Pero era como si Ígor no hubiera pensado aún la respuesta a la pregunta, pues había fruncido el ceño con aire molesto y había alegado secreto de Estado. Nosotros, secreto de Estado, ¡cuando estamos aireando los secretos del Estado!
Estoy siendo injusta con él, pensó. Estoy empezando a ver engaño en todas partes. En Ígor, incluso en Barley.
Barley. Frunció el ceño. Él no tenía ningún derecho a criticar la declaración de afecto de Yakov. ¿Quién se cree que es este occidental, con sus modales confianzudos y sus cínicas sospechas? ¿Intimando tan rápidamente, haciendo de Dios con Matvey y mis hijos?
Nunca confiaré en un hombre que haya sido educado sin dogmas, se dijo severamente.
Puedo amar a un creyente, puedo amar a un hereje, pero no puedo amar a un inglés.
Encendió su pequeña radio y recorrió las bandas de onda corta, después de haberse puesto primero el auricular para no molestar a los gemelos. Pero mientras escuchaba las diferentes voces que se disputaban su alma —Deutsche Welle, Voz de América, Radio Libertad, Voz de Israel, Voz de Dios sabía quién, cada una de ellas tan cálida, tan superior, tan apremiante—, se sintió invadida de una irritada confusión. ¡Yo soy rusa!, sentía deseos de gritarlas. ¡Aun en la tragedia, sueño con un mundo mejor que el vuestro!
Pero
¿qué
tragedia?
Estaba sonando el teléfono. Cogió el auricular. Pero era sólo Nasayan, un hombre muy alterado últimamente, pasando revista a los planes del día siguiente.
—Escucha, estoy confirmando privadamente que realmente deseas estar mañana en la caseta de «Octubre». Sólo que debemos empezar pronto, ¿comprendes? Si tienes que llevar a los chicos a la escuela o algo así, puedo perfectamente decirle a Yelizavieta Alexeyevna que venga en tu lugar. No me cuesta nada. No tienes más que decírmelo.
—Eres muy amable, Grigory Tigranovich, y agradezco tu llamada. Pero, ya que me he pasado casi toda la semana ayudando a instalar las exposiciones, me gustaría estar presente en la inauguración oficial. Matvey puede arreglárselas muy bien para acompañar a los niños a la escuela.
Pensativamente, volvió a colgar el auricular. Nasayan, Dios mío…, ¿por qué nos hablamos como personajes en el escenario? ¿Quién creemos que nos está escuchando que necesita frases tan redondas? Si puedo hablarle a un desconocido inglés como si fuese mi amante, ¿por qué no puedo hablarle normalmente a un armenio que es mi colega?
Él llamó, y Katya comprendió en seguida que había esperado su llamada todo este tiempo, porque ya estaba sonriendo. A diferencia de Ígor, no dijo su nombre ni el de ella.
—Fúgate conmigo —dijo.
—¿Esta noche?
—Los caballos están ensillados y hay comida para tres días.
—Pero ¿estás lo bastante sereno como para fugarte?
—Sorprendentemente, lo estoy —una pausa—. No es por no intentarlo, pero nada ha ocurrido. Debe de ser la vejez.
Parecía, en efecto, sereno. Sereno y próximo.
—Pero ¿y la feria del libro? ¿Vas a abandonarla como abandonaste la feria de material fonográfico?
—Al diablo con la feria del libro. Tenemos que hacerlo antes o nunca. Después, estaremos demasiado cansados. ¿Cómo te encuentras?
—¡Oh!, estoy furiosa contigo. Has embrujado completamente a mi familia, y ahora sólo me preguntan cuándo volverás con más tabaco y pinturas.
Otra pausa. Él no solía ser tan reflexivo cuando bromeaba.
—Eso es lo que hago. Embrujo a las personas y luego, una vez que están bajo mi hechizo, dejo de sentir nada por ellas.
—¡Pero eso es terrible! —exclamó ella, profundamente horrorizada—. ¿Qué me estás diciendo, Barley?
—Sólo repitiendo la sabiduría de una ex esposa, eso es todo. Decía que yo tenía impulsos, pero no sentimientos, y que no debía llevar abrigo con capucha en Londres. Cuando alguien le dice a uno algo así, uno lo cree durante todo el resto de su vida. Desde entonces, yo nunca llevo abrigo con capucha.
—Barley, esa mujer… Barley, fue totalmente cruel e irresponsable por su parte decir eso. Lo siento, pero está completamente equivocada. Estaba enfadada, estoy segura. Pero se equivoca.
—¿Sí? Entonces, ¿qué es lo que siento? Ilústrame.
Katya se echó a reír, comprendiendo que se había metido de cabeza en su trampa.
—Eres un hombre muy malo, Barley. No quiero tener nada que ver contigo.
—¿Porque no siento nada?
—En primer lugar, sientes protección hacia las personas. Todos lo hemos notado hoy, y nos sentimos muy agradecidos.
—Más.
—En segundo lugar, yo diría que tienes un sentido del honor. Eres decadente, claro, porque eres occidental. Eso es normal. Pero te redime el hecho de que sientas el honor.
