La casa Rusia (44 page)

Read La casa Rusia Online

Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
6.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las líneas eran totalmente rectas, como si estuvieran escritas sobre papel pautado. No había ni una sola tachadura.

—«Si todos los rusos pudiéramos tener hospitales como éste, no tardaríamos en convertirnos en una nación extraordinariamente sana». Siempre es el idealista, aunque esté enfermo. «Las enfermeras son guapísimas y los médicos, jóvenes y atractivos, es más una casa de amor que una casa de enfermedad». Esto lo dice para ponerme celosa. Pero ¿sabes una cosa? Es muy poco habitual que hable de alguien feliz. Yakov es un trágico. Es incluso un escéptico. Yo creo que le han curado también sus estados de ánimo. «Ayer hice ejercicio por primera vez, pero pronto quedé agotado como un niño. Después me tendí en el balcón y estuve tomando el sol antes de quedarme dormido como un ángel, sin nada en la conciencia, excepto lo mal que te he tratado, siempre explotándote». Y ahora me habla de amor; eso no lo traduciré.

—¿Siempre lo hace?

Ella se echó a reír.

—Ya te lo dije. Ni siquiera es normal que me escriba, y han pasado muchos meses, años diría yo, desde que hablamos de nuestro amor, que ahora es enteramente espiritual. Yo creo que la enfermedad le ha puesto un poco sentimental, así que le perdonaremos. —Volvió la página que sostenía Barley, y sus manos se encontraron de nuevo, pero la de Barley estaba fría como el hielo, y se sintió secretamente sorprendido de que ella no hiciera ningún comentario al respecto—. Y llegamos ahora al señor Barley. A ti. Es extremadamente cauteloso. No te menciona por tu nombre. Por lo menos, la enfermedad no ha afectado a su discreción. «Dile, por favor, a nuestro buen amigo que haré todo lo posible por verle durante su visita, siempre que continúe mi recuperación. Debe traer sus materiales y yo trataré de hacer lo mismo. Tengo que pronunciar una conferencia en Saratov esa semana —Ígor dice que es en la academia militar, Yakov siempre da una conferencia allí en setiembre, aprende una muchas cosas cuando alguien está enfermo— y desde allí iré a Moscú lo antes posible. Si hablas con él antes que yo, dile, por favor, que haga lo siguiente. Dile que se traiga todas las nuevas preguntas, porque después de esto no quiero responder más preguntas para los hombres grises. Dile que su lista ha de ser definitiva y exhaustiva».

Barley escuchó en silencio las nuevas instrucciones de Goethe, que eran categóricas, como lo habían sido en Leningrado. Y, mientras escuchaba, se disiparon las negras nubes de su incredulidad, dejando un secreto temor dentro de él, y retornó su náusea.

Una muestra de página de traducción, pero impresa, por favor, impresa es mucho más reveladora, estaba ella diciendo en nombre de Goethe.

Quiero un prólogo escrito por el profesor Killian, de Estocolmo, ponte en contacto con él lo antes posible, estaba leyendo.

¿Ha habido nuevas reacciones de los intelectuales? Haz el favor de avisarme.

Fechas de edición. Goethe había oído que el otoño era el mejor mercado, pero ¿hay que esperar realmente todo un año?, preguntó ella, en nombre de su amante.

Y el título. ¿Qué tal
La mayor mentira del mundo?
La presentación publicitaria, mándame un borrador, si no te importa. Y, por favor, envíale un ejemplar al doctor Dagmar Nosecuántos, de Stanford, y al profesor Herman Nosequé, del MIT…

Barley fue apuntando laboriosamente todo esto en su libreta, en una página que rotuló con el título de FERIA DEL LIBRO.

—¿Qué hay en el resto de la carta?

Ella estaba guardándola de nuevo en su sobre.

—Ya te lo he dicho. Cuestiones de amor. Está en paz consigo mismo y desea reanudar una relación plena.

