La casa Rusia (27 page)

Read La casa Rusia Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
8.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

Estaba sentada en el otro lado del canalillo, frente a él, apoyada contra las tejas de la vertiente opuesta, con las largas piernas estiradas ante sí y el vestido apretado contra el cuerpo. El cielo se oscurecía tras ella y aumentaba el brillo de la luna y las estrellas.

—Me dijo que su padre murió de una sobredosis de inteligencia —respondió Barley.

—Tomó parte en un amotinamiento en el campo de concentración. Estaba desesperado. Yakov tardó muchos años en enterarse de la muerte de su padre. Un día, un viejo fue a su casa y dijo que él había matado al padre de Yakov. Estaba de guardián en el campo de concentración y se le ordenó intervenir en la ejecución de los rebeldes. Fueron ametrallados por docenas en las proximidades de la estación ferroviaria de Vorkuta. El guardián estaba llorando. Yakov tenía sólo catorce años a la sazón, pero dio al viejo su perdón y un poco de vodka.

Yo no puedo hacer eso, pensó Barley. No llego a esas alturas.

—¿En qué año fusilaron a su padre? —preguntó. Pórtate como un hámster. Es casi lo único para lo que vales.

—Creo que fue en la primavera de 1952. Mientras Yakov guardaba silencio, todos los que estaban a la mesa empezaron a hablar vehementemente sobre Checoslovaquia —continuó ella en su perfecto inglés arqueológico—. Unos decían que la camarilla gobernante enviaría los tanques. Mi padre estaba seguro de ello. Algunos opinaban que estaría justificado el hacerla. Mi padre dijo que lo harían tanto si estuvieran justificados como si no. Los zares rojos harían exactamente lo que les diera la gana, dijo, como lo habían hecho los zares blancos. Vencería el sistema porque el sistema siempre vencía y el sistema era nuestra maldición. Ésta era la convicción de mi padre, como más tarde fue la de Yakov. Pero en aquella época Yakov estaba todavía decidido a creer en la Revolución. Deseaba que la muerte de su padre hubiera valido la pena. Escuchó atentamente lo que mi padre tenía que decir, pero luego se tornó agresivo. «¡Nunca enviarán los tanques! —dijo—. ¡La Revolución sobrevivirá!». Golpeó la mesa con el puño. ¿Ha visto sus manos? ¿Cómo las de un pianista, tan blancas y finas? Había estado bebiendo. También mi padre, y también mi padre se encolerizó. Quería que le dejaran en paz con su pesimismo. Como ilustre humanista, no le agradaba que le contradijese un joven científico a quien consideraba un advenedizo. Quizá mi padre estaba también celoso, porque, mientras discutían, yo me sentía completamente enamorada de Yakov.

Barley tomó otro sorbo de whisky.

—¿No le parece sorprendente? —preguntó ella con tono indignado, mientras su sonrisa reaparecía en su rostro—. ¿Una chica de dieciséis años con un experimentado hombre de treinta?

Barley no se sentía especialmente agudo, pero ella parecía necesitar que la tranquilizase.

—Me desconcierta, pero en general diría que ambos fueron muy afortunados —respondió.

—Cuando terminó la recepción le pedí a mi padre tres rublos para ir al café «Sever» a tomar un helado con mis compañeros. En la recepción estaban varias hijas de académicos, algunas de ellas condiscípulas mías. Formamos un grupo, y yo invité a Yakov a que viniera con nosotras. Por el camino le pregunté dónde vivía, y él me contestó que en la calle del Profesor Popov. «¿Quién era Popov?», me preguntó, y yo me eché a reír. Todo el mundo sabe quién es Popov, dije. Popov fue el gran ruso inventor de la radio, que transmitió una señal antes incluso que Marconi, expliqué. Yakov no estaba tan seguro. «Quizá Popov no existió jamás —respondió—. Quizás el Partido lo inventó para satisfacer nuestra obsesión rusa de ser los primeros en inventarlo todo». Comprendí por aquello que todavía se veía asediado por dudas acerca de lo que harían con respecto a Checoslovaquia.