—¿Quedan empanadillas?
—¿Quieres decir que también sientes hambre?
—Quiero ir a comerlas.
—¿Ahora?
—Ahora.
—¡Es completamente imposible! Estamos ya todos acostados y es casi medianoche.
—Mañana.
—Esto es demasiado ridículo, Barley. Estamos a punto de empezar la feria del libro, los dos tenemos una docena de invitaciones.
—¿A qué hora?
Un hermoso silencio se abría paso entre ellos.
—Puedes venir quizás a las siete y media.
—Tal vez llegue antes.
Durante un rato, ninguno de los dos habló. Pero el silencio les unía más estrechamente de lo que hubieran podido hacer las palabras. Se convirtieron en dos cabezas sobre una misma almohada, oreja con oreja. Y cuando él colgó, no eran sus bromas y sus ironías lo que permanecía con ella, sino el tono de tranquila sinceridad —Katya diría casi de solemnidad— que parecía no poder eliminar de su voz.
Estaba cantando.
Dentro de su cabeza y fuera de ella también. En su corazón y por todo su cuerpo, Barley Blair estaba por fin cantando.
Se hallaba en su gran dormitorio gris del sombrío «Mezh», la víspera de la feria del libro de Moscú, y estaba cantando
Bendice esta casa
al reconocible estilo de Mahalia Jackson, mientras pirueteaba por la habitación con un vaso de agua mineral en la mano, viendo su reflejo en la inmensa pantalla de televisión que era el único resplandor de la habitación.
Sobrio.
Totalmente sobrio.
Barley Blair.
Solo.
No había bebido nada. En el camión de seguridad durante su rendimiento de informe, aunque había sudado como un caballo de carreras, nada. Ni siquiera un vaso de agua mientras obsequiaba a Paddy y Cy con una versión endulzada y suavizada de su día.
En la fiesta ofrecida por los editores franceses en el «Rossiya» con Wicklow, donde había resplandecido de seguridad en sí mismo, nada.
En la fiesta de los suecos en el «National» con Henziger, donde había resplandecido más brillantemente aún, había cogido una copa de
shampanskoye
georgiano como medida de autoprotección porque Zapadny estaba estupefacto al ver que no bebía. Pero se las había arreglado para dejarla sin beber detrás de un jarrón de flores. Así que tampoco nada.
Y en la fiesta de «Doubleday» en el «Ukraina» con Henziger también, resplandeciendo ya como la estrella polar, había cogido un vaso de agua mineral en la que flotaba una rodaja de limón haciendo que pareciese una tónica con ginebra.
Así que nada. No por altivez. No por espíritu reformado, ni mucho menos. No se había vuelto abstemio ni había comenzado una nueva vida. Era simplemente que no quería que nada empañase el lúcido éxtasis que le estaba invadiendo, aquella sensación nueva de hallarse en terrible peligro y mostrarse a la altura de las circunstancias, de saber que estaba preparado para cualquier cosa que sucediese y que si nada sucedía también para eso estaba preparado, porque su preparación era una defensa completa con un sagrado absoluto en su centro.
He ingresado en las reducidas filas de personas que saben qué es lo primero que harán si el barco se incendia en plena noche, pensó; y qué será lo último que hagan o que no harán en absoluto. Sabía con ordenado detalle qué era lo que consideraba digno de ser salvado y qué carecía de importancia para él. Y qué debía ser apartado, pisoteado y abandonado.
Una gran operación de limpieza había tenido lugar en el interior en su mente, con inclusión, tanto de humildes detalles, como de grandes temas. Porque, como recientemente había observado Barley, era un humilde detalle que los grandes temas forjaran su ruina.
La claridad de su visión le sorprendía. Miró a su alrededor, dio una o dos vueltas; cantó unos cuantos compases. Volvió a donde estaba y comprendió que nada había sido pasado por alto.
Ni la momentánea inflexión de incertidumbre en la voz de ella. Ni la sombra de duda deslizándose sobre los oscuros charcos de sus ojos.
Ni las rectas líneas de la carta de Goethe en vez de alborotados trazos.
Ni las toscas y forzadas bromas de Goethe sobre burócratas y vodka.
Ni la culpable lamentación de Goethe por la forma en que la había tratado, cuando durante veinte años la había tratado como le había dado la gana, incluso usándola como chica de los recados de la que prescindir en cualquier momento.
Ni la ingenua promesa de Goethe de compensarle por todo ello en el futuro, siempre que continuara en el juego por el momento, cuando es un artículo de fe para Goethe que el futuro ya no le interesa, que toda su obsesión se centra en el ahora. «¡Sólo existe el ahora!».
Pero de estas sutiles teorías, que muy probablemente no eran más que teorías, la mente de Barley se remontó sin esfuerzo al más importante premio de su clarificada percepción: que, en el contexto de la noción de Goethe de lo que estaba logrando, Goethe tenía
razón
, y que durante la mayor parte de su vida Goethe había permanecido en un miembro de una ecuación corrupta y anacrónica mientras Barley, en su ignorancia, había permanecido en el otro.