—Contigo.

Una pausa, mientras ella le miraba reflexivamente.

—Barley, creo que te estás mostrando un poco infantil.

—¿Amantes, entonces? —insistió Barley—. Vivir siempre felices, ¿es eso?

—En el pasado le asustaba la responsabilidad. Ya no. Eso es lo que escribe, y, naturalmente, está descartado por completo. Lo que ha sido ha sido. No se puede reconstruir.

—Entonces, ¿por qué lo escribe? —dijo obstinadamente Barley.

—No lo sé.

—¿Tú le crees?

Se disponía ella a enfadarse seriamente con él cuando captó en su expresión algo que no era envidia, que no era hostilidad, sino una intensa y casi aterradora preocupación por su seguridad.

—¿Por qué había de decirte todo eso sólo porque está enfermo? No suele andar jugando con las emociones de la gente, ¿no? Él se enorgullece de decir la verdad.

Y su penetrante mirada no se separaba de ella ni de la carta.

—Está solo —respondió ella, protectoramente—. Me echa de menos, y por eso exagera. Es normal. Barley, yo creo que te estás mostrando un poco…

O no podía encontrar la palabra o, pensándoselo mejor, había decidido no usarla, así que Barley la dijo por ella.

—Celoso —concluyó.

Y se las arregló para hacer lo que sabía que ella estaba esperando. Sonrió. Compuso una franca y sincera sonrisa de desinteresada amistad, le apretó la mano y se puso en pie.

—Parece estar estupendamente —dijo—. Me alegro mucho por él. Por su recuperación.

Y lo decía de veras. Totalmente. Podía oír la nota auténtica de convicción que vibraba en su voz mientras sus ojos se movían rápidamente en dirección al coche rojo aparcado al otro lado del bosquecillo de abedules.

Y luego, para deleite general, Barley se lanza a la tarea de convertirse en un padre de fin de semana, papel para el que su desgarrada vida le ha preparado ampliamente. Sergey quiere que pruebe su habilidad en la pesca. Anna quiere saber por qué no se ha traído su traje de baño. Matvey se ha ido a dormir, sonriendo por efecto del whisky y de los recuerdos. Katya está metida en el agua con sus pantaloncitos cortos. A él le parece más hermosa que nunca, y más remota. Aun recogiendo piedras para construir una presa, es la mujer más hermosa que ha visto jamás.

Pero nadie trabajó nunca más intensamente que Barley aquella tarde para construir una presa, nadie tuvo una visión más clara de cómo había que mantener a raya a las aguas. Se remanga sus estúpidos pantalones grises de franela y se mete en el agua hasta la ingle. Levanta palos y piedras hasta quedar medio muerto de fatiga, mientras Anna dirige las operaciones a horcajadas sobre sus hombros. Complace a Sergey con su conducta laboriosa y decidida y a Katya con su aire romántico. Un coche blanco ha remplazado al rojo. Una pareja se halla sentada en él con las puertas abiertas, comiendo lo que estén comiendo, y por sugerencia de Barley los niños se sitúan en lo alto de la colina y les saludan agitando los brazos, pero la pareja del coche blanco no corresponde al saludo.

Cae la tarde y un intenso aroma a hogueras otoñales se extiende sobre las hojas secas de abedul. Moscú está nuevamente hecho de madera, y ardiendo. Cuando cargan las cosas en el coche, un par de gansos silvestres vuela sobre ellos, y son los dos últimos gansos del mundo.

Durante el viaje de regreso al hotel, Anna duerme sobre el regazo de Barley mientras Matvey parlotea y Sergey mira ceñudamente las páginas de
Squirrel Nutkin
como si fuesen el Manifiesto Comunista.

—¿Cuándo hablarás de nuevo con él? —pregunta Barley.

—Está arreglado —responde ella, enigmáticamente.

—¿Lo arregló Ígor?

—Ígor no arregla nada. Ígor es el mensajero.

