaba por un momento a Barley.

Avanzó presurosa hacia el gris edificio que se alzaba ante ella. Una clínica diseñada por Dante y construida por Franz Kafka, recordó. El personal viene aquí para robar medicinas y venderlas en el mercado negro; todos los médicos practican el pluriempleo para mantener a sus familias, recordó. Un lugar para la chusma y la canalla de nuestro imperio, para el pobre proletariado carente de la influencia o las conexiones de unos pocos. La voz que sonaba en su cabeza poseía un ritmo que marchaba con ella mientras atravesaba con paso firme las puertas dobles. Una mujer le dirigió la palabra con tono airado, y Katya, en lugar de mostrarle su tarjeta, le entregó un rubio. El vestíbulo reverberaba como una piscina. Detrás de un mostrador de mármol, más mujeres se comportaban como si no existiera nadie más que ellas mismas. Un viejo vestido con uniforme azul dormitaba en una silla, con los ojos abiertos fijos en un aparato de televisión apagado. Cruzó con pasos rápidos ante él y entró en un corredor a lo largo del cual se alineaban camas de pacientes. La última vez que estuvo allí no había camas en el corredor. Quizá las sacaban para dejar sitio a alguien importante. Un exhausto practicante estaba dando sangre a una anciana, ayudado por una enfermera vestida con bata abierta y pantalones vaqueros. Nadie gemía, nadie se quejaba. Nadie preguntaba por qué debía morir en un pasillo. Un letrero iluminado mostraba las primeras letras de la palabra «Urgencias». Lo siguió. Compórtate como si estuvieras en tu casa, le había aconsejado él la primera vez. Y había dado resultado. Le seguía dando.

La sala de espera era un salón de conferencias abandonado e iluminado como un pabellón nocturno. En el estrado, una matrona de venerable rostro se sentaba ante una hilera de solicitantes tan larga como un ejército en retirada. En el auditorio, los desventurados de la Tierra gruñían y susurraban en la media luz y atendían a sus hijos. Hombres con heridas vendadas a medias yacían tendidos en bancos. Se oían los juramentos de borrachos tendidos en los rincones. El aire hedía a antiséptico, vino y sangre seca.

Aún debía esperar diez minutos. Y, de nuevo, sé encontró con que su mente retornaba a Barley. Su mirada franca y directa, su aire de valor desesperado. ¿Por qué no le daría mi número de teléfono? Su mano sobre su brazo como si siempre hubiera estado allí. «He venido aquí por usted». Eligiendo un banco roto situado junto a la puerta trasera con el letrero de «Lavabos», se sentó y clavó la mirada al frente. Puedes morirte allí, y nadie preguntará tu nombre, había dicho él. Está la puerta, está el hueco para el guardarropa, repitió mentalmente. Luego están los lavabos. El teléfono está en el guardarropa, pero nunca se usa porque nadie sabe que existe. Nadie puede comunicar con el hospital por la línea abierta, pero esta línea fue instalada por un importante médico que quería mantenerse en contacto con sus pacientes privados y con su amante, hasta que fue trasladado a otro hospital. Algún idiota lo instaló oculto detrás de una columna. Y allí ha permanecido desde entonces.

¿Cómo estás enterado de la existencia de esos sitios?, le había preguntado ella. Esta entrada, este ala, este teléfono, sentarse y esperar. ¿Cómo sabes?

Yo ando, había respondido, y ella había tenido una visión de él recorriendo a grandes zancadas las calles de Moscú, sin dormir, sin comer, sin su compañía, caminando. Soy el gentil errante, le había dicho. Ando para estar con mi mente, bebo para ocultarme de ella. Cuando ando, tú estás a mi lado; puedo ver tu rostro junto a mi hombro.

Caminará hasta desplomarse, pensó. Y yo le seguiré.

En el banco situado junto a ella, una campesina tocada con un pañolón color azafrán había empezado a rezar en ucraniano. Sostenía un pequeño icono en las manos e iba inclinando su cabeza hacia él, más profundamente cada vez, hasta golpear la calva frente contra el marco de hojalata. Brillaban sus ojos, y, cuando se cerraron, Katya vio deslizarse lágrimas por entre sus párpados. No tardaré mucho tiempo en tener tu mismo aspecto, pensó.

Recordó cómo le había hablado él de visitar un depósito de cadáveres en Siberia, una fábrica para los muertos, situada en una de las ciudades fantasma en que trabajaba. Cómo los cadáveres salían de una rampa y eran pasados por una plataforma giratoria, hombres y mujeres mezclados, para ser rociados con mangueras de agua y rotulados y despojados de su oro por las viejas mujeres de la noche. La muerte es un secreto como cualquier otro; le había dicho él; un secreto es algo que se revela a una sola persona a la vez.

¿Por qué siempre tratas de instruirme en el significado de la muerte?, le había preguntado ella, con una sensación de repugnancia. Porque tú me has enseñado a vivir, había respondido él.

El teléfono es el más seguro de toda Rusia, había dicho. Ni siquiera nuestros lunáticos de los
Órganos
de seguridad pensarían en intervenir el teléfono en desuso de un hospital de urgencias.