Y que, si alguna vez tenía Barley que elegir, iría por el camino de Goethe antes que por el de Ned o de algún otro, porque su presencia sería urgentemente requerida en el extremo terreno medio del que se había elegido a sí mismo ciudadano.
Y que todo cuanto le había sucedido a Barley desde Peredelkino había suministrado la prueba de esto. Los viejos ismos estaban muertos, la lucha entre el comunismo y el capitalismo había terminado en un húmedo sollozo. Su retórica se había sepultado en las cámaras secretas de los hombres grises que continuaban bailando mucho después de que hubiera finalizado la música.
En cuanto a su lealtad hacia su país, Barley la veía sólo como una cuestión de a qué Inglaterra elegía servir. Sus últimos lazos con la fantasía imperial se habían roto. Los redobles de los tambores chauvinistas le repugnaban. Prefería ser arrollado por ellos, antes que marchar con ellos. Él conocía una Inglaterra mucho mejor, y estaba dentro de él mismo.
Yacía tendido en la cama, esperando que el miedo se apoderase de él, pero tal cosa no ocurría. En su lugar, se encontró jugando una especie de ajedrez mental, porque el ajedrez versaba sobre posibilidades, y parecía mejor contemplarlas con tranquilidad en lugar de tratar de elegir entre ellas cuando el techo se estuviera cayendo.
Porque, si Armagedón no descargaba su golpe, no había nada que perder. Pero si lo hacía, había mucho que salvar.
Así, pues, Barley empezó a pensar. Y Barley empezó a hacer sus preparativos con la cabeza fría, exactamente como le habría aconsejado Ned si Ned llevara todavía las riendas.
Pensó hasta la madrugada y dormitó un poco y cuando despertó continuó pensando, y para cuando se dirigió con pasos rápidos a desayunar, buscando ya la animación de la feria, había toda una sección de su cabeza plenamente dedicada a pensar lo que los necios que lo hacen describen como lo impensable.
—¡Oh, vamos!, Ned —dijo indolentemente Clive, todavía jubiloso por la magia de la transmisión—. El «Pájaro Azul» ha estado enfermo antes. Varias veces.
—Lo sé —dijo distraídamente Ned—. Lo sé. —Y luego—: Quizá no me importa que haya estado enfermo. Quizá me importa que ande escribiendo.
Sheriton escuchaba con la barbilla apoyada en la mano, como había estado escuchando la cinta. Había brotado una afinidad entre Ned y Sheriton, como debe ser en una operación. Estaban manejando el traspaso de poderes como si hubiera sucedido hacía mucho.
—Pero, mi querido amigo, eso es lo que hacemos todos cuando estamos enfermos —exclamó Clive en una errada demostración de conocimiento humano—. ¡Escribimos a todo el mundo!
Nunca se me había ocurrido que Clive fuese capaz de enfermar, ni que tuviese amigos a los que escribir.
—Me importa que ande entregando locuaces cartas a misteriosos intermediarios. Y me importa que hable de intentar llevar más materiales para Barley —dijo Ned—. Sabemos que no le escribe normalmente. Sabemos que se preocupa excesivamente de la seguridad. De pronto, cae enfermo y le escribe una efusiva carta amorosa de cinco páginas que le hace llegar por medio de Ígor. ¿Ígor quién? ¿Ígor cuándo? ¿Cómo?
—Hubiera debido fotografiar la carta —dijo Clive, mostrándose desaprobador de la conducta de Barley—. O habérsela quitado. Una cosa u otra.
Ned estaba demasiado absorto en sus pensamientos para dedicar a esta sugerencia todo el desprecio que merecía.
—¿Cómo podría hacerlo? Ella le conoce como editor. Es todo lo que sabe de él.
—A menos que «Pájaro Azul» le dijera otra cosa —dijo Clive.
—No lo haría —replicó Ned, y tornó a sus pensamientos—. Había un coche —dijo—. Un coche rojo y, luego, un coche blanco. Ya has visto el uniforme de la vigilancia. Primero llegó el coche rojo, y luego se hizo cargo el coche blanco.
—Eso es pura especulación. En un domingo de calor todo Moscú sale al campo —dijo Clive con aire enterado.
Esperó una reacción, pero en vano, así que volvió al tema de la carta.
—
Katya
no tuvo problemas con ella —objetó—.
Katya
no tiene ninguna sospecha. Está saltando de alegría. Si ella no receló nada, y tampoco receló Scott Blair, ¿por qué
nosotros
, sentados aquí, en Londres, habríamos de preocupamos en su lugar?
—Pedía la lista de compras —dijo Ned, como si oyese todavía una música distante—. Una última y exhaustiva lista de preguntas. ¿Por qué hizo eso?
Sheriton se había movido finalmente. Estaba agitando su manaza en dirección a Ned.
—Ned, Ned, Ned, Ned. ¿Vale? Es el Día Uno otra vez, así que estamos nerviosos. Vámonos a dormir un poco.