Sintiéndose todo menos juicioso, Barley asintió juiciosamente con la cabeza.

—Le pregunté si su apartamento era compartido o independiente. Él respondió que era una habitación que compartía con un viejo conocido del Litmo que trabajaba en un laboratorio especial nocturno, por lo que raras veces se veían. «Entonces, enséñame dónde vives —dije—. Quiero saber que estás cómodo». Él fue mi primer amante —añadió con sencillez—. Fue sumamente delicado, como yo había esperado, pero también apasionado.

—Bravo —dijo Barley, tan suavemente que quizás ella no le oyó.

—Me quedé con él tres horas y tomé el último metro para casa. Mi padre me estaba esperando, y yo le hablé como si fuese una extraña de visita en su casa. Al día siguiente oí las noticias en inglés de la BBC. Los tanques habían entrado en Praga. Mi padre, que lo había profetizado, estaba desesperado. Pero a mí no me preocupaba mi padre. En lugar de ir a la escuela, volví a casa de Yakov. Su compañero de habitación me dijo que le encontraría en el «Saigón», que era el nombre informal de una cafetería de la Perspectiva Nevsky, un lugar para poetas, vendedores de droga y especuladores, no para hijas de profesores. Le encontré tomando café, pero estaba borracho. Había estado bebiendo vodka desde que oyó la noticia. «Tu padre tenía razón —dijo—. El sistema vencerá siempre. Hablamos de libertad, pero somos opresores». Tres meses después, había regresado a Novosibirsk. Se sentía irritado consigo mismo, pero fue, de todos modos. «Es una elección entre morir de oscuridad o morir de compromiso —dijo—. Puesto que se trata de una opción entre muerte y muerte, bien podemos elegir la alternativa más confortable».

—¿Dónde la dejó eso a usted? —preguntó Barley.

—Me sentí avergonzada de él. Le dije que él era mi ideal y que me había decepcionado. Yo había estado leyendo las novelas de Stendhal, así que le hablé como una gran heroína francesa. No obstante, consideraba que había tomado una decisión inmoral. Había dicho una cosa y hecho la contraria. En la Unión Soviética, le dije, había demasiada gente que hacía eso. Le dije que no volvería a hablarle jamás hasta que rectificase su inmoral elección. Le recordé a E. M. Forster, a quien ambos admirábamos. Le dije que debía coordinar, que sus pensamientos y sus actos debían ser una misma cosa. Naturalmente, no tardé en aplacarme, y reanudamos durante algún tiempo nuestra relación, pero ya no había romanticismo en ella, y cuando emprendió su nuevo trabajo correspondía sin calor. Me sentía avergonzada de él. Quizá también de mí misma.

—Y se casó con Volodya —dijo Barley.

—En efecto.

—¿Y continuó viéndose en secreto ton Yakov? —sugirió él, como si fuese la cosa más normal del mundo.

Ella enrojeció y frunció el ceño a la vez.

—Sí. Durante algún tiempo, Yakov y yo mantuvimos una relación clandestina. No con frecuencia, sino de vez en cuando. Él decía que éramos una novela que no había sido terminada. Cada uno de nosotros buscaba al otro para completar su destino. Tenía razón, pero yo no había comprendido la fuerza de su influencia sobre mí ni de la mía sobre él. Yo pensaba que si nos veíamos más a menudo podríamos acabar liberándonos el uno del otro. Cuando me di cuenta de que no era así, dejé de verle. Le quería, pero me negaba a verle. Además, estaba embarazada de Volodya.

—¿Cuándo volvieron a reunirse?