Recordó la última vez que habían estado juntos en Moscú, en lo más crudo del invierno. Él había cogido un tren lento en una remota estación, un lugar sin nombre en el centro de ninguna parte. No había sacado billete y había viajado metiéndole diez rublos en la mano al interventor, como todo el mundo. Nuestros intrépidos
Órganos competentes
son tan burgueses en la actualidad que ya no saben mezclarse con los obreros, había dicho. Se lo imaginaba desvalido en su gruesa ropa interior, tendido en la semioscuridad sobre la litera superior reservada para los equipajes, escuchando las toses de los fumadores y los gruñidos de los borrachos, asfixiándose con el hedor a humanidad y las emanaciones de la estufa mientras miraba fijamente las horribles cosas que él sabía y de las que nunca hablaba. ¿Qué clase de infierno sería, se preguntó, verse atormentado uno mismo por sus propias creaciones? ¿Saber que el absoluto mejor que uno puede hacer en su carrera es el absoluto peor para la Humanidad?

Se vio a sí misma esperando su llegada, vivaqueando entre las miles de personas que aguardaban también en la estación de Kazansky bajo las sucias luces fluorescentes. El tren circula con retraso, ha sido cancelado, ha descarrilado, decían los rumores. Hay fuertes nevadas en todo el trayecto hasta Moscú. El tren está llegando, no ha salido siquiera, no tenía por qué haberme molestado nunca en decir tantas mentiras. Los empleados de la estación habían echado formaldehído en los lavabos y toda la muchedumbre apestaba a ello. Ella llevaba el gorro de piel de Volodya porque le ocultaba más la cara. Su bufanda de pelo de camello le cubría la barbilla, y el abrigo de piel de oveja el resto del cuerpo. Jamás había sentido tanto deseo hacia nadie. Era un ardor y un hambre a la vez dentro del abrigo.

Cuando bajó del tren y se dirigió hacia ella a través del aguanieve, su cuerpo estaba rígido y turbado como el de un chiquillo. Mientras estaba a su lado en el abarrotado Metro, estuvo a punto de gritar en el silencio al sentirle apretarse contra ella. Había tomado prestado el apartamento de Alexandra, que se había ido a Ucrania con su marido. Abrió la puerta de entrada y le hizo pasar delante. Él parecía a veces no saber dónde estaba, o, después de todos sus preparativos, no importarle nada. A veces, a ella le daba miedo tocarle, tan frágil era. Pero hoy, no. Hoy corrió hacia él, le agarró con todas sus fuerzas, atrayéndole hacia sí sin pericia ni ternura, castigándole por los meses y meses de estéril anhelo.

Pero ¿y él? Él la abrazó como solía hacerla su padre, manteniendo la cintura apartada de ella y los hombros firmes. Y al separarse de él, comprendió que había pasado el tiempo en que él podía sepultar su tormento en su cuerpo.

Tú eres la única religión que tengo, susurró él, besándole la frente con los labios cerrados. Escúchame mientras te digo lo que he decidido hacer, Katya.

La campesina estaba arrodillada en el suelo, adorando su icono, apretándoselo contra el pecho y los labios. Katya tuvo que pasar por encima de ella para llegar a la pasarela. En el extremo del banco se había sentado un joven pálido vestido con una cazadora de cuero. Tenía un brazo introducido por la pechera de su camisa, por lo que supuso que se había roto la muñeca. Había dejado caer la cabeza sobre el pecho, y al pasar delante de él advirtió que también tenía rota la nariz, aunque curada.

El recinto estaba a oscuras. Una bombilla fundida colgaba estérilmente. Un pesado mostrador de madera le cortaba el paso al guardarropa. Trató de levantar la trampilla, pero era demasiado pesada, así que se agachó y pasó por debajo. Se encontró entre perchas y colgadores vacíos y sombreros abandonados. La columna estaba a un Metro. Un letrero escrito a mano decía NO SE DAN CAMBIOS. Y lo leyó a la luz que dejó pasar fugazmente una puerta al abrirse y cerrarse. El teléfono estaba en su lugar de costumbre al otro lado, pero cuando se situó ante él apenas si podía vedo en la oscuridad.

Lo miró fijamente, deseando que sonara. Su pánico había desaparecido. Se sentía fuerte de nuevo. ¿Dónde estás?, se preguntó. ¿En uno de tus números postales, una de tus manchas en el mapa? ¿En Kazajstán? ¿En el Volga medio? ¿En los Urales? Sabía que visitaba todos esos lugares. En los viejos tiempos podía decir por el color de su tez cuándo había estado trabajando al aire libre. Otras veces parecía como si hubiera pasado meses enteros bajo tierra. ¿Dónde estás con tu espantosa culpa? pensó. ¿Dónde estás con tu aterradora decisión? ¿En un lugar oscuro como éste? ¿En la oficina de telégrafos, abierta las 24 horas del día, de una pequeña ciudad? Lo imaginó detenido, como tantas veces había temido, amarrado y lívido en una choza, atado a un caballo de madera, sin poder casi resollar mientras continuaban pegándole. Estaba sonando el teléfono. Levantó el auricular y oyó una voz inexpresiva.

—Aquí Pyotr —dijo la voz, que era la clave convenida para protegerse mutuamente…, si estoy en sus manos y me obligan a llamarte, les diré un nombre diferente para que puedas ocultarte.

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