—El nuevo mensajero —la corrige él.

—Ígor es un viejo conocido y un nuevo mensajero. ¿Por qué no?

Katya le mira y lee sus intenciones.

—No puedes venir al hospital, Barley. Es peligroso para ti.

—Tampoco es exactamente una fiesta para ti —responde.

Ella lo sabe, pensó. Lo sabe, pero no sabe que lo sabe. Tiene los síntomas, una parte de ella ha establecido el diagnóstico. Pero el resto de ella se niega a admitir que haya algo mal.

La sala de situación angloamericana no era ya un destartalado sótano de Victoria, sino el radiante ático de un elegante nuevo rascacielos en Grosvenor Square. Se autodenominaba Grupo de Conciliación Interaliado y se hallaba custodiada por turnos de marines americanos vestidos con militares trajes de paisano. Flotaba un aire de excitación mientras el ampliado equipo de atractivos jóvenes de ambos sexos se movía por entre pulcras mesas, contestaba a destellantes teléfonos, hablaba con Langley a través de líneas de seguridad, pasaba papeles, mecanografiaba en silenciosos teclados o haraganeaba en actitudes de ansiosa relajación ante las filas de monitores de televisión que habían remplazado a los relojes gemelos de la vieja Casa Rusia.

Era una cubierta sobre dos niveles, y Ned y Sheriton se hallaban sentados uno junto a otro en el cerrado puente, mientras bajo ellos, al otro lado del cristal a prueba de ruidos, sus desiguales equipos desarrollaban sus funciones. Brock y Emma tenían una pared. Bob, Johnny y sus cohortes, la otra pared y el pasillo central. Pero todos viajaban en la misma dirección. Todos mostraban las mismas expresiones obedientemente resueltas, situados frente a las mismas baterías de pantallas que vibraban y parpadeaban como cotizaciones de Bolsa al funcionar el descodificador automático.

—El camión ha regresado sin novedad —dijo Sheriton cuando las pantallas se despejaron bruscamente y fulguraron la palabra cifrada BLACKJACK.

El camión mismo era un milagro de penetración.

¡Nuestro propio camión! ¡En Moscú! ¡Nosotros! Una enorme operación independiente estaba detrás de su adquisición y despliegue. Era un «Kamaz», de color gris sucio y muy grande, de una flota de camiones pertenecientes a SOVTRANSAVTO, de ahí el acrónimo pintado en caracteres latinos en su mugriento costado. Había sido reclutado, juntamente con su conductor, por el enorme destacamento de la Agencia en Munich, durante una de las muchas incursiones del camión en la Alemania Occidental para adquirir artículos de lujo con destino a los escasos privilegiados de Moscú que tenían acceso a un establecimiento especial de distribución. Todo, desde zapatos occidentales hasta tampones occidentales y piezas de repuesto para coches occidentales, había sido transportado de un lado a otro en las entrañas del camión. En cuanto al conductor, era uno de los Artilleros de Larga Distancia, como se conoce en la Unión Soviética a estas desdichadas criaturas. Empleados estatales, miserablemente mal pagados, sin seguro médico ni de accidentes que les proteja contra el infortunio en Occidente, que incluso en lo más crudo del invierno se acurrucan estoicamente al abrigo de sus grandes cargamentos, masticando salchichas antes de compartir otra noche de sueño en sus incómodas cabinas, pero que se ganan, incluso en Rusia, grandes fortunas con sus oportunidades en Occidente.

Y ahora, a cambio de recompensas más inmensas aún, este concreto Artillero de Larga Distancia había accedido a «prestar» su camión a un «traficante occidental» aquí, en el corazón mismo de Moscú. Y este mismo traficante, que era miembro del propio ejército de
toptuny
de Cy, se lo prestó a Cy, quien, a su vez, lo equipó con toda clase de aparatos de escucha y vigilancia ingeniosamente portátiles, los cuales fueron luego retirados antes de que el camión fuese devuelto a través de los intermediarios a su conductor legal.