—Después de la última feria del libro de Moscú. Usted fue el catalizador. Él había estado de vacaciones y bebiendo abundantemente. Había escrito muchos documentos internos y registrado muchas denuncias oficiales. Ninguna de ellas había producido ningún efecto en el sistema, aunque yo creo que había conseguido irritar a las autoridades. Usted le había hablado al corazón. Había expresado con palabras sus pensamientos, en un momento crucial de su vida, y había relacionado palabras y actos, cosa que a Yakov no le resulta fácil. Al día siguiente, me telefoneó a mi oficina con un pretexto. Había tomado prestado el apartamento de un amigo. Mi relación con Volodya estaba ya desintegrándose para entonces, aunque continuábamos viviendo juntos todavía porque Volodya tenía que esperar a que le concedieran un apartamento. Mientras nos hallábamos sentados en la habitación de su amigo, Yakov habló mucho de usted. Usted había hecho que todo se le apareciese claro. Ésa fue la expresión que utilizó: «El inglés me ha dado la solución. A partir de ahora, sólo hay acción, sólo hay sacrificio —dijo—. Las palabras son la maldición de nuestra sociedad rusa. Son el sustitutivo de los hechos». Yakov sabía que yo tenía contactos con editores occidentales, así que me dijo que buscara su nombre entre nuestras listas de visitantes extranjeros. Inmediatamente su puso a trabajar en la preparación de un manuscrito. Yo debía entregárselo a usted. Él estaba bebiendo mucho. Sentí miedo por él. «¿Cómo puedes escribir si estás borracho?». Respondió que bebía para sobrevivir.

Barley tomó otro trago de whisky.

—¿Habló usted a Volodya acerca de Yakov?

—No.

—¿Averiguó algo Volodya?

—No.

—¿Quién lo sabe, entonces?

Parecía haberse estado haciendo también la misma pregunta, pues respondió con gran prontitud.

—Yakov no cuenta nada a sus amigos. Lo sé. Si soy yo la que pide prestado el apartamento, digo sólo que es para un asunto privado. En Rusia tenemos secreto y soledad, pero no tenemos palabra para la intimidad.

—¿Y sus amigas? ¿No les ha insinuado nada?

—No somos ángeles. Si les pido ciertos favores, hacen ciertas suposiciones. A veces soy yo quien hace los favores. Eso es todo.

—¿Y nadie ayudó a Yakov a compilar su manuscrito?

—No.

—¿Ninguno de los amigos con los que bebe?

—No.

—¿Cómo puede estar segura?

—Porque estoy segura de que en sus pensamientos está solo.

—¿Es usted feliz con él?

—¿Perdón?

—¿Le gusta… además de quererle? ¿Le hace reír?

—Yo creo que Yakov es un hombre grande y vulnerable que no puede sobrevivir sin mí. Ser perfeccionista es ser niño. Es también ser poco práctico. Yo creo que se derrumbaría sin mí.

—¿Cree que está derrumbado ahora?

—¿Quién está en su sano juicio?, diría Yakov. ¿El que planea el exterminio de la Humanidad, o el que adopta medidas para impedirlo?

—¿Y el que hace ambas cosas?

No respondió. Ella estaba provocando, y Katya lo sabía. Estaba celoso y quería erosionar las aristas de su fe.

—¿Está casado? —preguntó Barley.

En su rostro se pintó una expresión irritada.

—No creo que esté casado, pero eso carece de importancia.

—¿Tiene hijos?

—Esas preguntas son ridículas.

—Se trata de una situación bastante ridícula.

—Él dice que los seres humanos son las únicas criaturas que convierten en víctimas a sus hijos. Está decidido a no ocasionar ninguna víctima.

«Excepto los tuyos», pensó Barley; pero se las arregló para no decirlo.

—De modo que siguió su carrera con interés —sugirió ásperamente, volviendo a la cuestión del acceso de Goethe.

—Desde lejos y sin detalle.

—¿Y durante todo ese tiempo no sabía qué trabajo hacía? ¿Es eso lo que está diciendo?