Jamás había sucedido nada semejante. Nuestra propia sala de seguridad móvil ¡en Moscú!

Sólo Ned encontró turbadora la idea. Los Artilleros de Larga Distancia trabajaban en parejas, como él sabía mejor que nadie. Por orden de la KGB, estas parejas eran deliberadamente incompatibles, y en muchos casos cada hombre tenía que informar acerca del otro. Pero cuando Ned preguntó si podía leer el expediente operacional, se lo denegaron al amparo de las mismas leyes de seguridad que él tanto respetaba.

Pero aún quedaba por desvelar la pieza más impresionante del arsenal de Langley, y, una vez más, Ned se vio en la imposibilidad de resistirse a ella. En lo sucesivo, las cintas grabadas en Moscú serían cifradas con claves aleatorias y transmitidas en pulsaciones digitales en la milésima parte del tiempo que tardarían en devanarse si las escuchaba uno en su cuarto de estar. Sin embargo, cuando la estación receptora reconvertía en sonido esas pulsaciones, insistían los brujos de Langley, era imposible notar que las cintas hubiesen sufrido ese proceso.

La palabra ESPERAR estaba formándose en bellas pirámides.

Espiar es esperar.

La palabra SONIDO la sustituía. Espiar es escuchar.

Ned y Sheriton se pusieron sus auriculares, mientras Clive y yo nos instalábamos en los asientos que había detrás de ellos y nos poníamos los nuestros.

Katya permanecía sentada en la cama, mirando pensativamente el teléfono, queriendo que no volviera a sonar.

¿Por qué das tu nombre cuando ninguno de nosotros damos nombres?, le preguntó mentalmente.

¿Por qué das el mío?

¿Eres Katya? ¿Cómo estás? Aquí Ígor. Sólo para decirte que no he vuelto a saber más de él, ¿de acuerdo?

Entonces, ¿por qué me llamas para no decirme nada?

La hora acostumbrada, ¿de acuerdo? El lugar acostumbrado. No hay problema. Igual que antes.

¿Por qué repites lo que no necesita repetición, cuando ya te he dicho que estaré en el hospital a la hora convenida?

Para entonces sabrá cuál es su posición, sabrá qué avión puede coger, todo
. O
sea que no necesitas preocuparte, ¿de acuerdo? ¿Qué tal tu editor? ¿Se presentó?

—Igor, no sé de qué editor estás hablando.

Y colgó antes de que él pudiera decir más.

Me estoy mostrando desagradecida, se dijo. Cuando la gente está enferma, es normal que los viejos amigos se reúnan. Y, si de la noche a la mañana pasan de la categoría de conocido casual a la de viejo amigo, y ocupan el centro de la escena cuando apenas si te han dirigido la palabra durante años, es un signo de lealtad y no hay nada siniestro en ello, aunque hace sólo seis meses Yakov declaraba a Ígor irredimible… «Ígor ha continuado por el camino que yo he dejado atrás —había observado después de un encuentro casual en la calle—. Ígor hace demasiadas preguntas».

Sin embargo, aquí estaba Ígor actuando como el amigo más íntimo de Yakov y exponiéndose por él de formas muy valiosas y arriesgadas. Si
tienes una carta para Yakov, no tienes más que dármela. He establecido una excelente línea de comunicación con el sanatorio. Conozco a alguien que hace el viaje casi todas las semanas
, le había dicho en su última entrevista.

—¿El sanatorio? —había exclamado ella excitadamente—. Entonces, ¿dónde está? ¿Dónde se halla situado el sitio?

Other books

Code of Silence: Cosa Nostra #2 by Denton, Jasmine, Denton, Genna
THE BLADE RUNNER AMENDMENT by Paul Xylinides
City of God by Paulo Lins, Cara Shores
Shadowed by Kariss Lynch
The Moon In Its Flight by Sorrentino, Gilbert