—Lo que sabía lo deducía sólo de nuestras discusiones sobre problemas morales. «¿Cuánta parte de la Humanidad debemos exterminar para preservar a la Humanidad? ¿Cómo podemos hablar de esfuerzo por la paz cuando sólo planeamos guerras terribles? ¿Cómo podemos hablar de blancos selectivos cuando carecemos de la precisión necesaria para alcanzarlos?». Cuando discutimos estos asuntos, yo me doy cuenta, naturalmente, de su implicación. Cuando me dice que el mayor peligro para la Humanidad no es la realidad del poder soviético, sino la ilusión de ese poder, yo no se lo discuto. Le animo, le insto a ser consecuente y, si es preciso, valiente. Pero no le pongo en tela de juicio.

—¿Rogov? ¿No mencionó a Rogov? ¿Profesor Arkady Rogov?

—Ya le he dicho que él no habla de sus colegas.

—¿Quién ha dicho que Rogov es un colega?

—Lo he supuesto por sus preguntas —replicó ella acaloradamente, y de nuevo él la creyó.

—¿Cómo se comunica con él? —preguntó Barley, recuperando su tono amable de voz.

—No tiene importancia. Cuando cierto amigo suyo recibe cierto mensaje, informa a Yakov, y Yakov me telefonea.

—¿Sabe el cierto amigo de quién procede el cierto mensaje?

—No tiene por qué. Sabe que es una mujer. Nada más.

—¿Tiene miedo Yakov?

—Dado lo mucho que habla de valor, supongo que sí. Suele citar a Nietzsche: «La virtud definitiva es no tener miedo». Cita a Pasternak: «La raíz de la belleza…».

—¿Es usted?

Ella apartó la vista. En las casas del otro lado de la calle comenzaban a iluminarse las ventanas.

—No debo pensar en mis niños, sino en
todos
los niños —dijo, y Barley advirtió que dos lágrimas yacían olvidadas en sus mejillas.

Tomó otro trago de whisky y tarareó unos compases de Basie. Cuando la volvió a mirar, las lágrimas habían desaparecido.

—Él habla de la gran mentira —prosiguió Katya, como si acabara de recordarlo.

—¿Qué gran mentira?

—Todo forma parte de la misma gran mentira, hasta la más pequeña pieza de repuesto del arma más insignificante. Incluso los resultados que se envían a Moscú están sujetos a la gran mentira.

—¿Resultados? ¿Qué resultados? ¿Resultados de qué?

—No lo sé.

—¿De pruebas?

Pareció haber olvidado su negación.

—Creo que sí. Él dice que los resultados de las pruebas son falseados deliberadamente para satisfacer las órdenes de los generales y las exigencias de producción oficial de los burócratas. Quizás es él personalmente quien los falsea. Es muy complicado. A veces habla de sus muchos privilegios de los que ha acabado por avergonzarse.

La lista de compras, lo había llamado Walter. Con amortiguado sentido del deber, Barley prescindió de los últimos puntos.

—¿Ha mencionado proyectos concretos?

—No.

—¿Ha mencionado que está implicado en sistemas de mando? ¿Cómo se controla al comandante de campo?

—No.

—¿Le ha dicho alguna vez qué medidas se adoptan para impedir lanzamientos por error?

—No.

—¿Ha dado a entender alguna vez que podría hallarse ocupado en asuntos de proceso de datos?

Katya estaba cansada.

—No.

—¿Le ascienden de vez en cuando? ¿Medallas? ¿Grandes fiestas a mediada que va subiendo el escalafón?

—Él no habla de ascensos, salvo para decir que todo está corrompido. Ya le he dicho que quizá se ha mostrado demasiado estruendoso en sus críticas al sistema. No sé.

Se había apartado de él. Su rostro permanecía oculto tras la cortina de sus cabellos.

Other books

Moonspawn by Bruce McLachlan
The Blood Dimmed Tide by Anthony Quinn
False Entry by Hortense Calisher
The Hidden Flame by Janette Oke
Florence and Giles by John Harding